Sin duda que el «notición» del cambio de nombre de una legenaria golosina -de calidad reguleque- de parte de la principal transnacional ha revolucionado la agenda pública introduciendo y transformando un elemento del marketing en un tema de presión político-social de insospechadas consecuencias y que nos lleva a la talibanización de la sociedad chilena. El discurso de la compañía suiza argumenta que es para evitar «discriminación», es decir que ahora en nuestro país ya no se podrá decir «negrita/o» como términos cariñosos como siempre se han usado, tampoco se podrá usar «trabajan como chinos» o «no seas judio» para referirse a una persona tacaña o «le dio la indiada» cuando alguién se enoja.
En su tradicional análisis dominical, el abogado Carlos Peña va al fondo de este cambio de nombre señalano que: «Lo que es más alarmante es que ese tipo de medidas cuando se aceptan sin ánimo crítico (y se las aplaude sin más con argumentos del tipo que con ella aumenta la igualdad y se evita el abuso, etcétera) acaban promoviendo otras formas de control del discurso menos pintorescas y tontas que las de este caso; pero mucho más peligrosas», argumentando además que: «Piense usted entonces en lo que ocurriría (algo de eso ya está ocurriendo) si el mismo argumento que se esgrimió para cambiar el nombre a esa golosina (hay que evitar ofender la identidad de la mujer de color convirtiéndola en mercancía, etcétera) se esgrime para disciplinar el lenguaje en otras esferas de la vida; si el mismo argumento se esgrime en favor de las múltiples identidades que hoy comparecen en la esfera pública. El resultado, no es muy difícil imaginar, sería el silencio puesto que todos acabarían enmudeciendo por el temor de ofender a alguna de las muchas identidades, géneros, preferencias, orientaciones y estilos de vida que pueblan la sociedad contemporánea«.
A partir de lo que Peña plantea, claramente estamos en una talibanización en cada cada grupo, tribu urbana, movimiento cree que su verdad está por sobre la de los demás, cuestió que se puede apreciar, por ejemplo, en la Convención Constituyente.
A continución el análisis completo de Carlos Peña que tituló: «Cambiar de nombre»:
Hay cosas que revelan un estado de las costumbres —o una tontería ambiente— contra el cual es imprescindible rebelarse.
Es lo que acaba de ocurrir con el cambio de nombre de una golosina. Se llamaba “negrita” y ahora se prefiere llamarla “chokita”.
Por supuesto, los biempensantes (suelen coincidir con los ignorantes) aplaudirán sin más ese tipo de medidas sin darse cuenta, ni menos comprender, su significación inconsciente y, lo que es peor, sin advertir los costos que su justificación supone para la vida pública.
Desde luego, ese cambio de nombre recuerda a los consumidores la connotación que se dice querer abandonar. Y así en lugar de evitar la sexualización de esa golosina, la subraya, del mismo modo que decir “pasado de peso” no evita el maltrato a los gordos, sino que es una forma cortés de humillarlos. Pero lo que es más alarmante es que ese tipo de medidas cuando se aceptan sin ánimo crítico (y se las aplaude sin más con argumentos del tipo que con ella aumenta la igualdad y se evita el abuso, etcétera) acaban promoviendo otras formas de control del discurso menos pintorescas y tontas que las de este caso; pero mucho más peligrosas.
Porque a la hora de evitar que el discurso dañe a la gente, se puede llegar a extremos que parecen absurdos pero que ya están ocurriendo.
Veamos.
En una sociedad plural, como todo el mundo sabe, conviven muy diversas formas de vida, cada una de las cuales piensa que los rasgos que la constituyen son valiosos y dignos de estima. Los descendientes de emigrantes piensan que su comida es la mejor y la enseñan a sus hijos para que eso que disfrutan como delicia no se pierda (los nativos en cambio suelen encontrarla un asco); los creyentes de esta o aquella confesión piensan que este o aquel gesto es ofensivo para el Dios que atesoran (los no creyentes en tanto suelen pensar que se trata de una superstición); los miembros de un pueblo originario están convencidos de que su idea del cosmos vale lo mismo que la que imaginaron Newton o Einstein (aunque los físicos saben que no); los veganos creen que han descubierto una forma de eternidad consumiendo verduras (aunque es probable, dirá el nutricionista, que padezcan a poco andar déficit alimentario); los ciclistas piensan que pedalear es una forma de rebelarse moralmente contra la técnica que asola la naturaleza (olvidando la obviedad de que la bicicleta es una técnica y no brota como los árboles), y así. Cada forma de vida, la heredada y la elegida, presume sinceramente que es la mejor y la más valiosa. Y encuentra a otra que la devalúa. Y como las diversas formas de vida proliferan y se expanden, lo que las personas tienen en común se estrecha y escasea cada día más.
Piense usted entonces en lo que ocurriría (algo de eso ya está ocurriendo) si el mismo argumento que se esgrimió para cambiar el nombre a esa golosina (hay que evitar ofender la identidad de la mujer de color convirtiéndola en mercancía, etcétera) se esgrime para disciplinar el lenguaje en otras esferas de la vida; si el mismo argumento se esgrime en favor de las múltiples identidades que hoy comparecen en la esfera pública. El resultado, no es muy difícil imaginar, sería el silencio puesto que todos acabarían enmudeciendo por el temor de ofender a alguna de las muchas identidades, géneros, preferencias, orientaciones y estilos de vida que pueblan la sociedad contemporánea.
Sí, desde luego, usted estará pensando que hay identidades e identidades (y, claro, no es lo mismo una identidad étnica a la que se supone adscrita, que una preferencia que se supone elegida), pero el problema desde el punto de vista del diálogo y la comunicación no es muy distinto. En todos esos casos lo que se puede decir, y lo que hay que callar, estaría disciplinado y regulado por esa frontera invisible que serían las identidades ajenas.
Y lo peor es que lo que acaba de ocurrir con el cambio de nombre de esa golosina (subrayar la connotación en vez de suprimirla) ocurriría en el resto de la comunicación. Se llenaría de eufemismos, de sobreentendidos, de gestos, de ademanes, que con una elocuencia muda dirían una y otra vez lo que nadie se atreve a pronunciar. Y esa mudez en vez de suprimir el problema lo acentuará porque, al revés de lo que suele creerse, la mejor manera de aumentar el respeto entre los seres humanos es discutir las diferencias en vez de callarlas y llevarlas como sobreentendidos y contenerlas mediante prohibiciones. Porque las prohibiciones y los cambios de nombre no suprimen la discriminación, sino que la desplazan al terreno menos controlable del prejuicio escondido, el eufemismo, el gesto invisible, la distancia que no confiesa sus motivos.
Así lo del cambio de nombre de esa golosina (que no hace más que utilizar lo políticamente correcto como una mercancía, de manera que los dueños del negocio se estarán sobando las manos mientras los biempensantes aplauden) parece inocente; pero el ambiente que lo ha producido, y que poco a poco se expande en la esfera pública, no lo es, remata Peña.