En la historia se han podido evidenciar procesos de migración desde diversos territorios del mundo hacia Chile, sobre todo a partir del siglo XIX, con oleadas migratorias desde Europa y otros continentes. Hoy en día, nuestro país se ha convertido principalmente en el destino de migrantes latinoamericanos, quienes lo han dejado todo para insertarse poco a poco en busca de oportunidades en una sociedad que en muchos casos les es completamente desconocida y ajena.
Las cifras avalan este fenómeno migratorio, ya que una encuesta realizada por el Instituto Nacional de Estadísticas (INE) y el Departamento de Extranjería y Migración (DEM), arrojó que el número de personas extranjeras residentes habituales en Chile llegó a 1.251.225 al 31 de diciembre de 2018, de las cuales 646.128 corresponden a hombres y 605.097 a mujeres, los que en su mayoría son de países como Perú, Colombia, Bolivia, Venezuela y Haití, entre otros.
Pero, lamentablemente no nos hemos adaptado a este presente, ya que varios estudios han constatado los diversos prejuicios que la sociedad chilena tiene respecto a los migrantes, dejando de lado los inmensos beneficios que trae este intercambio cultural. Un claro ejemplo es lo que demuestra la encuesta “chilenas y chilenos hoy: desafiando los perjuicios, complejizando la inclusión”, realizada por Espacio Público e Ipsos, donde un 43% rechaza la migración y entre sus principales argumentos destacan la seguridad pública, el miedo a nuevas enfermedades, el uso de beneficios del Estado y menos puestos de trabajo para los chilenos.
Es cierto que la ola de migración ha implicado realizar varios procesos de transformación social relacionados con la idea de aceptación o rechazo frente a estas personas, pero aún falta camino por recorrer. Es importante que existan políticas migratorias que ayuden a los extranjeros a sentirse parte del país.
Necesidades básicas como la educación, un hogar digno y la salud se vuelven más complejas al momento de tener hijos y, de eso no nos damos cuenta. Son realmente los niños y niñas los que sufren más las consecuencias de la migración, ya que llegar a una cultura completamente diferente con una lengua desconocida y difícil de aprender, hace que se genere -y sobretodo en la vida preescolar y escolar – una alta tasa de discriminación.
Entonces, es aquí donde otra gran arista se debería abrir dejándola incluso como un gran desafío. No sólo hay que pensar en los padres y madres de las familias acogidas, sino que también en los niños, niñas y adolescentes que iniciarán quizás una larga vida en nuestro país. Impartir clases de creolé, chino, francés e inglés en los colegios, tanto municipales como privados, debería ser el gran punto de partida para que, por medio de trípticos o infografías instaladas en los diarios murales de cada establecimiento, la comunidad educativa comience a conocer otras culturas, lo que sin duda, sería un aporte muy enriquecedor en sus vidas.
En esta era moderna es imprescindible el diálogo y el querer conocer y aprender de las otras riquísimas culturas que ingresan a nuestro país. Sin embargo, con un déficit de retroalimentación entre ambas partes y sin “ponerse en el lugar del otro”, no lograremos que todo sea más ameno y armónico para los migrantes que vienen en busca de una mejor vida para ellos y sus familias. Y, todo esto, es sin duda, una tarea pendiente que nos implica a todos y todas.