domingo, diciembre 22, 2024

Torres Silva, el fiscal favorito de Pinochet

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Alejandra Matus
Alejandra Matus
Alejandra Matus es periodista y MPA/Harvard University. Es autora, entre otros, de Doña Lucía: la biografía no autorizada (2013) y de El Libro Negro de la Justicia Chilena (1999).

Una encuesta CEP publicada en 1988, revelaba que el 75% de los chilenos conocía al “fiscal Torres”. Era tan famoso como las figuras políticas estelares en aquel entonces: Ricardo Lagos y Andrés Zaldívar, y más conocido que Jaime Guzmán, Gabriel Valdés y Andrés Allamand. Sin embargo, era también el más repudiado de la lista, con una nota de 2,8.

El abogado de la justicia militar, que nunca pisó las aulas de las academias castrenses, estaba en el lugar correcto en el momento propicio en 1986, cuando asumió la investigación, como fiscal ad hoc o fiscal especial, de la causa abierta en los tribunales castrenses por el asalto a la Panadería Lautaro, cometido por el Frente Patriótico Manuel Rodríguez (FPMR) y donde murió un carabinero. Entonces tenía el grado de mayor. En 1988, cuando se hizo la encuesta, había sido ascendido a coronel y como fiscal ad hoc concentraba las causas por el asalto a la Panadería Lautaro; la internación de armas en Carrizal bajo; el atentado contra Pinochet; el secuestro del coronel Carlos Carreño; la fuga del frentista Sergio Buschmann y el asesinato del dirigente de la UDI Simón Yévenes, entre otras.

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A esas alturas había procesado a unas 250 personas, a las que acusaba de distintos grados de vinculación con el FPMR. Sus métodos heterodoxos eran blanco de estruendosas críticas de los abogados de derechos humanos, los partidos políticos que habían salido de la clandestinidad de los primeros años de la dictadura, y aun de partidarios del régimen, que veían que sus actuaciones alimentaban con argumentos a la oposición. Sin embargo, Torres seguía empinado en la cumbre, con el apoyo férreo del general Augusto Pinochet y su esposa Lucía Hiriart.

Esta es la crónica del ascenso y caída del fiscal predilecto de la pareja gobernante.

Un abogado esforzado

Torres tuvo un paso modesto por la Facultad de Derecho de la Universidad de Chile, a la que entró a fines de los años 50. Le costó titularse. El abogado Roberto Garretón, ex director del Departamento Jurídico de la Vicaría de la Solidaridad, fue contemporáneo suyo y recuerda que cuando él ingresó a la carrera, Torres ya estaba en la Facultad. Y que cuando egresó, Torres seguía allí.

Torres egresó en 1965, pero vino a titularse recién en 1974 –un año después del Golpe de Estado-, con una memoria sobre “la jerarquía militar”, después de haber ingresado ya al aparato de justicia del Ejército y con la Facultad de Derecho de la Universidad de Chile intervenida. Una de sus primeras tareas en esa repartición fue participar en los Consejos de Guerra instaurados inmediatamente después del 11 de septiembre. Luego, fue contratado como asesor presidencial y jefe de la Secretaría de Legislación en el Edificio Diego Portales, donde funcionaba la Junta de Gobierno.

En 1986, su nombre comenzó a sonar en los medios, cuando fue designado, con el grado de mayor, para investigar el asalto a la Panadería Lautaro, ocurrido el 28 de abril de ese año. Inmediatamente después, fue ascendido a coronel. En octubre siguiente, tras el atentado a Pinochet, fue nombrado “fiscal ad hoc” para ese caso, las armas de Carrizal –cuya internación ilegal había sido descubierta dos meses antes- y cualquier otro proceso en que estuviera involucrado el FPMR.

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El Ejército lo dotó de recursos jamás vistos. Torres creó una megaoficina, con abogados que hizo trasladar desde diversas dependencias militares, en comisión de servicio. El mayor Francisco Baguetti lo ayudaba en el caso del atentado; el capitán Ricardo Latorre, en el de la Panadería Lautaro y el de los arsenales; Carlos Troncoso, en el secuestro del coronel de Ejército Carlos Carreño. Su acción hipertrofiada la empezó a granjear enemigos dentro de la propia justicia militar. Por ejemplo, el personal de Concepción resintió que se hubiera apropiado del caso por el asalto al retén policial de Los Queñes –acción realizada en octubre de 1988 por el FPMR Autónomo y que daba inicio a su llamada Guerra Patriótica Nacional-, porque estaba en la jurisdicción penquista y no en la capitalina.

