Dice Sophia Amoruso en uno de los vídeos promocionales de la serie que inspira su vida que una Girlboss “es una empresaria fuerte, resistente e inteligente” y que con una girlboss “no pasa nada por querer ser diferente y querer cosas que quizá estén mal vistas”. Hoy se estrena el esperado show de Netflix que ficciona su vida, inspirado “vagamente” en las mediáticas memorias que publicó hace unos años bajo el mismo título (y con hashtag delante, #Girlboss, todo muy millenial). La serie retrata el meteórico ascenso millonario y la carrera hacia el éxito de esta suerte de ni ni a la estadounidense –mala estudiante, rebelde e incapaz de permanecer más de un suspiro en los trabajillos que conseguía– que edificó un imperio millonario explotando su mejor habilidad: (re)vender ropa usada. Amoruso convertía las gangas de las tiendas de segunda mano en preciados objetos de deseo a subasta en Ebay, primero; y después en su propia tienda online fundada en 2006: Nasty Gal (un homenaje al disco de Betty Davis de 1975).
La historia la conocen muchos porque ella misma no se ha cansado de contarla –o la prensa ensalzarla hasta la saciedad–: en 2014, antes de cumplir los 30 y tras apenas ocho años desde que empezase a subastar sus gangas por Ebay, Amoruso llegó a facturar más de 100 millones de dólares al año en ventas, tuvo más de 300 empleados y fue mencionada por Forbes como persona aspirante a la lista de las 400 personas más adineradas de Estados Unidos, con un patrimonio cercano a los 300 millones de dólares.
Protagonizada por Britt Robertson en el papel de la joven empresaria y producida por la propia Amoruso y Charlize Theron, lo que no contará este show (las memorias se publicaron hace tres años) es todo lo que vino después de este fulgurante éxito. Un año después de que Amoruso diera un paso atrás en su puesto como CEO para cedérselo a Sheree Waterson, Nasty Gal pasó por un concurso de acreedores (la británica Boohoo se ha hecho con la marca por 20 millones de dólares) y no sin antes haberse tenido que enfrentar a varias querellas de sus trabajadores. Cuatro empleadas demandaron a la empresa por haberlas despedido por el simple hecho de haberse quedado embarazadas y reclamar la baja de maternidad.
La querella, que también incluía a un padre despedido por solicitar la baja de paternidad y que se resolvió por acuerdo fuera del juzgado, planteaba un escenario que dista bastante del ánimo que tuvo la prensa en etiquetar a la capo de Nasty Gal como la heroína feminista que las nuevas generaciones necesitaban. Muchos la vieron como ‘la Sheryl Sandberg de las millenials’, por su su insultante juventud, por aquello del éxito y porque ambas eran lideresas empresariales escribiendo sobre cómo alcanzarlo siendo mujer.
Amoruso forma parte de esa problemática nueva generación de empresarias-icono que han hecho del feminismo corporativo su bandera. Mujeres que se han enriquecido recurriendo al ‘empoderamiento’ y que se autopromocionan como rostros indisolubles de su marca. Alardean de haber sido capaces de romper el techo de cristal en el ámbito empresarial, pero son CEO’s a las que ahora señala el activismo post Trump (abanderado por las académicas que conforman la Marcha de Mujeres o Women’s March) y que reniega de ellas como figuras ejemplificadoras, para señalarlas más bien como hipócritas o raíz del problema. “El feminismo del Lean in (lema de Sheryl Sandberg) y sus variantes nos ha fallado a la mayoría de nosotras, a quienes no tienen acceso a la autopromoción individual y cuyas condiciones de vida solo pueden mejorarse con políticas que defiendan y aseguren los derechos reproductivos y garantice los derechos laborales”, defienden ideólogas como Angela Davis.
Porque ni Sandberg (Facebook), ni Amoruso (Nasty Gal) son las únicas que se autoproclaman feministas mientras se aplican las reglas del libre mercado a las políticas de la mujer en sus empresas. Algo similar pasa con Ivanka Trump –que ha construido en torno al Women who work (Mujeres que trabajan) toda una narrativa de supuesto empoderamiento femenino (más que privilegiado) mientras sus becarias no ven un duro–; o con Miki Agrawal, a la que muchos vieron como la ‘nueva Nasty Gal’ en el universo emprendedor tras publicar Do Cool Shit, una especie de manifiesto que prometía enseñar a las mujeres a “dejar tu trabajo, empezar tu propio negocio y vivir una vida plena”. Esta ex trabajadora de banca cuya casa es el summum del hipsterismo: vive en una antigua iglesia reformada en Williamsburg, es la fundadora y ex CEO de Thinx. Su hermana gemela se inventó lo de las raves matutinas sin drogas un día de diario y antes de ir a trabajar, ella tenía parte de una cadena de pizzerías veganas y comenzó a acaparar portadas en EEUU, tras liarla con su femvertising en el metro de Nueva York y dar charlas inspiracionales TED por haber triunfado con sus bragas para la regla (de hecho, se autoproclamaba “activista de las bragas”).
Todo ese marketing inspirador basado en el activismo por la igualdad ha quedado en ruinas cuando una ex trabajadora suya ha decidido llevarla a jucio por acoso sexual y por generar un clima hostil de trabajo. La querella constata los bajos salarios de sus trabajadoras (Racked ya denunció que la baja de maternidad tampoco se contempla aquí). Según la denuncia, Agrawal enviaba fotos suyas desnuda a sus trabajadoras, bromeaba con el peso de éstas, les agarraba los pechos sin su consentimiento e incluso hacía videoconferencias desde el baño o semidesnuda en su cama. A propósito de esta cadena de escándalos de las ideólogas del fempowerment, Doree Shafrir escribía recientemente en Buzzfeed: “¿Por qué nos sigue sorprendiendo que estas mujeres, que han construido sus marcas diciendo lo que queríamos oír, hayan resultado ser exactamente igual que homólogos masculinos?”.
Fuente: El País