viernes, noviembre 22, 2024

Ministro Sichel, el niño que vivió como hippie pobre se hace cargo de los desafíos sociales de Chile

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Sebastián Sichel es el nuevo ministro de Desarrollo Social. Joven abogado, era vicepresidente ejecutivo de CORFO en el actual gobierno. Su origen fue demócrata cristiano, pero ahora está políticamente vinculado a Libres, el movimiento descolgado de Ciudadanos que lidera Andrés Velasco, el ex ministro de Michelle Bachelet.

Muchos no entiende como Sichel logró escalar tan alto en este gobierno, la razón muy simple: Por varios años -durante el pasado gobierno, estuvo en la Universidad San Sebastián, cuyos propietarios son UDI, e hizo buenas migas con Andrés Chadwick. También tuvo o tiene alguna participación en la propiedad del medo electrónico El Dínamo.

Sichel es el menos conocido de los nuevos ministros de Sebastián Piñera y por ello vale la pena revisar su historia, que rompe los moldes habituales de las personas que llegan a los más altos cargos públicos y que por experiencia de vida sintoniza con el propósito del Ministerio que ahora le toca dirigir. Esa historia fue relatada en primera persona por el propio Sichel en El Mercurio, hace un año, y la reproducimos a continuación:


La historia secreta de Sebastián Sichel*

¿Cómo un niño que vivió en una casa tomada sin luz ni agua, al cuidado de una madre con problemas de adicción, logró insertarse en la élite política? Aquí, el nuevo vicepresidente ejecutivo de Corfo repasa en primera persona su historia y explica por qué «tener calle» es un valor en el mundo del poder. «Es mi gran ventaja, porque puedo hablar con conocimiento de causa», dice.

No fui un hijo planificado, pero igual fui muy querido.
Mi mamá quedó embarazada a los 17 años y me tuvo cuando tenía 18 recién cumplidos. Ella venía de una familia de clase media, vivía en Vespucio con Bilbao. Cuando se embarazó, la echaron de su colegio que era de monjas; terminó estudiando en el Fleming, igual que yo.

Sobre la historia entre mi papá y mi mamá tengo dos versiones: en la de mi mamá, ella dice que tenían una relación. En la de mi papá, que supe mucho después, no había pololeo. Eran vecinos. Mis tías me contaron que, al saber del embarazo, mi abuelo fue a hablar con el papá de mi papá, pero él puso en duda la paternidad de su hijo. Mi abuelo se indignó y dijo: «Entonces, el papá de la guagua soy yo».

Cuando nací me inscribieron como Sebastián Sichel, hijo natural.

De estas historias en mi colegio habían muchas. Calculo que el 30 por ciento de los hogares eran de madres solteras. Pero en la élite no, son historias exóticas. Me di cuenta de que mi historia era exótica cuando entré a estudiar derecho a la Católica.

Mi abuelo era un tipo que venía de unos papás profesionales, pero él no estudió y, de hecho, no terminó la media. Era comerciante. Administró un negocio, Los Ciervos; también tuvo taxis. Como era hijo y nieto de abogado, recibió herencias. Él quiso hacerse cargo de mí, pasarme por la libreta para criarme como su hijo, pero mi mamá dijo «este hijo es mío».

Camino al colegio ella conoció a un personaje, Saúl Iglesias, que vivía en una casa rodante cerca de Vespucio con Bilbao. Él tenía 19, era hippie, de San Antonio, venía de una familia humilde. Dicen que era buenmozo, yo no lo recuerdo así. Era un loco de patio.

Mi mamá se enamoró. Cuando se emparejaron mi abuelo no lo podía creer: se había embarazado y ahora se iba a casar con un tipo así. Pelearon.

Saúl y mi mamá se casaron y él me reconoció. Decidieron irse a mochilear por Sudamérica y me sacaron escondido de Chile. Mi abuela dice que un día ella me fue a buscar al jardín y yo no estaba. Esto debe haber sido en 1981, porque mi hermana Banya Iglesias estaba recién nacida y yo tengo casi cuatro años de diferencia con ella.

Tengo recuerdos duros de ese viaje. Me veo viajando en camiones con los vidrios quebrados. A dedo. En Sao Paulo vivimos en un edificio abandonado, junto a otras personas en la misma situación de pobreza y precariedad que nosotros. En mi recuerdo, tengo la cara llena de picadas de zancudos. Veo a mi mamá y Saúl, tomando, curados, y a mi hermana llorando.

