Por: José Ignacio Camus – Director Admiral Compliance, Co-Founder AdmiralONE.
Mario Vargas Llosa fue una voz incómoda, contradictoria y a veces insoportable. Pero, sobre todo, fue un hombre que no se dejó domesticar. Y eso, en un continente donde aplaudir lo que conviene es más rentable que decir lo que se piensa, ya es decir mucho.
Si bien su obra literaria quedará para siempre, con joyas como Conversación en La Catedral o La fiesta del Chivo, quiero hablar del lugar que eligió ocupar en la historia.
Porque Vargas Llosa no escribió desde el margen: intervino, opinó, se metió donde dolía. Apoyó causas, se enfrentó a dictaduras y también defendió modelos económicos que terminaron generando desigualdad estructural. Fue un defensor del liberalismo clásico, sí, pero a veces pecó de ingenuidad frente a las realidades sociales de América Latina.
Quiso modernizar Perú desde las ideas, pero perdió las elecciones de 1990 frente a Fujimori. Ese fracaso político lo marcó. Desde entonces, su pluma se volvió más combativa, pero también más sesgada. Apoyó al difunto Sebastián Piñera, respaldó a Bolsonaro, se cuadró con figuras que lejos están del espíritu libertario que siempre defendió en sus novelas.
La historia no es blanca o negra, y Vargas Llosa lo sabía. Por eso se permitió la libertad de pensar contra la corriente. Pero su voz no era la de un ciudadano cualquiera: era la de un Premio Nobel, un intelectual con llegada global.
Escribió lo que quiso, vivió como quiso y se mantuvo incómodo hasta el final. No buscó caer bien, buscó decir lo que pensaba. Y eso, en estos tiempos de discurso sin fondo, de influencers de papel y políticos que cambian de opinión según lo que atrae más atención, se valora.
Se fue un tipo que escribió como si la tinta doliera, que pensó con profundidad y que nos recordó que la literatura puede ser un arma.
No fue perfecto, pero fue necesario.
