Hay quienes ven en la reinscripción de los partidos la panacea para curar los males que aquejan a la política. Otra sería su opinión si aquilataran los hechos que el 27 de noviembre de 1988 cambiaron para siempre el destino de la Democracia Cristiana y, tal vez, el de Chile.
Hay quienes ven en la reinscripción de los partidos la panacea para curar los males que aquejan a la política. Otra sería su opinión si aquilataran los hechos que el 27 de noviembre de 1988 cambiaron para siempre el destino de la Democracia Cristiana y, tal vez, el de Chile.
La noche de aquel domingo, tras concluir una jornada electoral que había transcurrido con relativa calma, dos hombres fueron sorprendidos en las oficinas que custodiaban el padrón de militantes de la tienda política. Su tarea: adulterar el registro de afiliados para adecuarlo a los datos arrojados por la elección.
El Carmengate, llamado así porque en ese tiempo la sede de la DC estaba domiciliada en Carmen 8, generó una crisis política de tal gravedad, que incluso la iglesia Católica debió intervenir como mediadora a través del obispo Carlos González, presidente de la Conferencia Episcopal. Se les exigieron infructuosamente las renuncias a Gutenberg Martínez, secretario nacional del partido, y a José Luis Rodríguez, director de la unidad de organización y control, ambos responsables de velar por la seguridad de las fichas de militantes. Gabriel Valdés y Eduardo Frei Ruiz-Tagle, los dos candidatos que junto a Patricio Aylwin pugnaban por la postulación presidencial, resignaron sus aspiraciones, mientras que Jorge Burgos, a la sazón subsecretario nacional de la colectividad, renunció al cargo, y lo mismo hicieron Román González, presidente del Tribunal Supremo, y José Luis Ramaciotti, abogado miembro del organismo. Todo ello en una atmósfera de silencio impuesto y auto-impuesto. González, por ejemplo, acusó falta de transparencia, pero sólo dio sus argumentos a través de misivas privadas. Burgos, también en nota reservada, justificó su alejamiento aduciendo motivos personales, que Gutenberg Martínez replicó en términos muy conceptuosos. “Ha sido un excelente colaborador del partido y de la directiva nacional —dijo en esa ocasión—, hemos trabajado mancomunadamente en la secretaría nacional durante más de un año”. Y no inventaba.
“Tendrán que pasar por mi renuncia a la presidencia del partido si lo que quieren es echar a Gutenberg Martínez”, advirtió Patricio Aylwin a los que liderados por Mariano Ruiz-Esquide exigían responsabilidades políticas. Con esta admonición en realidad el timonel estaba notificando a todo el mundo político su firme voluntad de llevar las cosas hasta las últimas consecuencias, incluso al extremo de abrir una brecha de gobernabilidad en el partido eje de la transición, si sus opositores persistían en seguir escarbando los hechos y en pedir sanciones. Por eso Aylwin, que contaba con una mayoría a su favor en los tribunales Electoral y de Disciplina, se opuso a las salidas ofrecidas por Valdés y Frei consistentes en repetir los comicios, conformar una comisión de ex presidentes DC, y realizar una auditoría interna. En subsidio, reivindicó la cuestionada eficacia de los tribunales internos y la legitimidad de la Junta Nacional emanada de la impugnada votación —espuria, en palabras de Andrés Palma— para nominar al candidato presidencial.
Pero el episodio habría de convertirse en escándalo, no tanto por los merodeadores atrapados in fraganti, como por ser la develada coronación de una sistemática e irregular operación de empadronamiento. El de Carmen 8 fue el resplandor que echó luz y llamó la atención sobre todo el proceso de afiliación democratacristiana. Prendió con la denuncia que hicieron Mariano Fernández y Raúl Donckaster, y tomó cuerpo con las enérgicas declaraciones de Claudio Huepe quien puso en la retina pública la falsificación de firmas, la presencia de operadores que intervenían los registros desde el mismo equipo de computación, y la existencia de muchas dificultades que impedían a los fiscalizadores investigar los hechos. Huepe concluía con preocupación que la colectividad estaba condenada a desaparecer si en esa crucial coyuntura no era capaz de erradicar las prácticas de conquista del poder a través de bien aceitadas maquinarias. Percepción no muy distinta de la que tenía Renán Fuentealba, para quien la cuestión del precandidato había pasado a ser un asunto secundario frente al problema de corrupción que se observaba en la colectividad. Sin embargo, el balance más descarnado vendría a ser el que puso de relieve la Juventud Demócrata Cristiana a través de su presidente, Felipe Sandoval, cuando afirmó que “para hacerse del poder, los unos optaron hasta por los medios corruptos, los otros, se taparon la vista y cerraron la boca, quizá en espera de ganar a ‘río revuelto’, mientras algunos no supimos, no pudimos o no nos permitieron defender lo que ahora y siempre vale la pena defender: los principios”.