Mi mamá me dijo que no habíamos estado tanto en Brasil: ocho meses tal vez. Tampoco se acuerda mucho. Cuando volvimos nos instalamos en una carpa en Bahía Pelícanos, en Horcón. La relación de Saúl con mi mamá era mala. Había mucha droga y sobre todo copete, porque cuando hay pobreza es más el copete.

Saúl nunca fue cariñoso conmigo, pero para ser justo, nunca me trató mal tampoco. No era una mala persona, solo tomaba mucho y no trabajaba. Me enseñó a pelar pescado con una piedra; eso para mí fue importante. Algo pasaba conmigo y con la Banya que éramos súper protegidos. Estando en este mundo que era bien tremendo, a nosotros nunca nos pasó nada.

Un día llegó mi abuelo con la abuela de Banya (la madre de Saúl), una mujer que vendía ropa en la feria y que era Testigo de Jehová, con los pacos a buscarnos. Yo corrí hacia la cuca, me subí y se subió mi hermana, que se fue con su abuela Iglesias. Yo me fui con mi abuelo, quien para no estar tan lejos de mi mamá, arrendó una casa en Concón.

Saúl y mi mamá se fueron a Concón también, se tomaron una casa, en Vergara 270, porque mi mamá no me quería dejar. Ahí vino una etapa más cálida en mi vida. Mi mamá vivía a seis cuadras de nosotros. Durante un año estuve muy bien. Pero mi abuelo se tuvo que venir a Santiago y yo volví a vivir con mi mamá en esa casa tomada donde no había nada. Mi hermana también llegó a vivir ahí.

Hace pocos años fui a ver ese lugar con mi señora porque estaba a la venta. El tipo que nos la mostró hizo un comentario que me hizo gracia, pero también me dio vergüenza: dijo que esta casa nadie la quería comprar porque unos hippies habían vivido 15 años ahí y habían dejado la embarrada. Esos hippies éramos nosotros.

En esa casa no había luz ni agua, ni baño. Cocinábamos a leña. Yo estudiaba en el Colegio parroquial de Concón y las monjas me adoptaron. Siempre hubo alguien que me adoptó porque yo tenía la virtud de ser ordenado y buen alumno, y la gente me quería. Ahora pienso que fue la manera que encontré para sobrevivir.

Mi abuelo siempre me decía «vente a vivir conmigo». A fines de quinto básico, le dije que sí. Ya había empezado a quedar la escoba en mi casa, mucha violencia, mucha gente que llegaba a vivir ahí y yo ya me daba cuenta de todo eso. Por esa época, mi mamá me contó que Saúl no era mi papá. Había tenido una pelea con él, entonces ella, mientras hacíamos fila en el consultorio, me dijo de repente: «No te preocupes, él no es tu papá. Tu papá es Antonio Sichel, que fue un pololo que tuve». Me quedé para adentro. No dije nada. Fue algo que guardé durante toda la vida. Solo se lo comenté mucho después a Bárbara, mi mujer, cuando pololeábamos.

A estas alturas yo ya me había dado cuenta de que mi mamá era una persona especial, pero todavía no estaba desatada, era como carretera nomás.

Llegar a la casa de mi abuelo fue increíble: ¡había tele, luz, agua en el baño! No era una mansión, pero ahí yo tenía mi pieza.

Tiempo después, mi abuelo tuvo problemas económicos y se fue con mi abuela a Quillota. Eso coincidió con que mi mamá se había separado de Saúl y había vuelto a la casa. Así es que cuando ellos se fueron, ella dijo que se quedaba en Santiago para no sacarme del colegio. Se trajo a la Banya y arrendamos una pieza interior, en una casa en Fleming con Santa Zita.

Delante de mi casa vivía el Dago y su familia que son muy cariñosos conmigo hasta hoy. Mi mamá estaba sin trabajo, muy metida con el alcohol. Yo tenía 14, 15 años y le decía que no tenía que tomar, ella me decía que sí, pero recaía y había que ir a buscarla.

Mi mamá nunca nos dejó, nunca se fue, la verdad. Como mamá ella no era un problema. Su problema era ella misma, era su maltrato a sí misma.

La adolescencia para mí fue terrible. Pololeaba y no tenía casa donde llevar a mi polola o invitar a alguien. Nunca celebré mi cumpleaños.

En esa época aprendí a cocinar. Mi mamá me pasaba 500 pesos al día con los que tenía que hacer almuerzo. Hacíamos el almuerzo diario, porque no teníamos refrigerador, solo una cocina que nos había pasado el Dago.