En el Poder Judicial también hubo arqueo de cejas, a los que el coronel respondió con prepotencia. Por ejemplo, en una comunicación con la Corte de San Miguel -que trataba de ponerle cortapisas al abuso de sus atribuciones pidiéndole informes, por ejemplo, por la justificación de los largos plazos de incomunicaciones -, Torres reclamó para sí el trato de “Señoría”. En una de sus respuestas, señalaba Torres: “Se hace presente a Usía Ilustrísima que los fiscales militares, al igual que el resto de los magistrados de los tribunales del país, merecen el tratamiento de señorías”.

Pese a ese difícil entorno político, el abogado militar se sentía cómodo en su papel. Era una especie de súper procurador, beneficiado por las enormes facultades de que fue dotada la justicia militar, en perjuicio de la justicia ordinaria. El fiscal era generoso con las demandas de los periodistas. Alimentaba constantemente los noticiarios con el resultado de sus averiguaciones. Los canales de televisión podían, sin problemas, tener acceso a sus “monos”: imágenes de operativos, de allanamientos, de reconstituciones de escena, de armamentos. Pedía cotidianamente a los chilenos mantenerse alerta frente a la amenaza del “terrorismo” y anunciaba estar tras los pasos de los instigadores, de los autores intelectuales de las acciones del FPMR.

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El oficial de Justicia daba amplia publicidad a complots para asesinarlo que aseguraba haber desbaratado a último minuto y se trasladada con un vistoso equipo de seguridad: dos motoristas le abrían el paso; otros dos escoltas viajaban con él; dos más le cubrían la retaguardia en un vehículo distinto.

Obtuvo también granjerías especiales –“pitutos” en nuestra jerga popular- que incrementaron sus ingresos. En 1986, el ministro de Justicia, Hugo Rosende, firmó un decreto autorizando su contratación como “asesor jurídico” de Gendarmería.

Tenía, además, otros dos cargos: secretario de Legislación, por lo cual contaba con una oficina en el Edificio Diego Portales, y era el “auditor de la Comandancia en Jefe para asuntos administrativos”, cargo que le servía de cobertura para visitar a Pinochet con mucha frecuencia. Pinochet solía decir que sólo a Torres le preocupaba el caso por el atentado en su contra. En el régimen todos lo consideraban uno de sus favoritos.

Los detenidos bajo sus órdenes denunciaron haber sufrido las más aberrantes torturas en cuarteles de la CNI. Uno de los líderes del FPMR, Sergio Buschmann, el encargado de la logística de la internación de armas de Carrizal Bajo, aseguró haber sido torturado en presencia del propio fiscal. Sin embargo, Torres lo negó. Ante el tribunal aseguró que el episodio denunciado por Buschmann habría ocurrido en La Serena, antes de que él asumiera la investigación del caso Carrizal. “El fiscal no aceptaba paquetes”, es decir, prisioneros que llegaran a su despacho con evidentes signos de haber sido torturados, aseguran en su entorno, y agregan que lo primero que ordenaba al recibir a los detenidos que dejaban los cuarteles secretos de la CNI para pasar a sus interrogatorios, era enviarlos al Servicio Médico Legal, para constatar lesiones.

No obstante, son numerosas las denuncias de los prisioneros de aquella época que señalan que no lograban diferenciar entre los recintos de la policía secreta y la fiscalía. Sus penurias se agravaban por las largas incomunicaciones que sufrían los presos, de hasta por 40 días, período en el cual estaban a completa merced de los agentes del CNI.

El caso más dramático fue el de Karin Eitel, procesada por el secuestro del coronel de Ejército Carlos Carreño, ocurrido en septiembre de 1987. La joven apareció en las pantallas de Televisión Nacional confesando su participación en el plagio, con evidentes muestras de haber sido sometida a torturas.

El propio coronel Carreño sufrió el rigor del suspicaz Torres. Después de ser liberado por sus captores en Brasil, en diciembre de ese año, a su regreso a Chile fue recluido en el Hospital Militar para enfrentar numerosas y prolongadas sesiones de interrogatorio.

