La revista Jesuita «Mensaje» publica en su edición de septiembre -sección Comentario Nacional- este completo análisis del profesor Fernando de Laire, doctor en sociología de la Universidad Católica de Lovaina, el cual, por su oportuno enfoque publicamos íntegramente
Bajo el título «Crisis de legitimidad del sistema político: Vías de solución», De Laire parte su análisis con la siguiente cita: “En Chile, el asentamiento de la extrainstitucionalidad en el proceso de toma de decisiones políticas se debe a la convergencia de dos fenómenos que se imbrican: el agotamiento o debilitamiento de las formas y de los aparatos y mecánicas institucionales tradicionales, y la emergencia de instancias que desde la esfera de lo privado intervienen –o pueden intervenir– en lo público, sobre la base de poderes que le son intrínsecos a su naturaleza ‘privada’ y suficientemente significativos como para condicionar las decisiones del poder institucional” Antonio Cortés Terzi (El circuito extrainstitucional del poder2000)
El doctor Fernando de Laire señala:
«Parece casi unánime el diagnóstico de que en Chile el sistema político en su conjunto enfrenta una crisis de legitimidad. Esta se manifiesta en altos niveles de desconfianza ciudadana –ratificados sistemáticamente por las encuestas–, en una escasa participación electoral y, por cierto, ha sido objeto de análisis por parte de distintos académicos y líderes de opinión, suscitando además intensos debates en la propia clase política. Tal cuadro es especialmente sensible en momentos en que nuestro país enfrenta retos significativos para su desarrollo y la solución de desafíos sociales que están pendientes desde hace tiempo.
En ese contexto, deseo formular acá una reflexión sobre cómo superar la crisis de legitimidad del sistema político. Desde luego, no pretendo entregar respuestas definitivas, pero sí nutrir un debate e identificar y proponer quince criterios para la acción. Actualmente, todo se centra en fustigar, desacreditar y ridiculizar a los actores que se mueven en este campo. A contracorriente de dicha actitud –que es comprensible y tiene fundamentos– este artículo se plantea desde una perspectiva constructiva y propositiva. Tenemos la convicción de que es imperativo estructurar un camino de salida a la actual crisis asumiendo, desde luego, que será un proceso de largo aliento.
Parafraseando a Roland Barthes, el grado de cero –el punto de partida ineludible de la recuperación de la credibilidad de los actores y la legitimidad del sistema político– es el cambio de prácticas. Hechos concretos es lo que se requiere, más allá de golpes de efecto, cambios puramente nominales o refundaciones que no tienen consistencia orgánica.
La pregunta que se impone, entonces, es: ¿cuáles son las prácticas que habría que promover y cuáles cambiar? Sin pretender desarrollar un catálogo exhaustivo, plantearé las siguientes.
1.- Hay que volver a ejercitar la capacidad de pensar y de articular un proyecto país, un horizonte estratégico, una visión de un futuro posible. Ese es, a fin de cuentas, el objetivo de la política como acción transformadora. No es una feria de vanidades ni un autismo endogámico. No es una subordinación a intereses privados sino una práctica y una función social orientada a la defensa del bien común. No es una gestión de sinecuras o prebendas, es un esfuerzo colectivo fundado en valores y con sentido prospectivo.
La concepción de esta actividad como quehacer puramente pragmático es fuente de varios males que se observan tanto en Chile como en el mundo. Los partidos “no programáticos” o donde se difumina al extremo el proyecto transformador, derivan en que el único objetivo sea el poder por el poder, con las nefastas consecuencias que ello trae consigo.
Un aspecto complementario es que cuando los partidos se preocupan de formular, discutir democráticamente y consolidar una determinada agenda programática y un sustrato ideológico común que permita definir la razón de ser de la colectividad, el para qué y el norte de su acción, los dirigentes y parlamentarios deben honrar esa plataforma. Las contradicciones manifiestas son fuente de descrédito y exacerban el malestar social.
Desde luego, no se trata de vetar la capacidad de discernimiento de los parlamentarios ni la noción –en algunos aspectos especialmente sensible– de “voto en conciencia”. Pero sí se trata de exigir un mínimo de coherencia.
2.- Los partidos y sus militantes deben asumir que existe una brecha entre lo ético y las responsabilidades legales, más allá de que deba respetarse el principio de inocencia antes de que los tribunales de justicia emitan sus veredictos definitivos. Lo esencial es avanzar hacia una cultura donde se tenga conciencia de que quienes aspiran a dirigir los destinos del país, tanto en el ámbito del Ejecutivo, el Congreso o los municipios, deben cumplir con altos estándares éticos en su accionar, lo que supone exigencias más altas de las que derivan del simple cumplimiento de las normas vigentes. El marco jurídico es sólo el punto de partida.
