En octubre de 1977 se hizo pública la «lista de la muerte» que la DINA, por orden de Pinochet, había encargado al sicario Michael Townley. En la nómina, como por entonces se supo en Suecia, aparecían, entre otros blancos de la acción terrorista del régimen, Bernardo Leighton, Orlando Letelier, Eduardo Frei Montalva y Olof Palme.
Más que un registro intimidatorio, la «lista de la muerte» fue una verdadera sentencia capital. Leighton y su esposa, habían conseguido salvar con vida del fallido atentado que sufrieron en Roma el año 1975. Pero Letelier y su asistente, perecieron al año siguiente en Washington, víctimas de una bomba activada por control remoto. Frei murió en 1982 envenenado por efecto de los químicos que le fueron administrados semanas antes en la Clínica Santa María. Y el Primer Ministro sueco Olof Palme, fue asesinado a quemarropa en Estocolmo en 1986, cuando, acompañado de su mujer, caminaba sin escolta de regreso a su casa.
Después del Golpe, y hasta su muerte, Frei fue la figura más prominente de la escena política chilena. Cargaba sobre sus hombros la responsabilidad de imaginar y conducir una salida pacífica a la democracia.
Si alguna vez escribió que la verdad tiene su hora, quizá nunca como entonces estuvo más consciente de que esta hora, el momento en que todas las voces de justicia se concentraban en su voluntad de lucha, había llegado para él. Lo demostró con ocasión de la Consulta Nacional de enero de 1978. Lo asumió con audacia y determinación en la primera y multitudinaria manifestación pública de la disidencia que tuvo lugar en el Teatro Caupolicán, cuando, en vísperas del Plebiscito de 1980, ratificatorio de la actual Constitución, Frei postuló una transición a la democracia de tres años y una asamblea constituyente encargada de elaborar la nueva Carta. Lo reafirmó seis meses antes de su muerte, en una de las coyunturas más cruciales de la movilización política y social contra el régimen, aquella en que, desde comunistas a democratacristianos, proclamaron el Pliego de Chile.
Manuel Bustos y Alamiro Guzmán, máximos dirigentes de la Coordinadora Nacional Sindical, habían sido encarcelados por ello y, por eso, Frei y Tucapel Jiménez, líder de la ANEF, asesinado pocos días después del deceso del ex presidente, protagonizaron en la Vicaría Pastoral Obrera un acto de solidaridad con los sindicalistas. Su actitud unitaria constituyó un abierto desafío al gobierno, pues, en la oportunidad se anunció la formación del Comité de Defensa de la Libertad Sindical, precursor de las protestas nacionales que habrían de sobrevenir.
Frei se sentía profundamente comprometido con el destino del país. Quizá por eso calculaba cada uno de sus pasos, lo que a menudo ha sido visto como la vacilación clásica del intelectual presa de sus convicciones morales, la irresolución subyacente de quien llegó a creer que, si el golpe de fuerza había sido inevitable, no lo eran sus secuelas de represión y muerte, o la ambigüedad derivada de la inconsistencia entre los horrores del poder y las tradiciones democráticas de los institutos armados.
Hoy, gracias a la desclasificación de archivos estadounidenses, de su accesibilidad pública y universal, y de su organización y análisis hechos por historiadores y cronistas contemporáneos, como Olga Ulianova o Carlos Basso, podemos mirar las cosas desde otro prisma y, en consecuencia, deconstruir y reconstituir nuestra memoria.
Ahora sabemos que, ya en septiembre de 1973, Frei temía por su vida y que, incluso, habría pensado en exiliarse. Sabemos que, informado de las ejecuciones sumarias, de las torturas a que eran sometidos los prisioneros, y de las intimidatorias redadas practicadas en las poblaciones, tempranamente le representó al general Bonilla, ministro del Interior de la época, su protesta por las violaciones de los derechos humanos, las garantías de los trabajadores y las libertades públicas.
Desde los inicios de la dictadura, se habían venido alimentando y vigorizando dos fuerzas en pugna. Por una parte, la de amplia unidad política y frontal oposición a la dictadura, que se desarrollaba en el seno de la Democracia Cristiana, y que, conforme Pinochet y Contreras se hacían del control absoluto de los aparatos de terror, se revelaba como el único camino de supervivencia orgánica. Y, por la otra, la que se jugaba al interior de la dictadura buscando extirpar todo intento de convergencia de centro-izquierda, y cuyo objetivo final, antes de que ello pudiera consumarse, era la eliminación del liderazgo de Frei y, por extensión, la destrucción de la Democracia Cristiana.
Piénsese por un instante que, en el apogeo de la vacilante estrategia de independencia crítica y activa, emprendida por la colectividad tras el Golpe, son exiliados Bernardo Leighton y Renán Fuentealba. En 1975, son removidos de los cargos que ocupan en la administración los democratacristianos que están colaborando con el régimen, es clausurada la revista Política y Espíritu, y Gabriel Valdés y Radomiro Tomic son puestos bajo la mira del terrorismo internacional. Al año siguiente, es expulsado Jaime Castillo. Y, en marzo de 1977, el partido es proscrito, sus bienes son confiscados y la radio Balmaceda definitivamente cerrada. Todo ello hasta que, este último año, la colectividad se volcó a la formación de un movimiento nacional de restauración democrática que le devolviera al país su sentido de unidad en una patria para todos.
La «lista de la muerte» no impidió que la Democracia Cristiana trascendiera la etapa más dura de su historia. Pero esta lucha, sin duda épica, hunde sus raíces en el testimonio heroico de Eduardo Frei Montalva, con quien el deber de la memoria nos exhorta a saldar una deuda de justicia.