Torres rechazó los cargos en su contra, señalando que tales quejas podían deberse a que se acercaba con sus investigaciones a la cúpula del FPMR. “A lo mejor, estamos más cerca de lo que pensamos de algunas tesis en que estamos trabajando… Eso ha hecho que el Frente reaccione por la forma más, rápida intentando eliminar el problema… La eliminación física es una de las formas, hay otras como desacreditar o inhabilitar, medios todos que han sido probados contra mi persona”, dijo a La Tercera en aquel tiempo.

Con lo de “eliminación física” el fiscal hacía referencia a los intentos del FPMR por asesinarlo. Al menos dos intentos de atentado hubo en su contra. El primero ocurrió en mayo de 1987, cuando la organización armada envío a la fiscalía un paquete con explosivo T-4, que fue descubierto antes de estallar. En mayo de 1988, dos frentistas en moto intentaron adosar una bomba magnética en el techo de su auto. El artefacto resbaló y cayó al piso sin explotar.

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“Justicia aberrante”

En marzo de 1987, Anthony Gifford, del Comité de Derechos Humanos del Parlamento británico, investigó denuncias en contra del fiscal y relató que se consignaron incomunicaciones de hasta por 40 días y que los ayudantes del oficial se jactaban de que el jefe era “todopoderoso”. “Hace frecuentes declaraciones a la prensa declarando la culpabilidad de quienes investiga. Impone incomunicaciones a quienes no colaboran con él. Da instrucciones a autoridades carcelarias para que restrinjan las visitas, y distribuye a los presos políticos en alas peligrosas donde, se teme, puedan ser atacados”, reveló. Se sumaban quejas por encargatorias de reo sin presunciones fundadas y allanamientos ilegales.

Las protestas contra las actitudes del fiscal ad hoc llegaron hasta las Naciones Unidas.

En diciembre de 1987, el relator especial para Chile en materia de derechos humanos, Fernando Volio, afirmó que los “procesos hipertrofiados que atiende el fiscal Torres son contrarios al debido proceso legal y, por tanto, se apartan o desvían de lo normal en perjuicio de los derechos de los procesados y quienes los defienden”. Y agregó: “Torres se ha convertido en un fiscalizador con potestades que exceden toda norma civilizada para investigar casos que se someten a su conocimiento (…) Es una justicia aberrante la que él hace”.

Pero Torres no sólo contaba con Pinochet para defenderlo: el ministro Rosende y el procurador general del gobierno (un cargo hecho a la medida de quien lo ocupaba, pues no estaba previsto en la institucionalidad previa), Ambrosio Rodríguez, lo hacían a brazo partido. Tras las declaraciones de Volio, Rosende y Rodríguez se reunieron con Volio para tratar la conducta de Torres. En la ocasión, el ministro increpó duramente al funcionario de Naciones Unidas. Le dijo que en Chile existía un orden jurídico vigente que autorizaba las conductas del fiscal y que dicha normativa se seguiría aplicando mientras estuviera vigente. El relator, indignado, se puso de pie diciendo: “¡No pedí esta reunión para ser sermoneado!” y se retiró del encuentro. Rosende, consultado por los periodistas, dijo al finalizar la cita que se vio “obligado a poner las cosas en su lugar”. Torres, empoderado, aseguró que los comentarios hechos por el funcionario de Naciones Unidas sobre sus actuaciones “lo inhabilitan moral, ética y profesionalmente para hablar de la justicia chilena”.

La crisis tuvo que resolverla la Cancillería.

Los tribunales de justicia, sin embargo, más allá de algunas suaves reprimendas, no obstaculizaron su gestión y rechazaron unos 350 recursos de amparo, protección e inconstitucionalidad presentados en su contra.

Hasta que el fiscal se metió con la Iglesia.

El caso Fichas

El fiscal, como Rosende y otras altas autoridades del gobierno militar, pensaba que la Iglesia era usaba como escudo protector por la oposición al gobierno y por el FPMR, y la posibilidad de probarlo se le presentó con el caso de la Panadería Lautaro. Esta fue asaltada el 28 de abril de 1986 por un grupo de frentistas que en su huida se enfrentó con Carabineros y mató al policía Miguel Vásquez Tobar. En la refriega murió también uno de los asaltantes.