Cuando yo estaba en cuarto medio mi mamá se enamoró del hermano de Saúl y se fue a vivir a Concón. Me dijo que me fuera con ella, pero yo quería entrar a la universidad, así es que me quedé viviendo solo en la casa de atrás del Dago. Después arrendé una pieza en Independencia.

En mi colegio, el Alexander Fleming no se estudiaba nada, pero yo sí lo hacía. Era mateo. Quería que me fuera bien, me obsesioné con eso. Me quería sacar buenos puntajes en la prueba, porque era la única manera de salir de ese hoyo en el que estaba. En eso era súper frío y exitista porque para mí llegar a ser profesional era la única forma de salir adelante.

Postulé a una beca para hacer un preuniversitario en la UC y me la gané. Fui el mejor puntaje en Las Condes de los colegios públicos ese año y gracias a eso me dieron la beca Padre Hurtado: de gratuidad absoluta para gallos con vulnerabilidad social y alto puntaje en la PAA que venían de colegios públicos. Así entré a estudiar derecho en la Católica en 1996.

Este es un país bien clasista y creo que para mí fue más fácil por mi fenotipo. Por muy becado que fuera en la universidad, me trataban distinto que a otros compañeros con beca, aunque tuvieran mejores notas y situaciones económicas y familiares. Yo era el becado de ojos azules.

En la Católica estaban los del Saint George por ahí, los del Grange por allá; yo no conocía a nadie en cinco círculos alrededor mío. Me di cuenta de que tenía que armar mi red y lo hice con los compañeros becados y los de regiones. Como a mí me trataban mejor, comencé a pedir cosas por todos nosotros, porque necesitaba que estuviéramos bien. Creo que me metí en política por eso. Porque me pescaban más y lo aproveché.

Organicé trabajos voluntarios alternativos y en ese mundo me hice bien conocido, y terminé metido en política. En la Católica estaban los gremialistas y el resto, que iba desde RN hasta gente como yo, que vengo de una familia súper poco política. Me entusiasmaron desde la Democracia Cristiana. Me vinculé a ese partido por Claudio Orrego, quien era ministro de Vivienda en esa época. Terminé siendo candidato a la FEUC.

Mi grupo de amigos era muy power. Ellos dicen que transformamos a nuestro grupo, que se llamaba «Los Pichuloncos», en los taquilleros en la universidad. Todos terminábamos carreteando en mi pieza en Independencia. Ahí me di cuenta de que el tener calle era una gracia en la élite chilena. Hoy sigo creyendo es mi gran ventaja, porque puedo hablar con conocimiento de causa. Del Auge, por ejemplo, porque mi mamá está ahí, yendo a pelear por las pastillas todos los días y yo estoy, del otro lado, tratando de ver cómo se financian.

He tenido los trabajos más insólitos porque desde siempre tuve que generarme mis propias lucas: me disfracé de Caballero del Zodíaco, fui extra del Jappening con ja, limpié ventanales, mostré departamentos pilotos. Mi primer trabajo más oficial fue en Sernatur, donde era el último de la cadena alimenticia. Me lo ofreció mi amigo de universidad, Jaime Tohá (actual director nacional de Junaeb), quien era el jefe de gabinete.

Hice un buen trabajo y con 26 años me pusieron de subdirector nacional. Fue en 2005. No fue un favor: tenía liderazgo y era bueno. Luego me empezaron a perseguir del Ministerio de Economía para llevarme de jefe de gabinete hasta que acepté. Estuve ahí entre 2008 y 2010, junto al ministro Hugo Lavados.

Entre los 20 y los 30 años fui bastante tonto. Me creía la raja. Quería triunfar, que me fuera bien: era la única manera en que pensaba que sería reconocido. Antes, la lógica de las apariencias era mucho más relevante en mi vida. Cuando estás muy abandonado, lo que necesitas es que alguien te quiera, que alguien te valore. Y eso viene desde fuera.

No es que me importara la plata, me importaba el reconocimiento social, ser aceptado por la elite. Cuando conocí a Bárbara, empecé a cambiar. Ella me aterrizó. Antes de eso, solo quería ser el campeón.