Además –y reforzando la importancia del criterio anterior– hay que considerar que cuando las personas están auténticamente inspiradas en un proyecto fundado en valores se transforman en portadoras de una épica y una ética que, en una lógica virtuosa, trasciende lo individual y nutre a las organizaciones de las cuales participan.
3.- Sin duda, es vital poner fin a las defensas corporativas. El cierre de filas para proteger a los pares, cuando es evidente que existen irregularidades, no hace más que aumentar la brecha entre política y ciudadanía. La negación de la realidad constituye un mecanismo sicológico primario defensivo que obviamente tranquiliza, pero como muestra la experiencia, la medicina termina haciendo crónica la enfermedad y amplificando sus efectos en el largo plazo.
Por otro lado, sostener que las irregularidades y delitos detectados correspondían a prácticas “naturales” que no son corruptas ni deben mover a escándalo, es no asumir el tipo de sociedad en que vivimos: cada vez más crítica e inquisitiva con el poder.
4.- Hay que restablecer, con decisión y con fuerza, el principio de responsabilidad política. Las prácticas condenables, los errores burdos de gestión o la emergencia de antecedentes personales de las autoridades que no se condigan con la dignidad del cargo, deben tener consecuencias rápidas y claramente visibles ante el escrutinio público. Una de las cosas que más indignan a la población es la sensación de impunidad, de que los representantes de la clase política pueden hacer cualquier cosa sin que ello se traduzca en efectos para los involucrados.
Evidentemente, existe una tensión entre las lealtades personales que están a la raíz de la constitución de equipos, y el ejercicio del principio de responsabilidad por parte de la autoridad superior hacia sus subordinados. Con todo, el principio en cuestión debiera adquirir preeminencia si se quiere revertir la crisis de legitimidad.
Este tema tiene también una dimensión personal. Hay que avanzar hacia una cultura –los partidos tienen mucho que hacer a este respecto– donde la conciencia de las responsabilidades éticas que supone el ejercicio de un cargo público se imponga en cada militante o simpatizante. Lo mismo vale para los independientes. De ese modo, la dignidad de una renuncia a tiempo puede constituir una contribución al bien común, al soporte normativo implícito del orden democrático y al anclaje cultural de un estándar ético superior.
5.- Para la acción legislativa, existe un punto de partida fundamental que son los resultados de la Comisión Engel, varias de cuyas propuestas recibieron el patrocinio del Ejecutivo y ya han sido aprobadas en el Congreso, lo que sin duda constituye una buena señal. Se trata de una propuesta sólida, que abarca varios ámbitos de acción que apuntan a lo esencial: normas de financiamiento, democracia interna, regulación de las campañas electorales, etc. En tal sentido, y más allá de un periodo de gobierno, debe mantenerse como un horizonte estratégico de acción transversal, que implicará necesariamente proyectos de ley adicionales, los que deben comprometer al mayor espectro parlamentario posible.
6.- De cualquier modo, el nudo gordiano, el desafío fundamental es hacer los máximos esfuerzos por terminar o limitar a su mínima expresión la relación incestuosa entre dinero y política. Muchas medidas sugeridas por la Comisión Engel, así como otras ya aprobadas o en trámite tienen ese propósito, pero los partidos deben hacer de aquí en adelante esfuerzos decididos y sistemáticos en tal dirección, complementarios a lo que se legisle.
Los aportes públicos al financiamiento de las distintas colectividades, sin duda serán cruciales. Pero establecer un muro de contención, un cortafuego sólido entre el poder económico y el poder político debe ser un objetivo a fomentar proactivamente en las culturas partidarias y en todos quienes aspiren o ejerzan cargos de representación popular o bien tengan un rol en la administración pública. Esto debe reforzarse en los códigos y en la acción de las comisiones de ética y en la aplicación de sanciones ejemplarizadoras cuando se detecten irregularidades de esta naturaleza. Algunos partidos ya han hecho algunos avances a ese respecto.
Elevar la entidad de las penas de figuras como el cohecho o el financiamiento irregular, constituye un complemento necesario e insustituible.
7.- Muy vinculado a lo anterior, urge terminar con la práctica de aprobar leyes débiles, que muestran poca convicción para asumir en serio los problemas y que, en algunos casos, parecen concebidos para dejar inmediatamente abierta la puerta para anular los efectos que se buscaban en el origen.
Es evidente que todas las iniciativas impulsadas o patrocinadas por el Ejecutivo son objeto de transacciones entre visiones diferentes, pero deben ser rechazados y denunciados ante la opinión pública los esfuerzos manifiestos por vaciar de efectividad aquellas normas que buscan regular, fiscalizar y sancionar conductas indebidas, tanto en los organismos del Estado como en el sector privado. Existen muchos casos en que las objeciones tienen una vocación de perfeccionamiento, pero otros en que no hace falta mucha sagacidad para darse cuenta que lo que se busca es anular los efectos disuasorios de la iniciativa.