Médicos de la Vicaría de la Solidaridad atendieron el día del asalto a Hugo Gómez Peña, quien dijo haber sido baleado en la pierna durante una protesta. Después, resultó ser uno de los asaltantes de la panadería. Torres creyó haber encontrado el nexo entre el grupo armado y la Vicaría, y procesó al médico y al abogado que asistieron a Gómez Peña.

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Durante la existencia de la Vicaría de la Solidaridad ésta sostuvo, es efectivo, relaciones con los partidos y organizaciones de ultra izquierda. Se estableció un diálogo en que las reglas del juego estuvieron perfectamente delimitadas. La Vicaría defendía a las víctimas de atropellos a los derechos humanos (detenciones arbitrarias, torturas, crímenes, desapariciones), sin importar su creencia política; pero no aceptaba actuar como “pantalla” en la defensa de delitos de sangre o de otro orden que pudieran cometer los militantes de esas colectividades, aun cuando argumentaran legitimidad política. Para eso existían otros organismos, como la Corporación de Defensa y Promoción de los Derechos del Pueblo (Codepu). Tanto el MIR como el FPMR estaban perfectamente al tanto de estos códigos de conducta.

Torres sostenía, empero, que los “terroristas” tenían en la Vicaría su retaguardia de protección. El argumento no era sólido desde el punto de vista legal, pero su instinto le decía que en ese organismo, colaborador o no de los grupos izquierdistas, las caras que él quería atrapar eran conocidas. Con astucia de sabueso, buscaba hacer caer en trampas a la institución.

En los interrogatorios a funcionarios menores de ese organismo, Torres usaba todo su poder de persuasión para intentar delaciones. Ponía su arma de fuego sobre la mesa y les decía: “Usted sabe que yo tengo el poder de meterlo preso o dejarlo libre”.

El fiscal estaba obsesionado con el organismo eclesiástico. Quería saber todo sobre él: su estructura, organización, financiamiento, personal, procedimientos, vínculos, situación tributaria y el rol del vicario general. También quería conocer la identidad de las personas atendidas por la Vicaría, especialmente los heridos a bala. Pretendió apoderarse de todas las fichas médicas con la esperanza de reconstruir la estructura del FPMR.

La paciencia del vicario general, el obispo auxiliar de Santiago Sergio Valech, se colmó cuando Torres allanó la sede de la AFP Magister para incautar antecedentes sobre las imposiciones de los empleados de la Vicaría de la Solidaridad desde 1981 a 1988.

Valech presentó dos recursos de queja ante la Corte Marcial, argumentando que el fiscal se había extralimitado en el ámbito de la investigación del asalto a la panadería Lautaro y estaba entrometiéndose en la organización y funcionamiento de la Vicaría de la Solidaridad. De hecho, los medios llamaban ahora a la investigación “el caso Vicaría”.

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El obispo defendió el secreto profesional. No estaba protegiendo a nadie en particular, sino que la sacrosanta institución eclesiástica del secreto de confesión, base de la confianza que millones de personas han depositado en la Iglesia por siglos. No se trataba tanto de una defensa en un momento puntual en la historia de Chile, como de la protección de los fundamentos de la creencia católica. Ningún poder político podía pretender avasallarlos.

La Corte Marcial había rechazado todas las anteriores quejas en contra del fiscal, aunque en más de una ocasión le había advertido, en forma privada, que morigerara su comportamiento. El presidente del tribunal, Enrique Paillás, le había dejado caer “consejos” y “observaciones” en las hojas de los expedientes. Hasta que se produjo la resolución del 7 de diciembre de 1988, en que la Corte Marcial, por cuatro votos a uno, acogió inesperadamente el recurso de la Vicaría de la Solidaridad.

Votaron a favor los ministros civiles, Paillás y Luis Correa Bulo. Eso era predecible. Lo inesperado fue el voto favorable del representante del Ejército, brigadier general Joaquín Erlbaum y el de la Fuerza Aérea, Adolfo Celedón. Solo la representante de Carabineros, Ximena Márquez, respaldó al fiscal ad hoc.

El fallo ordenó a Torres devolver las fichas incautadas en Magister, sin usar sus datos, y circunscribir su investigación a los hechos estrictamente vinculados con el asalto, abandonando su pretensión de entrometerse con la Vicaría.

