En 1989, siete de los dieciocho millones de chilenos que somos en la actualidad, aún no había nacido. Se trata de los menores de 27 años de edad. Si a estos sumamos los que hoy tienen entre 28 y 42 años, y que en 1989 contaban menos de quince, dicho número se eleva a más de once millones de personas, o sea, a las dos terceras partes de la población del país.
¿Por qué incluir también a los de quince años? Porque quince años parece ser el intervalo de tiempo de una generación. El periodo en que un conjunto de personas puede contemporizar intereses políticos y culturales y, eventualmente, emprender acciones comunes. «Desde que el hombre nace hasta aproximadamente los quince años es un niño, desde entonces hasta aproximadamente los treinta años es un joven», sostenía Jaime Perriaux, filósofo argentino estrechamente vinculado a dos estudiosos de las generaciones, como fueron los españoles José Ortega y Gasset y Julián Marías.
Sin embargo, no es suficiente compartir una época para que germine una conciencia política generacional. Se precisa, siguiendo la noción intelectual del sociólogo húngaro Karl Mannheim, que aquella cohorte demográfica sea conmovida por acontecimientos históricos traumáticos. Debe ocurrir un cambio político intenso y vertiginoso, capaz de transfigurar las formas de pensar, de sentir y de actuar. Es lo que precisamente sobreviene hacia 1989.
El Otoño de las Naciones es el título que recibe la escalada revolucionaria que sacudió a los países del este europeo y que derivó en el derrumbe de la Unión Soviética. Para historiadores, como el británico Eric Hobsbawm, este hito cierra el siglo corto de la humanidad, que se inicia en 1914 y concluye con las revoluciones de 1989. Es el siglo xx, que conoce una etapa de catástrofes, una edad de oro y otra de desplome, y que pone fin a la secular modernidad abriendo paso a las conciencias políticas antimoderna y postmoderna.
Desde entonces nos adentramos en un mundo que, al tiempo que abandona las circunstancias históricas bajo las cuales nacieron los actuales partidos políticos, abre una etapa de incertidumbre y perplejidad, a menudo confundida con ciclos de menor longitud de onda o de coyunturas ligeras. Piénsese que los partidos Radical y Comunista, son incluso anteriores a la Primera Guerra Mundial. El primero se fundó en 1863, mientras que el segundo lo hizo en 1912. El Socialista es de 1933 y, la Democracia Cristiana, se remonta a 1935 con la formación de la Falange Nacional.
La UDI se origina en el Movimiento Gremial de la Universidad Católica, allá por el año 1967, aunque su data oficial es de 1983. Renovación Nacional y el Partido por la Democracia son de 1987, cuando todavía permanecía en pie el Muro de Berlín.
En 1989, los íconos juveniles de la protesta social, Giorgio Jackson, Gabriel Boric y Karol Cariola, recién aprendían a caminar, y Camila Vallejo estaba por nacer. Cinco de los seis ministros de la Democracia Cristiana, y dos de sus seis senadores, tenían menos de 21 años. Pablo Badenier frisaba los 16 años, y Javiera Blanco los 17. El promedio de edad de sus actuales diputados era, a fines de los ochenta, de 28 años, pero Fuad Chaín y Gabriel Silber se empinaban sobre los 13 años.
¿Representan lo nuevo? ¿Acaso las lozanas generaciones no heredan prácticas marchitas? Cierto, del modo que heredan la clase social, la nación y el lenguaje. Sólo que, como nunca antes, reconstruyen estos orígenes trascendiendo sus límites. «Por primera vez en la historia —escribe Ulrich Beck en Generación Global—, las generaciones emergentes están viviendo en un presente común». Viven simultáneamente los sucesos que ocurren en todos los puntos del planeta, como si fueran vecinas a ellos, y prescindiendo de sus referencias al pasado y al futuro de sus contextos locales. Pueden habitar dos o más países al mismo tiempo, forjar redes transnacionales, y actuar con flexibilidad e inmediatez frente a cada situación. Por eso, poseen una mirada cosmopolita. La misma que las hace sensibles a las catástrofes, a los crímenes contra la humanidad que dieron universalidad a los derechos fundamentales, a los principios y expectativas de igualdad, y a la lucha por la redistribución que amenaza el futuro.
«No queremos ser hijos de un mundo que muere, queremos ser padres de un mundo que nace», sentenciaba Radomiro Tomic cuando el movimiento de 1968, precedente embrionario de una generación global. Hoy es la crucial disyuntiva que enfrenta la regeneración de la política.