La disputa y el consenso no son necesariamente términos opuestos. La ley es siempre un compromiso coyuntural que se manifiesta en un lugar y en un momento determinado y su duración depende de la dinámica política. Pero una vez que es ley, es ley. Es por eso que la disputa es ventajosa para la ley (en este caso la Constitución) dado que genera la posibilidad del intercambio de ideas, que termina siendo fundamental tanto para despejar dudas, como para alcanzar consensos y lograr estabilidad.
El Estado que tenemos en las democracias occidentales, fue fundado en el compromiso, logrado en procesos de disputa, evoluciona como sistema, cumple su rol en la sociedad y alcanza unidad e identidad. En la teoría del derecho, no son pocos los que han estudiado la importancia del conflicto y del consenso, como consubstanciales al sistema legal. Conflicto y consenso son contradictorios, son dialécticos, son circunstanciales, pero ambos son inevitables ninguno existe sin el otro, y ninguno de los dos permanece en el tiempo. Es por eso que el diálogo constituyente no puede ser de suma cero, en donde una idea se afirma negando a la otra.
Esperamos que la acción constituyente sea capaz de promover acuerdos en lo fundamental, es decir principios y además en lo obvio de los países desarrollados, es decir la necesidad de proteger y promover los derechos y la satisfacción de las necesidades fundamentales. Ello en un proceso que reconozca una sociedad en mutación para el siglo XXI, pero que no implica “arrastrar” votos a una postura, sino un diálogo, que no siendo insípido busca el mejor resultado. Las voces de minoría tendrán que aceptar -y de buena manera- el signo de los tiempos y las mayorías, entender que la vida no es imponer, pues el resultado no será el mejor, sino además endeble e inestable.
Si apelamos a los clásicos, ya John Locke, en el siglo XVII, se explayó magistralmente sobre esta materia con obras “Dos Tratados del Gobierno y Carta sobre la Tolerancia” y en su obra filosófica “Ensayo sobre el Entendimiento Humano”. Sostenía que libertad se expresa como pacto o contrato para instituir la sociedad política como decisión mayoritaria, para adoptar un régimen político o de gobierno. Por otro lado, en las obras de Marx se desprende una y otra vez, que la ideología es una forma de conciencia que percibe la realidad de manera deformada. Por cierto, tesis para otras épocas y otros contextos históricos, pero que filosóficamente tienen un significativo valor pues la dinámica política, es cíclica e indeterminada, muchas veces contradictorios y obviamente temporal.
No es la ley la que define el poder o la que garantiza la autonomía de las instituciones legales, sino que más bien son los procesos políticos los que en definitiva determinan el proceso legislativo (las leyes) y su legitimación. Pero una vez formalizado y con mayor razón si se ha sido parte del proceso, está para ser respetado. Es la esencia del Estado de derecho. Es justamente por ello que haber dudado de un cambio constitucional con argumentos “legales” era obviamente un interesado malabarismo, de la misma forma que imponerlo sin diálogo es también un precario frenesí. En palabras del jurista Szabo, la ley, es el resultado de un proceso “condensado o concentrado” de interacciones sociales, por lo que prácticamente nunca es impuesta sin alguna forma de negociación previa. No es un juego de palabras afirmar que uno sabe que no sabe porqué funciona el sistema legal, pero también sabe que si este puede actuar es precisamente porqué funciona. Es por ello que el método o al menos la voluntad es determinante: hay que ponerse de acuerdo de que nos tenemos que poner de acuerdo.
Sobre el autor: Jaime LLambías Wolff, Doctor en Derecho, Osgoode Hall Law School y Profesor Emérito, Universidad York.