Terremoto en la justicia militar

El hecho produjo un terremoto en el Ejército. El fiscal general de la institución (superior a Torres, pero inferior a Erlbaum) el comandante Enrique Ibarra, comentó que el fallo había sido “político”, influenciado por el resultado del plebiscito de octubre de ese año, en que triunfó la opción No, lo que obligaba a Pinochet a entregar el poder en 1990. Sus palabras, que acusaban a su superior de haberse puesto en el bando opositor, desataron una crisis aún mayor.
El martes 13, en Las Ultimas Noticias apareció el primer indicio de la catástrofe. El Ejército había pedido la renuncia a toda la plana mayor de la justicia militar: al general Eduardo Avello, que ocupaba el cargo de Auditor General del Ejército; al brigadier general Erlbaum, y a los auditores, coroneles Rolando Melo y Alberto Márquez, por sus discrepancias con Torres. El propio fiscal ad hoc se apresuró en anunciar que él ocuparía el más alto cargo en la justicia militar, reemplazando al general Avello, pese a la distancia en grado y antigüedad entre ambos. Es “una decisión del Mando que, en este caso en particular, me enorgullece”, dijo al diario La Segunda.

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Sus palabras desataron una ola de críticas de envergadura no sólo en la oposición. Uno de los principales dirigentes de la derecha, Miguel Otero, en ese entonces vicepresidente de Renovación Nacional, dijo: “En mis treinta y tres años de ejercicio profesional, nunca antes he tenido conocimiento de que luego de un fallo adverso a un fiscal militar, se llamara de inmediato a retiro al auditor general y al miembro de la Corte Marcial”. Le molestaba la oportunidad de la medida, pues era el argumento perfecto para quienes criticaban la falta de independencia de la justicia militar. “La mujer del César no sólo tiene que ser honrada, sino que también debe parecerlo”, dijo Otero, recurriendo a la conocida sentencia.

El Mercurio y La Segunda editorializaron en contra de las destituciones. El vespertino dijo que “resulta difícil de comprender por lo inoportuna la sola eventualidad de que quien ha sido cuestionado por éstas (las instancias judiciales competentes) pudiera venir a sustituir a sus superiores jerárquicos”.

En medio de la avalancha de ataques, el Ejército aparentó retractarse nombrando interinamente al general Rolando Melo Silva, quien, al asumir como auditor general, admitió que la justicia militar estaba en “crisis”. Torres quedó como Fiscal General Militar, en reemplazo del comandante Enrique Ibarra, quien descendió abruptamente tras sus imprudentes comentarios.

Pinochet quería darle el máximo cargo, como auditor general, pero sus asesores le advertían que, como coronel, no le daba el rango. El general incluso habría estado dispuesto a dictar una ley especial para ascender a Torres a general en tiempo récord, si tal era el requisito para ponerlo en ese puesto, pero no fue necesario. Alguien argumentó que el cargo era una “función” y no requería legalmente tener un rango jerárquico determinado para ejercerla.

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Las especulaciones corrieron en los medios de comunicación. Se dijo que la propia Corte Suprema y la oposición en el generalato habían influido en el fracaso del nombramiento de Torres. Sin embargo, el 28 de diciembre, día de los Inocentes, la junta de generales, después de una jornada completa de deliberaciones en el Edificio Diego Portales, demostró que el fiscal ad hoc era mucho más poderoso de lo que se pensaba. Con la anuencia del comandante en jefe, representando en este caso por el vicecomandante de la institución, teniente general Jorge Zincke, Torres fue ascendido al puesto de auditor general en una audiencia extraordinaria.

Sin complejos, ese mismo día la nueva autoridad declaró: “Yo creo que la crisis, a la cual se habría referido el coronel Melo, no existe”. El subsecretario de Justicia y fiel asesor de Rosende, Luis Manríquez Reyes, entregó la opinión de esa cartera: “El fiscal Torres es un héroe de la democracia en Chile”.

No opinó igual El Mercurio, que en un ácido editorial, fustigó la falta de prolijidad en el nombramiento: “El daño ya está hecho. En momentos en que el combate contra el terrorismo exigía alejar toda posibilidad de desprestigio de los instrumentos con que esa lucha debe llevarse a cabo, se dio prioridad a otras consideraciones, lo cual no hará sino dificultar su defensa cuando sea necesario. El dolido desconcierto de los partidarios del régimen es explicable. Y no puede sorprender el regocijo con que ciertos sectores opositores han seguido el episodio, que es, a no dudarlo, un obsequio para su propaganda”.

