miércoles, enero 22, 2025

El Tratado de Paz y Amistad de 1984: Más allá de una simple tormenta

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Por: Cristián Parada Bustamante, abogado y autor de «Volverán sin ser los que partieron»

Corrían los últimos días antes de navidad del año 1978. Dos flotas de guerra navegaban en curso de colisión. Una de ellas, había sido azotada por una tormenta y habría decidido, por órdenes superiores, retromarchar. Con ello, según ya se asume en el acervo cultural tanto de Chile como de Argentina, se habría evitado una guerra desastrosa y, años más tarde, en 1984 y gracias a la Mediación Papal, se habría logrado un acuerdo de paz que haría que las armas se guardasen.

Por lo tanto, de acuerdo a esto, nada habría pasado en casi 6 años. Sin embargo, si revisamos bien la historia, esa versión está completamente alejada de la realidad.

Para ello debemos remontarnos un poco al origen del conflicto, tratando de despejar al máximo algunos de los mitos instalados de más profunda raigambre. Para ello, vayamos al Tratado de Límites de 1881. Se acostumbra a decir que se perdió la Patagonia en dicha negociación, pero lo cierto es que las cartas geográficas españolas no definían límites exactos, porque a pesar de haber sido pioneros en la exploración, todavía estaban distantes de los grandes avances cartográficos que se alcanzaron en el siglo XIX. Por ello, el objetivo político estratégico de Chile, en aquel momento, fue cumplido a cabalidad, esto es, el aseguramiento de la soberanía nacional sobre el Estrecho de Magallanes, a pesar de los reiterados intentos de algunos sectores trasandinos por desconocerla.

Fue en ese mismo tratado que se estableció la soberanía de las islas “al sur del Canal Beagle”. Julio Verne, en su libro “Los náufragos del Jonathan” de 1897, ya reconocía que entre ellas se encontraba la Isla Nueva, la más oriental del denominado “Martillo” y cuya costa este es bañada por el Océano Atlántico. Este último punto despertaría, más adelante, gruesas divergencias con el país vecino pues, asilándose en el “principio bioceánico”, Chile no debía tener acceso sino al Pacífico.

Como se comprenderá, se trataba de un tema de interpretación y geografía que alcanzaría puntos irreconciliables. En todo instrumento jurídico, como un tratado internacional, se precave la posibilidad de que las partes tengan diferencia de opinión, generalmente entregándole a un tercero la decisión final. En el Tratado de 1881, esta decisión se dejó a S.M. Británica.

Avanzó el siglo XX, en medio de reclamos de soberanía y en donde el Reino Unido tuvo sus propias diferencias con nuestros vecinos, por lo que muchos podrían decir que ya no se trataba de un tercero. Por eso, la posibilidad de recurrir al arbitraje del propio tratado era lejana, en los términos ahí planteados. Debía ser otra la solución. Fue en 1971 en que los Presidentes Lanusse de Argentina y Allende de Chile encontraron una fórmula intermedia. Se mantendría la firma inglesa en el laudo arbitral, pero quienes tomarían la verdadera decisión serían cinco jueces de la Corte Internacional de Justicia, con sede en La Haya.

La decisión, después de años de estudio, tanto de documentos como visitando el terreno, sería unánime. Las Islas del Martillo, Picton, Lennox y Nueva, eran chilenas. Ello no sentó nada bien en Argentina, en donde la sociedad civil, más que los militares, llamaron a desconocer el laudo arbitral, lo que finalmente ocurrió en enero de 1978.  Bajo esa óptica, se trató de una declaración unilateral de nulidad, imposible de sostener jurídicamente, pero que dejaba abierta una opción militar, a pesar que la Carta de las Naciones Unidas prohíbe el uso de la fuerza para resolver disputas fronterizas, sólo permitiendo la legítima defensa.

Volvamos a diciembre de 1978. La retracción dio paso a que el gobierno militar argentino aceptase la Mediación Papal, la que se oficializaría el 05 de enero de 1979, a pesar de los intentos de Luciano Benjamín Menéndez por evitarla, en que amenazó a su propio Canciller, arma en mano, para que no firmase el Acta de Montevideo. Igualmente fue firmada, pero no sería garantía de la paz, a pesar de que se asumía un compromiso para no acudir a la fuerza de las armas. El 12 de diciembre de 1980 se entregó la propuesta papal, que Chile aceptó tan sólo 13 días después. Sin embargo, el 25 de abril de 1981, el gobierno argentino la rechazaría.

Tan solo 5 días después del rechazo de la propuesta papal, un incidente de espionaje llevaría al cierre de la frontera y a una movilización relámpago, que se distendería un poco gracias a un intercambio de prisioneros, fomentado por las nunciaturas apostólicas de ambos países. Otro punto de tensión ocurriría debido a una violación de soberanía por parte de un buque argentino en febrero de 1982, que llevó al Ejército de Chile a realizar un ejercicio de enlace en la primera quincena de marzo de ese año. Como se alcanza a apreciar, había un ambiente crispado en ambos lados de la frontera, que terminaría con una guerra de Argentina en el Atlántico Sur, pero en contra de un adversario distinto, que sería Reino Unido.

El final de esa guerra es conocido. Sin embargo, daría pie a que las posiciones se pudiesen acercar, dando como resultado que las delegaciones en el Vaticano encontrasen puntos de encuentro. Destacados juristas como Santiago Benadava, Enrique Bernstein y José Miguel Barros aportaron su experiencia para que el General Ernesto Videla, Jefe de la Comisión, llevase el acuerdo a buen término. En Argentina, el Tratado sería sometido a plebiscito, alcanzando una mayoría abrumadora sobre el 80%, la opción por aprobarlo. En Chile, la tramitación completa del acuerdo llegó a 1985, año en que finalmente el tratado tendría su firma final.

Estamos en un mundo que pensaba que no volvería a contemplar guerras abiertas y hoy es testigo de varias, muy devastadoras.  Como dice el refrán “reglas claras conservan la amistad”. El tratado de 1984, cuyos 40 años conmemoramos, es un intento de dejar reglas claras. Siempre habrá divergencias cuando hay intereses contrapuestos. Sin embargo, cuando se tiene en mente que es en la paz donde florecen los países, ningún esfuerzo por mantenerla será en vano.

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