Una pregunta que todos empiezan a plantearse es si los candidatos presidenciales de la Nueva Mayoría y de Chile Vamos deben competir en primarias o, derechamente, hacerlo en la primera vuelta de noviembre de 2017. En la controversia, instalada a propósito de las elecciones municipales de octubre, que son políticamente vinculantes con las del próximo año, no hay dogmas, y más bien, diríase, prima el principio de realidad.
¿Qué nos dice este principio de realidad? Que la fórmula eficiente es aquella que garantiza: primero, seleccionar al mejor candidato, vale decir, al que captaría más votos, vencería a su principal oponente y daría cohesión a su coalición de partidos; y segundo, obtener más parlamentarios para disponer de una mayoría comprometida con el programa de su coalición.
La experiencia reciente enseña que para alcanzar estos objetivos es más eficiente el mecanismo de primarias que la primera vuelta presidencial.
¿Por qué razón? Porque unas primarias, como las que se realizaron en 2013 en la Nueva Mayoría y en la Alianza, producen y fortalecen la fidelidad del voto al candidato presidencial y a los candidatos a diputado y a senador. En cambio, la competencia en primera vuelta, produce un voto voluble, uno que dispersa la adhesión y reduce el número de parlamentarios de la coalición.
Un buen ejemplo de ello son las elecciones de 2005.
En esa oportunidad, pese a que la Alianza venía en alza, decidió competir en primera vuelta con Joaquín Lavín y Sebastián Piñera, y la consecuencia fue que perdió votos y parlamentarios.
En 2001, llevando a Lavín como candidato, la Alianza recuperó el techo histórico del 44 por ciento dejado por Pinochet doce años antes. En 2005, postulando a Lavín y a Piñera, cayó al 38 por ciento y redujo su número de diputados. Pero en 2009, con Piñera enfrentado a varios adversarios de la izquierda y de la Concertación, volvió a editar su máximo rendimiento electoral.
Hay que agregar que la decisión de la Alianza dejó una lección política. Si la coalición de centro derecha resolvió rivalizar en primera vuelta, no fue porque pensara que así lograba una mejor performance electoral; fue porque creyó que era la única manera de impedir que la UDI fagocitara a Renovación Nacional.
Por otra parte, en una primaria, a diferencia de una primera vuelta, se generan alineamientos transversales que contribuyen al ordenamiento de los partidos y a la selección de contenidos del programa común. De este modo, puede configurarse una opción pro igualdad de derechos, como la que representó Bachelet, o también una opción pro centro político y social, imaginada y disputada por Claudio Orrego y Andrés Velasco. Pero no existe «un todos contra el PC», así como no existe un «todos contra la DC», simplemente porque no hay manera de disciplinar y de gobernar semejante animadversión. Por el contrario, las primarias nos alejan de la lucha de «todos contra todos» presente en una primera vuelta, que, no olvidemos, podría ser la final, y cuyo desenlace no sabremos sino hasta el día de la elección.
Estos mismos alineamientos transversales explican que los partidos se broten. Ocurrió con la Democracia Cristiana, que se desbordó hacia la izquierda en lo que se conoció como el bacheletismo, y también lo hizo hacia la derecha, en lo que llegaría a ser Fuerza Pública y, después, Ciudadanos.
¿Para quiénes es eficiente la primera vuelta?
Lo es para las opciones emergentes, que precisan mayor proyección, visibilidad e implantación social, pero que no ambicionan tener representación parlamentaria. Lo fue para Enríquez-Ominami, Franco Parisi, Marcel Claude o Alfredo Sfeir. Lo será para Andrés Velasco, porque la suya es una colectividad política en formación dentro de una coalición política en formación. Una expresión que nunca halló su espacio en la Nueva Mayoría, lo que pudo comprobar en las pasadas primarias, cuando tuvo la ocasión de aquilatar el peso real de sus ideas, y como más temprano que tarde tendrá la oportunidad de asumirlo Progresismo con Progreso. Sólo que el PP es reminiscencia de un siglo XX que se desvanece en la memoria y ya empieza a escribirse en el registro histórico.
Es una ilusión pensar que por fuera de la Nueva Mayoría se puedan capturar votos de centroderecha o, al revés, que por fuera de Chile Vamos se pueda encantar a los votantes de centroizquierda y, de la noche a la mañana, convertirse en fuerza principal.
Primero, porque nuestra cultura política no ha transitado al estado de madurez de España, donde nuevas formaciones disputan la hegemonía de colectividades tradicionales. Y, por eso, puede preverse que en una elección con sistema proporcional, como la de noviembre de 2017, ganarán las grandes ligas, no las fuerzas desperdigadas.
Segundo, porque siempre en las coaliciones clásicas existen liderazgos que trascienden sus fronteras, como es el caso de Ricardo Lagos, capaz de coagular una eventual sangría de votos hacia la derecha, o de Manuel José Ossandón, probablemente un dique para la fuga de votos hacia la izquierda. Aquí nadie regala nada a nadie, menos lo ajeno.
Nos sorprenderemos ver cuán estables pueden llegar a ser aquellos cambios sociales y políticos que creímos vertiginosos y demoledores, y cuyo encanto se esfumó bajo el peso de la noche.