La Corte Suprema le dio a Torres un último y final espaldarazo al revocar, el mismo día de su nombramiento, las sentencias de la Corte Marcial que lo habían castigado por su actuación en el caso Vicaría. Torres sería, como auditor general del Ejército, integrante del máximo tribunal cuando hubiera causas que interesaran a los militares y no lucía bien que un magistrado de esa categoría llegara con una queja disciplinaria a sus espaldas.

Aunque el ascenso podría haber significado un alivio para la Vicaría, porque Torres, en su nueva función tendría que dejar los casos, la verdad es que por un tiempo continuó prestándoles atención. Él mismo se encargó de avisar que perseveraría: “Los procesos son como los hijos. No se les puede dejar solos”.

Ese verano de 1989, el fiscal militar Sergio Cea se presentó finalmente en la Vicaría a cumplir las órdenes de su superior. Llegó acompañado con los integrantes de su escolta vestidos de civil. Ese día sólo estaban en el edificio de la entidad el Vicario y un par de asistentes. No se atendió público y todo el personal fue autorizado a ausentarse. No querían ser vistos ni identificados por personal militar. Por lo demás, las fichas que buscaba Cea tampoco estaban allí. Precaución elemental.

Los asesores de Valech le habían sugerido que vistiera para la ocasión sus prendas de obispo, con báculo y todo. Pero el vicario no quiso. Se limitó al simple traje negro con el clásico cuello clergyman.

Hizo pasar a Cea y le dijo en tono amable:

-Como sacerdote estoy obligado a respetar el secreto profesional y, además, soy custodio de la confianza que la gente ha puesto en la Vicaría; no acepto, por lo tanto, que se registre nuestra sede. Yo no puedo romper mis compromisos. Si usted quiere ver las fichas, tiene que pasar por sobre este obispo.

La sola presencia física de Valech, grueso y de elevada estatura, era lo bastante imponente como para intimidar al menudo y delgado Cea. Aunque estaba claro que no se trataba de un enfrentamiento cuerpo a cuerpo con el prelado.

Fue una medición de fuerzas que no duró más de quince minutos. Amabilidad y tensión se reflejaban al mismo tiempo en las caras del vicario, el fiscal y los escasos testigos de la escena. Cea optó finalmente por retirarse, ordenando el repliegue del contingente de carabineros que había estado esperando afuera para proceder al allanamiento.

Según el entorno de Torres, la puesta en escena de esta diligencia como de otras actuaciones en el “caso Vicaría” fueron acordadas previamente en reuniones secretas entre Valech y Torres. El vicario invitaba al oficial a reunirse en conventos, sin prensa, donde conversaban por horas. Valech fumaba cigarrillos Cabaña y desarrollaba para el fiscal su tesis de la inviolabilidad de la confesión. Torres, en tanto, intentaba persuadirlo, señala una fuente, de que su actuar lo tenía en cuenta, pues si él hubiera querido, podría haber aplicado la tesis de la línea del mando y procesar hasta al cardenal por su responsabilidad en el caso de la Panadería Lautaro. No quería enfrentarse con la Iglesia, afirmaba, sino sólo perseguir a aquellos dentro de la Vicaría que estaban colaborando con los frentistas. Para persuadir al obispo, incluso le entregó copias de declaraciones de algunos procesados, bajo secreto de confesión.

Pese a sus discrepancias, dice la fuente, Torres “entendía el papel del Vicario. Nunca hubo golpes bajos”.

Roberto Garretón afirma que, en el entendido que Torres los consideraba enemigos, los abogados de la Vicaría mantenían un trato cordial con él, aunque él en lo particular se daba el gusto de llamarlo “coronel” y no fiscal, para remarcar su condición de militar y ofuscarlo. Relata, además, que el vicario lo consideraba torpe políticamente, pues acusaba sin base de ser frentista a cualquiera, hasta a familiares, amigos y conocidos casuales de los imputados.

