Carlos Peña, a esta altura debe ser como “la pulga en el oido” de la –mal llamada- clase política, sus columnas y cartas se han transformado -en cierta- manera el único vínculo real de la ciudadanía molesta por la corrupción con los grupos de poder y la élite, que pareciera que sólo lee los medios manejados por ellos mismos. Así y todo, Peña, les dispara a quemarropa en “su” medio favorito (el de la élite y grupos de poder) “El Mercurio”.
Este domingo, el “acusado” es Sebastián Piñera. Un magnífica columna titulada “Un error del ex Presidente Piñera” que deja –otra vez- al desnudo al empresario.
“Las declaraciones del ex Presidente Piñera a propósito de la ley del royalty revelan un error serio:
Tengo -declaró- la más plena convicción de que la ley de royalty minero que nuestro gobierno aprobó fue muy buena y necesaria. (Nos) permitió obtener los recursos que la reconstrucción requería (…) y significó un esfuerzo de solidaridad, porque las mineras contribuyeron al esfuerzo de reconstrucción.
Dijo eso luego de enterarse de que Longueira simulaba ser senador y más tarde ministro, cuando en realidad era amanuense de Patricio Contesse, quien le dictó un artículo de la ley de royalty que luego él promovió, como cosa propia, en el Senado.
El ex Presidente, sin embargo, no formuló reproche alguno a Longueira. Fue como si los dólares que esa regla proveyó al erario fiscal tuvieran la capacidad de apagar el escándalo que significa que un empresario vigile y teledirija, a través de un senador, el proceso legislativo.
Ese es su error.
El error del ex Presidente consiste en celebrar los resultados de una ley, callando toda crítica acerca de las formas empleadas para obtenerlos.
No es un error baladí.
Porque ocurre que la vida democrática opera sobre el principio inverso: en ella lo más importante son las formas. Y es que la democracia, cuando se la mira de cerca, no consiste más que en formas. Su regla básica es un procedimiento meramente formal (la regla de la mayoría); el diálogo que ella impulsa reposa sobre un conjunto de normas también formales (igualdad de los partícipes, ausencia de coacción, etcétera), y el resultado es una presunción de nuevo formal (creer que lo que acuerden los representantes es como si lo hubiera acordado el pueblo).
O sea, la democracia es casi pura forma.
La democracia supone que si se respeta la forma, entonces se producirá un resultado que es sustantivamente mejor que cualquier otro. La razón no es muy difícil de explicar. Como en democracia no se sabe qué resultado es ex ante justo, entonces se acuerda que, fuere cual fuere el resultado, él será justo a condición que se hubiera alcanzado respetando las reglas. Es lo que la literatura (Rawls, entre otros) llama justicia meramente procedimental. Lo justo del resultado en materia política no está dado por un criterio independiente del debate (como la eficiencia o la mayor riqueza, o cualquier otro equivalente), sino por el simple procedimiento que se sigue al realizarlo.
Lo anterior -la primacía de la forma en la democracia- es lo que permite comprender que una democracia siempre es política y moralmente mejor que una dictadura benevolente y eficiente.
Es la diferencia que media entre el punto de vista político y el económico.
La vida política aspira a un mínimo de virtud. Y como ese mínimo en una sociedad plural no puede ser sustantivo (puesto que los ciudadanos discrepan acerca del sentido de la vida), entonces se esgrime una virtud formal que todos deben esmerarse por alcanzar: el respeto de las reglas procedimentales como el fundamento de legitimidad de las decisiones. Económicamente hablando, en cambio, una decisión que afecta a muchas personas se estima mejor o legítima no por la forma en que se haya adoptado, sino por su eficiencia. Si incrementó la riqueza (por ejemplo, mejoró a uno y no perjudicó a ninguno), entonces es correcta y es mejor.
Pero no es el económico el criterio final de la vida democrática.
Si ese fuera -cabría insistir-, entonces las decisiones de un dictador ilustrado y benevolente, lector de economía del bienestar, fiel seguidor de Pareto o crédulo de Kaldor-Hicks, sería mejor que una decisión democrática; y un senador que por malos motivos (por ejemplo, el enriquecimiento personal) hiciera de escribano de un empresario ilustrado (que extrañamente considerara el interés de todos) sería mejor que un senador que se esforzara en oír y dialogar con honestidad.
Por supuesto, el criterio económico tiene importancia, pero solo una vez que las formas, la virtud mínima de la democracia, se salvan.
Al final de su declaración, y cuando se le consultó si acaso tenía una opinión crítica sobre Longueira, el ex Presidente dijo no ser juez.
Y tiene razón. No es juez, y por eso no se espera que juzgue.
Pero es un ex Presidente, y de un ex Presidente se espera que sea capaz de evaluar críticamente la forma en que obró uno de sus ex ministros que, se sabe ahora, pareció ser más obediente a Contesse que a él “, sentencia categórico Carlo Peña.