El Carmengate no fue el desvarío de una tarde de primavera, sino un largo y sistemático proceso de reestructuración de la base sociológica de la falange. Más de 5 mil nuevos militantes fueron incorporados al partido al margen de las normas estatutarias que exigían acreditar esta calidad mediante una ficha y una solicitud de ingreso cursada hasta el día 31 de octubre de 1987. En vez de esto, se les validó el documento notarial que firmaron después de esta fecha para la inscripción de la colectividad en el recién creado padrón público. Se recordará que dicho trámite se efectuó en mayo de 1988 con 44 mil firmas. Luego, se falsearon las antigüedades de cientos de los advenedizos que en masa ingresaban a la DC, especialmente en vísperas del plebiscito del 5 de octubre, con la expectativa de participar en la futura distribución del poder.
Dicha circunstancia “pilló desprevenidos a nuestros dirigentes de base —confesaba Tomás Pablo, presidente del Tribunal de Disciplina, a Radomiro Tomic—, pues vieron entrar a muchos camaradas por arriba y no por la presentación de la solicitud en la comuna”. Y es que, pese al cronograma convenido, no había modo de que las instituciones y estructuras regulares del partido pudieran supervisar el proceso. Así pues, estaba previsto que las elecciones comunales, provinciales y de delegados a la Junta Nacional se realizaran a más tardar el 30 de octubre de 1988, lo que obligaba a la Secretaría Nacional a cerrar los registros el 30 de julio y a poner los padrones a disposición del Tribunal Nacional Electoral el 30 de agosto. Nada de lo cual se hizo. Por toda excusa se dijo que el computador destinado a esta función había sido empleado en el control del Plebiscito. El Consejo Nacional fijó entonces una nueva fecha para la realización de los comicios: la definitiva del 27 de noviembre. Sin embargo, y sólo para ilustrar, dos días antes de la elección la provincia de Santiago Centro, la más devastada por las anomalías, no había recibido los nuevos padrones que recién llegaron en el curso de las 24 horas previas a la votación. Mientras, la directiva nacional procuraba quitarle hierro a la controversia. “En mi partido las cosas siempre se han hecho a lo compadre”, explicaba entonces Aylwin. En consecuencia, si en octubre de 1987 —cuando todavía la entidad no iniciaba su trámite de inscripción en el padrón público de partidos— el registro interno contabilizaba 33 mil militantes, en noviembre de 1988 esta cifra se había disparado a 38 mil, de los cuales 24 mil afiliados participaron en la objetada elección.
En julio de 1987, cuando Aylwin toma la decisión de disputar la conducción del partido, su nombre no figuraba en el ranking de los cinco personeros públicos de mayor proyección. Según un sondeo de Flacso, el político mejor posicionado del momento era Gabriel Valdés seguido por Sergio Onofre Jarpa, Andrés Zaldívar, Augusto Pinochet y Clodomiro Almeyda. Consciente de ello, Aylwin nunca admitió abrigar ambiciones presidenciales. De hecho se postuló a la mesa directiva con el predicamento de impedir un enfrentamiento entre Gabriel Valdés, que a su parecer era visto como un izquierdista resistido por los uniformados, y Andrés Zaldívar. De Frei conjeturaba que no sería capaz de sobrellevar una campaña electoral.
El 2 de agosto de 1987 Aylwin fue elegido presidente de la DC con el 55 por ciento del apoyo de la Junta Nacional. Su estrategia de movilización político-electoral aprobada por la asamblea contemplaba inscribir al partido, perfilar una alternativa de gobierno y levantar un candidato que recorriera el país e hiciera campaña. Fue lo que hizo en los meses siguientes hasta conseguir el 60 por ciento de respaldo en la serena jornada del 27 de noviembre de 1988. El partido ya era otro.
Carmengate, el pecado originario