El ocaso

El fin de la dictadura y el inicio del primer gobierno democrático, encabezo por Patricio Aylwin, fue el primer golpe para el poder de Torres Silva. El ministro de Justicia de Aylwin, Francisco Cumplido, promovió un conjunto de leyes conocidas como “leyes Cumplido” que permitieron cerrar las causas contra un gran número de los procesados por Torres, especialmente las de aquellos que habían sido acusados de “ayudistas” por actos como facilitar el teléfono desde el cual uno de los frentistas hizo un llamado el día del atentado a Pinochet, aún sin saber de quién o qué se trataba. Otros fueron indultados o tantos vieron rebajadas sus penas y pudieron salir prontamente en libertad. Un grupo más reducido, aquellos involucrados en los llamados “hechos de sangre”, condenados, por ejemplo, a prisión perpetua, pudieron conmutar sus penas por extrañamiento.
Como auditor general y con rango de ministro de Corte Suprema, en democracia Torres empezaría a ocuparse de obstaculizar las investigaciones por violaciones a los derechos humanos. Él mismo se hacía llamar “el Villano invitado” cuando debía integrar una sala o el pleno, pues la ley le permitía hacerlo cuando se vieran materias que incidieran en el Ejército.

En el futuro se le reprocharía haber desestimado el peso del juicio contra Pinochet en España y haberle aconsejado viajar sin temor a Inglaterra, en 1998. También sería criticado por viajar personalmente, en 1997, para intentar persuadir al juez español Manuel García Castellón (predecesor del juez Baltasar Garzón) de que las acusaciones contra el general estaban motivadas por revanchismo político y eran una conspiración del Partido Comunista, con lo que no sólo no convenció, sino que, sin haberlo buscado, validó la jurisdicción española para juzgar al militar.

Se llegó a decir que por sus torpes acciones y consejos, habría perdido el favor de la familia Pinochet. No obstante, en el entorno del militar retirado, se asegura que esa amistad nunca se quebró y que incluso aún visita a Lucía Hiriart, pese a que su relación con la viuda no era tan cercana como la que tenía con su marido.

En abril de 1999, tras el arresto de Pinochet en Londres, renunció al Ejército y a su cargo como auditor general, en medio de crecientes presiones para que abandonara el puesto.

Tras la muerte de Pinochet en 2007, Torres fue procesado como integrante de la “asociación ilícita” que, según el magistrado Alejandro Madrid, se creó para sacar de Chile al químico de la DINA Eugenio Berrio a fines de 1991, y así evitar su comparecencia ante la justicia para que declarara en el caso por homicidio de Orlando Letelier, que había sido reabierto y entregado al ministro Adolfo Bañados. Un año después, Berríos fue asesinado en Uruguay cuando intentó escapar de sus protectores. Torres estuvo recluido más de un mes en un recinto militar, antes de que se le concediera la libertad bajo fianza.

En 2013, la Corte de Apelaciones aumentó las condenas en este caso, subiendo la de Torres a 10 años y un día. Sin embargo, la pena no se ha hecho efectiva pues hay un recurso de casación en la forma y en el fondo pendiente en la Corte Suprema. También tendrá que pronunciarse el Tribunal Constitucional, donde Torres Silva presentó un recurso por inconstitucionalidad contra las resoluciones judiciales.

A sus 75 años de edad, hoy, el abogado, a quien Pinochet consiguió ascender a general antes del ocaso de su poder, expresa en privado admiración y respeto por aquellos que en el pasado fustigó. Valora, por ejemplo, la labor de los periodistas que han investigado las causas por violaciones a los derechos humanos, como a Mónica González, y en su ranking de preferencias ocupa el primer lugar el obispo Sergio Valech.

Torres, de hecho, escribió en 2009 una carta que fue publicada en El Mercurio, valorando la labor del vicario, cuando éste anunció su retiro como obispo. Valech “es un hombre superior”, dijo. Una fuente relata que, temprano en la mañana de ese día, apenas publicada esa nota, Valech llamó al abogado y lo invitó a tomar onces. “Se hizo una rutina entre ambos reunirse periódicamente, una vez al mes, para conversar”, afirma. En algunas ocasiones, Torres le pidió, sin mayores resultados, que intercediera por algunos uniformados procesados, como Odlanier Mena, el ex director de la CNI y enemigo acérrimo de Manuel Contreras. El vicario, dice la fuente, también hizo peticiones que se cumplieron discretamente. Ambos siguieron viéndose hasta el fallecimiento del obispo, en noviembre de 2010.

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