Ya no tengo esa sensación de abandono. Entre los 30 y los 40 ha sido distinto, ha sido llenarme por dentro.
Cuando decidimos casarnos con Bárbara quise conocer a mi papá biológico, porque quería saber cómo iba a ser de viejo. Una tía que lo conocía nos puso en contacto. Él vivía en Concepción y viajó a Santiago. Cuando nos vimos fue impactante: éramos muy parecidos. Hablamos, no hubo recriminaciones, nos hicimos amigos y familia altiro. Había tenido tres matrimonios y tenía una pareja, me heredó muchos hermanos y una gran familia. Con él tuve 10 años súper intensos. Murió en marzo pasado.

Físicamente, en el porte, en la nariz, me parezco a mi padre. Pero la cosa más bonita que tengo, viene de mi mamá. Ella era preciosa. Yo tengo sus mismos ojos.

Hoy sé que mi mamá tiene una enfermedad psiquiátrica: es borderline. Antes no lo sabía y pensaba que tenía un problema de adicción y muchas veces la traté por alcoholismo o adicción a las drogas, hasta que un amigo siquiatra me dijo que la llevara al sistema público, porque él estaba seguro de que esto no era adicción, sino que un síntoma de otro problema. Me dijo que ahí le iban a tratar de encontrar lo que tenía, porque era más barato que tratarla por drogas. Esto pasó cuando ella tenía 50 años (hace ocho años) y yo me hice cargo.

Esa vez tuvo una recaída fuerte, se pegó una arrancada, se me desapareció una semana.

Comenzó a tratarse con litio y la historia fue otra: no ha vuelto a tener un episodio con copete o drogas.

Antes, cuando le preguntaba a mi mamá por el estilo de vida que habíamos llevado, me decía «pucha, estaba buscando mi destino». Pero luego de que fuera diagnosticada me ha pedido muchas veces perdón, de todas las formas posibles.
Nunca he ganado una elección. En la universidad me presenté al centro de alumnos y a la FEUC. Luego quise ser diputado por Peñalolén, con el apoyo de Claudio Orrego. Perdí. Dos años después me distancié de Claudio y decidí no ir de nuevo a la elección por ese distrito, que estaba ganado; Claudio decidió apoyar a otro candidato, a mí eso me pareció mal, era someterme a sus reglas, él quería ser candidato presidencial y estaba haciendo todo para eso. Creo que es un problema de la generación de Claudio: todos quieren ser presidentes de Chile y se obsesionan con eso, y ahí todo se echa a perder, porque solo trabajan con ese horizonte. La gente me critica porque me subo a un proyecto y me termino choreando y me bajo, pero no estoy dispuesto a cabalgar solo para sacar presidente a alguien.

Tras lo de Peñalolén me bajó la locura y me fui a Las Condes, sabiendo que no iba a ganar. Pero yo ya venía de vuelta en la vida, había entrado en este ciclo sin ansiedad y no me importó. En ese momento estaba ilusionado con Andrés Velasco y la posibilidad de reconstruir el centro político. Pero con el tiempo pasó lo mismo que con Orrego y tantos otros: sus ambiciones presidenciales. Él cree que todo tiene que estar supeditado a su proyecto presidencial y a una nueva posibilidad para revivir en política.

Yo no me muero por ser presidente. Admiro mucho más a Bernardo Leighton, a los estrategas o intelectuales detrás de la construcción de estos procesos políticos. Siempre me he sentido mucho más eso, liderando la construcción de esto.

Estar en Corfo para mí es un tema importante, me ofrecieron participar en otras cosas, pero nada me hizo tanto sentido como Corfo, porque conozco harto bien el otro Chile, el que está allá afuera. A mi hermana Banya, por ejemplo, le ha costado. Ella es clase media típica chilena: no terminó la universidad, le tuve que pagar después para que sacara una carrera de administración de empresas en el Duoc en la noche, tiene un hijo y se separó. Mi mamá se atiende en Fonasa y su estado de ánimo depende de que hayan pastillas de litio o no. A pesar de que hoy soy de la élite, mi historia estuvo y está anclado en ese Chile.

Hoy quiero contar mi historia porque es mía. Fue un proceso asimilarla y con la muerte de mi papá terminé de cerrar el ciclo. En mis años de estudiante en la Católica, jamás la habría contado. Ahora sé que las apariencias no sirven y que al contarlo se normaliza. También por un tema humano y de reconocimiento: a mi mamá, mi hermana, a mí mismo. En mi entorno hay harto del «no se puede». Pero sí se puede. ¿Por qué lo cuento? Porque me da lo mismo. Ya me asumí. Soy lo que soy con mi historia.

*Por ESTELA CABEZAS, El Mercurio, sábado, 21 de julio de 2018

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