Sabemos que cada vez menos la gente lee El Mercurio, y a veces, trae informaciones y opiniones que merecen ser reproducidas, tal como ocurre con la mayoría de las columnas de opinión del abogado rector Carlos Peña, que «sermonescamente» domingo a domingo sube a u púlpito a alguien o algún hecho que ha marcado la semana, tal como ocurre este último domingo del verano donde Peña analiza el brutal editorial de el «viejo» Mercurio que alertaba sobre lo «peligroso» que resulta el humor político que se ha desatado en el Festival de Viña.
Lo curioso de ese editorial -el espíritu de El Mercurio- nada dice sobre al extrema vulgaridad y pobre lenguaje usado por los «bufones» de turno. Pero, Carlos Peña magistralmente desnuda ese editorial bajo el título: ¿Revolución en la Quinta Vergara?»El humor político, entonces, sostiene a las instituciones, permitiéndoles eludir la desconfianza y el nihilismo (en vez de desatarlos como fuerzas incontrolables) y enseña, a la vez, a evitar el dogmatismo por la vía de mostrar cuán relativas, hasta la ridiculez, pueden ser las cosas (y las personas)….».
En Infogate, nos tomamos la libertad de reproducir íntegramente el texto de Carlos Peña, que merece ser leído y analizado:
«Un editorial de El Mercurio -«¿Humor sanador?», aparecida el jueves (25 febrero)- llamó la atención acerca de las rutinas humorísticas del Festival de Viña. La tesis del redactor fue que el humor era una «advertencia sanadora», pero que al mismo tiempo podía desatar fuerzas que «escapen al control de todos».
El editorial se refería, por supuesto, a las variadas burlas dirigidas a políticos de todos los sectores y a la forma en que la gente las celebraba. Y sugería, entonces, que la risa del público mostraba la opinión que las audiencias tenían del desempeño de los políticos (y por eso era una advertencia sanadora), pero que, llevada al extremo, podría deteriorar la legitimidad de la función pública (y por eso podía desatar fuerzas incontrolables, como el nihilismo o la desconfianza generalizados).
Ese editorial fue, sin duda, un ejercicio de ironía: el redactor se contagió de lo que pretendía analizar.
Y es que, al revés de lo que allí se insinúa, el humor político en vez de desmedrar a las instituciones, las sostiene.
El humor -reírse de lo ridículo, lo cómico o el sinsentido de ciertas situaciones- nunca ha sido subversivo ni ha desatado fuerzas incontrolables. Por el contrario, en todas las culturas el humor existe para sostener a las instituciones que, sin la puerta de escape de la risa, ahí sí que acabarían en el nihilismo, en la anomia o en la agresión. Por eso Freud observa que, en casi todas las culturas, las minorías (étnicas o sexuales) son objeto privilegiado del chiste: las mayorías subliman así su instinto agresivo y al reírse de ellas son capaces de tolerarlas.
La situación no es muy distinta cuando se trata de la burla de quienes ejercen el poder político. En este caso ya no se trata propiamente de sublimar la agresión (aunque en este caso no habría que descartarlo), sino de celebrar el tropiezo del narcisismo que todos los seres humanos cultivan y que, en el caso del poder del Estado, alcanza niveles sublimes. Como todos saben, la caída es la forma paradigmática de lo cómico. Y es que ella (el resbalón de quien camina solemne, la infracción de la ley por parte de quien la produjo, etcétera) echa a tierra el narcisismo y muestra, para consuelo del que ríe, que quien tenía el poder era, después de todo, un igual.
El humor es también una sana forma de relativismo.
Al poseer lenguaje los seres humanos pueden describir y comunicar la realidad, pero también, gracias al lenguaje, saben que la realidad podría ser otra. Por eso algunos autores, como por ejemplo Koestler, sugieren que el discurso científico y el humorístico poseen la misma estructura: ambos intentan asociar dos ideas que nunca antes se habían combinado, solo que en el caso del científico esa asociación (a la que Koestler llama bisociación) es verdadera y en el caso del humorista arbitraria, exagerada, insólita. El discurso humorístico tiene así la capacidad, como las ficciones, de mostrar la radical contingencia de las cosas que son de una cierta manera, pero que perfectamente podrían ser de otra. Otros autores (por ejemplo, Miguel Orellana Benado) sugieren que el humor, con su rara capacidad de detectar incongruencias, está en la base de la racionalidad.
El humor político, entonces, sostiene a las instituciones, permitiéndoles eludir la desconfianza y el nihilismo (en vez de desatarlos como fuerzas incontrolables) y enseña, a la vez, a evitar el dogmatismo por la vía de mostrar cuán relativas, hasta la ridiculez, pueden ser las cosas (y las personas).
Así, entonces, el discurso humorístico (o las rutinas del Festival, en la medida en que ejercitaban ese tipo de discurso) no cumplía la función ni de advertir ni de corroer. Los humoristas no dijeron nada que las audiencias no supieran o pensaran (por eso sus chistes no cumplieron función de advertencia alguna). Y, en cambio, les permitieron reírse de eso que ya sabían o pensaban tomando distancia de su propia molestia (y por eso en vez de acentuar la desconfianza o el nihilismo, los sublimaron y de esa forma los moderaron).
El redactor del editorial puede entonces estar tranquilo. Ni una sola de las personas que pagaron su entrada al Festival de Viña o encendieron el televisor y se dejaron infantilizar por algunas horas, coreando canciones, aplaudiendo animadores, riendo con las burlas y llegado el caso pifiando, estaban dispuestos ni siquiera por un momento a transformarse en desconfiados radicales o en nihilistas.
Y si llegaron a la Quinta o encendieron el televisor con ese ánimo, lo olvidaron rápido al ritmo de los chistes».
Horrorizarse por el humor político es una cuestión casi prerevolucionaria, para ponerlo dentro del contexto de Carlos Peña, ya que previo a la Revolución Francesa, el humor y la sátira festinaban con la mismísima familia real, para que recordar lo que ocurría en la Inglaterra isabelina. Así las cosas, para qué hacer un drama wagneriano por los chistes de Viña