(Nota publicada originalmente el 27 de mayo de 2017 en el blog Algarrobo Al Día)
No me cabe duda que Tótila Albert es uno de los grandes escultores que ha producido este país. Nacido en Santiago en 1892, pertenece a la misma generación de otras señeras figuras de nuestra cultura, como Huidobro, De Rokha o Edwards Bello. Hijo de alemán avecindado en Chile, se forma artísticamente en Berlín; su obra, estilísticamente hablando, al igual que la de su maestro Franz Metzner, se hace difícil de encasillar. Se mantendrá siempre dentro de los márgenes de lo figurativo. En el último tramo de su vida creadora, sus formas irán ganando cada vez más simpleza y síntesis volumétrica, dejando atrás los ecos con mayor carga expresionista de sus inicios. Se diría que entonces sus obras adquirirán esa morbidez tan propia, tan característica, cuando el erotismo, que primó siempre como un eje en su producción, se internará en zonas mucho más místicas que puramente pasionales. Sus parejas de amantes parecerán ir progresivamente perdiendo su peso terrenal para entrelazarse en un abrazo volátil, etéreo, extático.
Luz Albert, hija única del maestro, vive desde fines de los años ochenta en el litoral, Punta de Tralca. Si bien esa información la manejo hace ya un buen tiempo, reaccionó tarde y voy a visitarla a su casa recién ahora. Como única heredera del legado artístico de su padre, guarda una colección de obras que me han advertido impresionante. Justo antes de empezar a bajar por una escalerita hasta la puerta de entrada, nos recibe un bronce de cerca de un metro de altura, cubierto en parte por enredaderas. “Has dejado pasar, hermano, la flor del mundo”, recita Luz. Es Rubén Darío; la escultura fue hecha para un concurso para homenajear la figura del nicaragüense en los años 40. Se trata de una de sus parejas, esta vez dos jóvenes, que se miran dócilmente en medio de su danza.
Una vez dentro de casa, Luz me cuenta con indisimulada emoción que hace menos de un año se ha concretado un anhelo largamente acariciado: la totalidad de las obras de Tótila que se conservaban en moldes de yeso empezaron a ser fundidas en bronce gracias a la providencial aparición de un mecenas. “Mi padre en vida nunca pudo hacerlo, por falta de recursos”, me explica. Hoy, gran parte de las piezas que se repartían hasta hace algunos meses en repisas por el amplio salón de su casa, partieron a Santiago para alcanzar su forma definitiva en metal. El benefactor, que amasó su fortuna como empresario arrocero, llevará todas las piezas hasta su natal Parral, donde su objetivo final contempla la construcción de un museo destinado a albergar su importante colección de obras de arte. “El cielo es milagroso”, solo alcanza a pronunciar Luz; sus ojos se le humedecen.
Con todo, no puedo sino mirar con cierto desconsuelo las marcas en las paredes que evidencian la otrora presencia de repisas repletas de obras. Pero, al menos, todavía queda una perfectamente poblada. Ennegrecidos bronces, siete u ocho obras que bien bastarían para justificar la visita a un museo en cualquier parte del mundo. Desde un espléndido busto de una amiga viñamarina, hasta una figura femenina dispuesta en posición casi fetal. Según Luz, cuando su padre reparó que viéndola de lado la combinación de torso y piernas plegadas asemejaban un cerebro, decidió retitularla: Cerebro.
Pero sé que su padre no solo fue un eximio escultor. Sé, de hecho, que a él mismo le gustaba definirse, por encima de todo, como un poeta. Que en vida escribió, no poco. Le pregunto puntualmente por la obra escrita en alemán, todavía hoy inédita, que Claudio Naranjo considera, después de la Divina Comedia, la obra literaria de carácter iniciático más importante de Occidente. Nada menos. Tengo una confusión con su título; ella me lo aclara: se trata de la “Epopeya Alemana”. Cinco volúmenes. “Están ahí”, me dice, señalando con la mano un conjunto de libros de considerable tamaño, empastados en azul. Le pregunto si puedo revisarlos. Me dice que sí, adelante. Los abro, los hojeo, con algo de titubeo reverencial. Papel tiznado por el tiempo, están escritos a máquina, en métrica de versos. Algunas, muy pocas, correcciones hechas con la pulcra caligrafía del autor. Los fotografío, incluso. Aparte de Naranjo y otros escasísimos privilegiados germanoparlantes, nadie más ha tenido acceso a este material. Me explica su hija que Tótila los escribió siguiendo el dictado que emergía de la audición de música de los “cuatro románticos alemanes”, en una especie de trance. Naranjo, junto a la legendaria Lola Hoffmann, les dedicaron largas jornadas a su estudio.
Llevamos casi dos horas conversando; la tarde empieza a declinar. Manejando hasta acá pasé frente al terreno que el municipio quisqueño entregó hace poco en comodato para la creación de un parque de esculturas. La obra de Tótila Albert, que ha puesto de cabeza al psiquiatra chileno de fama mundial Claudio Naranjo, admirada por personalidades como Pedro Aguirre Cerda, Edwards Bello y Juan Emar, a la cual le destinaron elogiosas palabras Neruda y la Mistral, ha iniciado ya su silencioso éxodo de estas tierras litoraleñas. Antes de despedirme, decido preguntarle a Luz si acaso alguna de las magníficas obras de su padre quedará acá, en el parque distante apenas unas pocas cuadras de donde estamos ahora sentados. “No, ahí no quedará nada”, responde, y una nota de dureza se asoma por primera vez en su amable rostro. Prefiero no ahondar por ese lado. Me resisto a creer que la presencia de Tótila, hasta hace tan poco y durante casi tres décadas tan abundante, tan, diría, brutalmente abundante, dentro de poco termine siendo nula en este territorio. “¿Y en alguna otra parte del litoral? ¿Podría ser?”, replico. “Sí. En El Quisco, Cartagena. O Algarrobo. No tendría ningún problema. Estaría muy contenta que así fuera”, responde, para mi alivio.
Una vez concluida mi visita, un pensamiento me atraviesa con la persistencia de una consigna: nuestro “litoral de los poetas”, nuestro “litoral de las artes”, no puede darse el lujo de que el legado de uno de los grandes de nuestra historia termine esfumándose por completo, conviertiéndose, con el paso de los años, en un dato anecdótico, un doloroso dato anecdótico. Algo hay que hacer. Definitivamente, algo hay que hacer.
Para conocer más de este gran artista y ver más de su obra, pinchar ACÁ.