Los dichos de la presidenta del PRI, Alejandro Bravo, sobre la homosexualidad le han valido toda clase de críticas, pero una de las más potentes, por su significado, es la que escribe este domingo Carlos Peña en la que le refriega a la derecha sus conservadurismo de dos caras.
«Es verdad que no es fácil oír tal suma de sandeces dichas de corrido y con convicción de creyente; pero, así y todo, Alejandra Bravo no merece las burlas de que ha sido objeto…ella no ha hecho más que representar, con el empeño de un intérprete fidedigno, el sentimiento que anida en el fondo de gran parte del electorado de la derecha que sigue creyendo que cualquier abandono de la heterosexualidad -el matrimonio gay, la adopción por parte de parejas homosexuales, el trato igualitario, el reconocimiento de la transexualidad- es un camino torcido», reflexiona Peña.
Como es nuestra costumbre, y dado que cada vez menos la gente lee el viejo mercurio es que publicamos el texto completo de esta gran columna de rector abogado.
«Alejandra Bravo, presidenta del PRI (quizá sea útil aclarar que la sigla significa Partido Regionalista Independiente) y ex vocera de Chile Vamos, ha sido objeto de ácidas críticas, y burlas, por sus opiniones sobre la diversidad sexual. Ella no solo confundió, mostrando una crasa ignorancia, la transexualidad con la homosexualidad, sino que además dijo haber descubierto que en los reclamos por igualdad se escondía el propósito de hacer que la sociedad entera fuera homosexual: Por qué nosotros -reclamó airada- tenemos que ceder en entregarles todo, por qué tendría que convertirse la sociedad en homosexual y dejar de ser heterosexual si nosotros ganamos el espacio.
Es verdad que no es fácil oír tal suma de sandeces dichas de corrido y con convicción de creyente; pero, así y todo, Alejandra Bravo no merece las burlas de que ha sido objeto.
Después de todo, ella no ha hecho más que representar, con el empeño de un intérprete fidedigno, el sentimiento que anida en el fondo de gran parte del electorado de la derecha que sigue creyendo que cualquier abandono de la heterosexualidad -el matrimonio gay, la adopción por parte de parejas homosexuales, el trato igualitario, el reconocimiento de la transexualidad- es un camino torcido, una transgresión de la ley natural, un paso más hacia el completo derrumbe moral, un pecado irredimible, un acontecimiento apocalíptico.
Así, Alejandra Bravo no ha expresado ningún sentimiento muy distinto al que (con el desparpajo y el desenfado que acostumbran aquellos que no dudan de su lugar social) esparció alguna vez Carlos Larraín cuando luego de trazar una analogía entre la homosexualidad y la zoofilia, agregó: ¿Por qué tenemos que apoyar a la comunidad homosexual? Tendríamos luego que apoyar -concluyó Larraín- a los grupos que proponen relaciones anómalas con niños o a los grupos que proponen la eutanasia.
Ese mismo sentimiento atávico fue el que hizo a la derecha poner obstáculos a la igualdad de los hijos, luego oponerse al divorcio, más tarde quejarse por la unión civil que logró imponer Piñera y hoy día oponerse a la legalización del aborto en tres situaciones trágicas. En todos esos casos, parte de la derecha (la parte mayoritaria, sin duda) descree de la autonomía de las personas y piensa que hay formas de vida que a pesar de ser libremente consentidas no deben tener acceso a la igualdad jurídica y, en cambio, deben mantenerse ocultas como si fueran vergonzantes.
No hay nada de raro, entonces, en los dichos de Alejandra Bravo -fiel intérprete de esos sentimientos de parte de la derecha- ni hay motivos para la burla.
Burlarse de ellos equivale a aligerarlos, quitarles lo que tienen de significativo y de veraz, de sintomático del espíritu cavernario que todavía habita en parte de la derecha.
Ese espíritu de barbarie, opuesto al más básico deber de civilidad que es el respeto por las vidas ajenas -y que se permite defender sandeces como las que con toda seriedad han dicho Alejandra Bravo o Carlos Larraín-, equivale a un esfuerzo inconsciente por sujetar los cambios culturales que la modernización capitalista, que la propia derecha impulsó, ha producido en la sociedad chilena.
Parte de la derecha (de la que Alejandra Bravo y Carlos Larraín, cada uno en su estilo, son veraces intérpretes) vive así inmersa en una contradicción difícil de sobrellevar: sostener la modernización capitalista, pero rechazar sus consecuencias culturales; promover las premisas del capitalismo, pero negarse a sus inevitables conclusiones.