No hay precedente en la historia republicana inaugurada por O’Higgins hace ya dos siglos, de un presidente elegido en las urnas que haya gobernado en tres períodos distintos; Bachelet sería la excepción.
Michelle Bachelet se alza hoy en la escena política nacional como el liderazgo de mayor jerarquía. Está demostrando, al igual que lo hizo en ONU Mujer, un especial talento para comprender las claves de la actual transición mundial. Comparte con el papa Francisco, Angela Merkel y Barack Obama, un lugar destacado y ampliamente reconocido en la lucha por los derechos universales.
Constituye, sin duda, un dique de contención a los populismos de izquierda autoritaria, como el de Nicolás Maduro en Venezuela, pero, seguramente, coincide con Bernie Sanders en una antigua hipersensibilidad frente a la peor amenaza para la paz, la democracia y los derechos humanos representada por el nacionalpopulismo, y cuya expresión política en el continente americano es el eje conformado por Donald Trump en Estados Unidos, Jair Bolsonaro en Brasil y Juan Guaidó en Venezuela.
Los adversarios de Bachelet temen su retorno a La Moneda el 2022. Por eso, a través de Guaidó, la han instado a cambiar su visión moderada acerca de la crisis política venezolana ―verdadero parteaguas en la actual coyuntura latinoamericana—, por una en que se alinee con el plan injerencista de la Casa Blanca, antesala de la que podría ser una sangrienta y prolongada guerra civil en el país caribeño. Desde luego, Bachelet no tomará ese camino.
En Chile la derecha ha presentado en la Cámara de Diputados un proyecto de acuerdo que permita la reelección presidencial, buscando asegurar con ello la continuidad del actual mandatario, Sebastián Piñera, la única figura capaz de llenar el vacío de liderazgo que exhibe el oficialismo y de oponer una fuerza real y competitiva a la alta comisionada de Naciones Unidas para los Derechos Humanos.
No existe precedente en la historia republicana inaugurada por O’Higgins hace ya dos centurias, de un presidente elegido en las urnas que haya gobernado en tres períodos distintos. Bachelet sería la excepción, aunque en 2018 señaló que no estaba en sus planes volver. Entonces el alcalde de Panguipulli, Rodrigo Valdivia, le dijo «la espero en cuatro años más, porque le voy a hacer campaña en cuatro años más, le guste o no le guste», a lo que ella respondió «se nos murió hace poquito Nicanor Parra y en el féretro de él pusieron ‘voy & vuelvo’. En mi caso va a decir ‘no vuelvo’». Lo cual admite una lectura metafísica más que política.
Pero, como todo hombre, Bachelet también se debe a las circunstancias. ¿Cuáles son éstas? El agotamiento de la tradición y de la voluntad unitaria de los partidos de la centro-izquierda, la existencia de varias oposiciones y varios oficialismos, la desaparición de los moderados y, a la vez, con visión de Estado, los rebrotes neofascistas y la emergencia pública y sostenida del más desembozado negacionismo.
El carisma de Bachelet puede jugar como elemento de cohesión de una nueva formación política y social con vocación de gobierno que consolide definitivamente la salida del siglo xx y el ingreso al nuevo siglo.
Y en esto de temores y fantasmas (si lo sabía Carlos Marx), hay profecías que realmente se cumplen.