No debe olvidarse que, hoy por hoy, la vigilancia ciudadana y el trabajo de los medios críticos que realizan periodismo de investigación, junto al amplio potencial de difusión que ofrecen las redes sociales, hacen posible sacar inmediatamente a la luz estas maniobras.
8.- Resulta esencial elevar el nivel del debate. En lugar de diatribas, consignas, cuñas fáciles y oposición a las propuestas de la contraparte per se, se deben plantear argumentos serios, análisis razonados, juicios fundados para sostener una votación. De lo contrario, las personas seguirán tomando distancia de discusiones que –no podemos dejar de enfatizarlo– conciernen a temas clave para el país y el destino colectivo.
Además, sin lugar a dudas, elevar el nivel del debate así como la calidad del trabajo legislativo son factores críticos para asegurar la promulgación de normas jurídicas sólidas y coherentes.
9.- Íntimamente asociado al punto precedente, es imperativo desfarandulizar la política para (re)dignificarla. No se puede negar que vivimos en lo que Guy Debord definió tempranamente como “la sociedad del espectáculo”, pero todo indica que se ha ido demasiado lejos por ese camino, minando con demasiada frecuencia la dignidad de los cargos que se ejercen. A ese respecto, es cierto que los aspirantes, para ampliar sus posibilidades de ser elegidos u obtener una renovación de sus mandatos deben ser reconocidos por el electorado, pero es incomprensible que busquen ese objetivo a costa, literalmente, de hacer el ridículo, asistiendo por ejemplo a programas de televisión del ámbito de la farándula o el entretenimiento donde está más o menos pauteado que sean objeto de escarnio.
Hay que tener presente que el voto no sólo está asociado al conocimiento que las personas tengan de un candidato a cargos de representación popular, sino también al prestigio del mismo, a la seriedad y capacidad de hacer su trabajo, entre otros aspectos. En esa perspectiva, la exposición ridiculizante puede restar más que sumar, y en términos generales, contribuye a profundizar la pérdida de legitimidad de las instituciones.
Desacoplar ambas esferas implica o pasa también por cambiar el eje de las campañas electorales desde la imagen y los mensajes light a un mayor desarrollo de contenidos. Experiencias nacionales e internacionales recientes indican que, con creatividad y convicción, el uso de las redes sociales puede ayudar a generar campañas más baratas con énfasis en las ideas.
En definitiva, anclar el centro de gravedad en la sustancia puede ayudar significativamente a transformar lo que Genaro Arriagada llamó, de manera tan acertada, “un sistema de elección de autoridades donde el dólar vale más que las ideas” .
10.- Constituye un síntoma triste del actual estado de cosas el hecho que tengamos siquiera que formular la dimensión siguiente: los parlamentarios tienen que hacer su trabajo, y hacerlo bien. Esto implica asistir a las sesiones, leer los proyectos e informarse adecuadamente sobre sus implicaciones, entre otros deberes básicos.
El despliegue distrital no puede ser una excusa válida (y sabemos que suele utilizarse de manera recurrente). Por algo la planificación de la labor legislativa contempla una semana mensual destinada a esas actividades, a lo que se suma el hecho de que, en general, los parlamentarios cuentan con equipos en las regiones y la conectividad generalizada facilita esa labor.
Por otro lado, poner en ejecución una medida práctica como la dedicación exclusiva al cargo –respecto de lo cual existen varias mociones parlamentarias en el Congreso– puede ser una señal y un factor que ayude a mejorar la calidad del trabajo de nuestros representantes.
11.- Es iluso –o tal vez hipócrita– pensar que un gobierno no asignará una cierta fracción de cargos públicos de manera proporcional al peso de las colectividades que sustentan su coalición. En estricto rigor, las elecciones se ganan para ejercer el poder y conducir las cosas en una determinada dirección, y eso requiere lealtad y compromiso con un proyecto, con una visión y los valores subyacentes. No obstante, los partidos están compelidos a terminar con la verdadera colonización de algunas instituciones, y a filtrar los cargos de confianza que requieren una experticia definida con el rasero de que las personas seleccionadas tengan las competencias correspondientes (amén de considerar la dimensión ética desarrollada en el punto 2).
Entiéndase que no alentamos un voluntarismo tecnocrático, en absoluto. El horizonte del tecnócrata sin identificación con un proyecto es la mera gestión.
Lo que sí reivindicamos es el ejercicio de criterio para evitar los males que tanto dañan la función pública. Muchas veces, los gobiernos y los partidos cuentan con buenos cuadros profesionales de donde elegir, pero algunas designaciones lindan con lo incomprensible.
12.- Se requiere potenciar a nuevos líderes que expresen una voluntad de cambio de prácticas y cuyo carisma y trayectoria previa le otorguen credibilidad a esa expresión. En esa perspectiva, considero un signo positivo de los últimos comicios parlamentarios la elección de los ex dirigentes estudiantiles Gabriel Boric, Karol Cariola, Giorgio Jackson y Camila Vallejo, quienes han venido a refrescar los aires de la Cámara Baja y, más allá de sus diferentes adscripciones ideológicas, representan un nuevo espíritu y una fuerza renovadora del campo político nacional.
La promoción de nuevos liderazgos es también consistente con la idea de tomar distancia de la defensa a ultranza de prebendas personales y el ejercicio perpetuo y/o nepotista de cargos en el Congreso, en los municipios o en reparticiones públicas que suelen devenir verdaderos feudos.
Pero también es esencial que los nuevos líderes se tomen los espacios y asuman el desafío, ya que la mera crítica desde el margen tiende a reproducir el orden establecido.
13.- Es imprescindible aumentar y fortalecer los mecanismos de participación y de rendición de cuentas. Ello puede pasar por instancias como la iniciativa popular de ley, cuentas públicas transparentes y verificables y, en general, por procesos de participación que tengan incidencia real y no meramente formal o ritual, pues esto último no hace más que incrementar el desapego y la desconfianza.
14.- Los actores del campo político suelen mostrar perplejidad ante los mínimos niveles de adhesión que alcanzan las instituciones que ellos encarnan; y en otros casos suelen expresar molestia o indiferencia ante una opinión pública que los pone en cuestión. A modo de respuesta ante esa crítica (que se manifiesta día a día como un trolleo sin cuartel), una estrategia que se ha observado es la de invocar el fantasma del populismo o del caos.
En la senda del clásico “después de mí, el diluvio”, se agitan esos espectros, priorizando una estrategia de contención y defensa por sobre la actitud de atacar los problemas de fondo que han provocado y profundizado la implosión de la legitimidad.
Agitar el fantasma del populismo –no obstante que su emergencia es una posibilidad real aunque el concepto en sí es bastante problemático– constituye una estrategia simplista y, sobre todo, autocomplaciente, en el límite del chantaje al electorado. Intuitivamente, trasunta una voluntad de mantener el statu quo, lo que reproduce e incrementa la desafección y la desconfianza.
Suficiente se ha escrito sobre los usos ideológicos y/o manipulativos del concepto de gobernabilidad, y esa crítica parece haber anclado en el sentido común. Lo mismo puede decirse respecto al fantasma de involuciones autoritarias.
15.– Finalmente, parece deseable establecer una línea de quiebre simbólico, un hito significativo que marque una auténtica voluntad de cambio y que en lo posible abarque un amplio arco de actores políticos. Esto –como se enfatizó al principio– debe pasar por hechos concretos, por cambios de prácticas que sean creíbles.
Como punto de partida, ayudaría todo aquello que signifique una autolimitación de privilegios en relación al ciudadano común. Si algo caracterizó al régimen republicano chileno antes del golpe militar fue la austeridad de sus autoridades. No sería malo intentar resucitar ese valor.
Complementariamente, sería deseable la manifestación institucional colectiva de un mea culpa o a lo menos de un hacerse cargo de la crisis del sistema, junto a la expresión de la voluntad de construir un camino para superarla y restablecer progresivamente el pacto de confianza con esa inmensa proporción de compatriotas que hoy no se sienten adecuadamente representados. Han existido algunos gestos individuales valorables, pero falta todavía uno de carácter institucional de amplio espectro.
Palabras finales
El autor de estas páginas no sustenta una concepción angélica o naif de la política; lejos de ello. Si uno se atiene a los hechos, debe reconocer que nociones como “razón de Estado” y algunas vías antiestéticas o derechamente torcidas suelen afectar su ejercicio. Con todo, la Historia también indica que es posible un despliegue sano y constructivo de la misma, donde los fenómenos descritos sean la excepción y no la regla.
Ésta es una actividad noble y, además, fundamental para toda sociedad. En particular, en un régimen democrático permite procesar civilizadamente los conflictos y la diversidad de intereses, contribuye a orientar el desarrollo y, desde un punto de vista ético, puede servir de motor para construir una sociedad más justa.
Debemos, por lo tanto, superar una crisis de legitimidad que no sólo daña a los actores que operan en dicho campo, sino a todo el cuerpo social, poniendo en riesgo los fundamentos de nuestra democracia.
En consecuencia, el país requiere un punto de inflexión. Entre la indiferencia y el voluntarismo constructivo, me inclino por este último, a riesgo de ser tildado de ingenuo. No obstante, guardo al espíritu la fórmula de García Márquez: “Cuando era feliz e indocumentado”.