1. Escena de la crisis social: sabotajes, saqueos e incendios
Con ocasión de la crisis social y barbarie en curso, en Chile -también llamada “estallido social”, “movimiento social”, “insurrección”, “sublevación”, “despertar”-, ha venido dándose un extraño fenómeno: una incapacidad transversal, entre representantes de visiones alternativas y progresistas en amplio sentido, de aceptar el peso de la realidad de gravísimos hechos específicos ocurridos desde su inicio. Esto es, la destrucción sistemática de infraestructura pública y privada, empezando por el sabotaje y destrucción del metro de Santiago y, después, destrozos, saqueos e incendios de supermercados, farmacias, microbuses, peajes, tiendas, hoteles, bancos, municipalidades, iglesias, edificios patrimoniales y monumentos históricos, a lo largo del país y a mansalva.
En Valparaíso, que cuenta con los más altos índices de cesantía de Chile, el centro fue destruido debido a saqueos e incendios perpetrados a vista y paciencia de la fuerza pública, la cual, en algunos casos, incluso autorizó estas acciones. Hubo supermercados que fueron saqueados una y otra vez por hordas o familias que llegaban en vehículos, seguidas por los llamados “ratones”, quienes se quedaban con las sobras. Luego de los supermercados, los saqueadores continuaron con tiendas pequeñas. Además, la Catedral de Valparaíso fue destruida, y el edificio de El Mercurio fue incendiado.
En Quilpué fue incendiada la Municipalidad, albergada en un edificio patrimonial, la cual contaba con una biblioteca y era un centro cultural.
El centro de Concepción también fue saqueado y destruido. En Santiago, en las inmediaciones de la Plaza Baquedano, el hotel Principado de Asturias fue saqueado en más de una ocasión, la Universidad Pedro de Valdivia fue incendiada, la Embajada de Argentina fue atacada, y la antigua Parroquia de la Asunción fue saqueada, siendo utilizadas sus bancas, confesionarios, imágenes y esculturas para levantar una barricada[1]. Al igual que en junio de 2016, en la Iglesia de la Gratitud Nacional, una imagen de Cristo fue destruida, como si se tratase del descuartizamiento de una persona viva, en otro horror satánico, que trasunta una forma de extinción simbólica.
El 12 de noviembre, jornada de paro nacional, y la madrugada del 13, recrudeció la barbarie: destrozos, saqueos e incendios masivos, a lo largo de Chile. Ataques a comisarías, regimientos e instituciones del Estado. Muchas barricadas. Camioneros atrapados durante horas en las carreteras. Más saqueos e incendios en Valparaíso y Viña del Mar. Otro cadáver encontrado al interior de un supermercado saqueado e incendiado en Arica durante la noche, descubierto al día siguiente, mientras éste continuaba siendo saqueado. Incendio de la antigua Iglesia de la Veracruz, en Santiago.
Crianceros arrojaron sus animales muertos debido a la sequía, ante las puertas de la Gobernación de Petorca.
Alocución crepuscular y distante de Piñera.
Basura y escombros por doquier.
Supermercados continuaron siendo saqueados una y otra vez, durante la madrugada del 14, por hordas que llegaban en vehículos.
Tierra de nadie.
Se ha hablado expresamente en términos de violaciones a los derechos humanos, en casos como los siguientes: unos veinte muertos a la fecha (algunos de los cuales perecieron durante los saqueos e incendios), miles de detenidos y heridos durante las protestas callejeras, masivas lesiones oculares o con pérdida definitiva de la visión debido a perdigones disparados por la fuerza pública, uso excesivo de la fuerza, apremios ilegítimos, torturas y vejámenes sexuales, incluido el caso de dos carabineras que sufrieron graves quemaduras, provocadas por bombas molotov.
Pero la violencia y la tortura moral implicadas en sabotajes, destrozos, saqueos e incendios que, además, trascienden a los directamente afectados infundiendo un difuso terror en la población, han tendido a ser omitidas y pasadas en silencio, para acabar siendo banalizadas, negadas y asimiladas a la invención de una televisión para estúpidos, o a montajes de la derecha o del gobierno (atribución convertida en lugar común o muletilla desde hace tiempo). Por lo demás, tales acciones, ese uso excesivo de la fuerza y sus consecuencias psicológicas y morales extendidas en el tiempo, no tipifican como violaciones a los derechos humanos para los tecnócratas en esta materia.
2. Victimización, y justificación retrospectiva y propagandística de los saqueadores: Puga y Salazar
Ejemplos proverbiales de esta banalización, negación, desrealización o, peor aún, de una justificación de estos hechos -amparadas, además, en el argumento de autoridad-, son las posiciones del sacerdote Mariano Puga y del historiador y Premio Nacional de Historia Gabriel Salazar.
El discurso de Puga es, por momentos, errático, autorreferente y contradictorio. Por un lado, es conciliador: “Ni los pacos ni los milicos son nuestros enemigos. (…) tampoco los CNI fueron los enemigos, aunque ni antes ni ahora hayan entendido el grito del pueblo”. Pero, inmediatamente a continuación, afirma: “Ese pueblo tiene el derecho a destruirlo todo porque todo le han destruido, habrá que preguntarse ¿¡Qué cariño le hemos tenido, qué hogar les hemos brindado!? ¿Qué amor les hemos dado? ¿Qué he hecho yo por afectar para mejor sus vidas?”[1]
Se imagina un gran baile organizado por él en la Plaza Italia (o Plaza Baquedano), ubicada en el centro de Santiago, al que invitaría a todos los excluidos y pisoteados, tales como “los que deben taparse la cara para contribuir con su cuota de violencia”[2]. Supone que el espíritu que animó a Cristo es el mismo que lo anima a él, erigiéndose así en profeta: “Voy a poner ese espíritu en ustedes y ustedes vivirán, y volverán a su tierra y la cultivarán para germinar en una sociedad nueva más linda que la de Allende, porque pasearán por las grandes alamedas de la humanidad entera y ahí nos daremos cuenta de que en el fondo, cada una y uno de esos seres humanos, los que tocan las ollas, los que rompen el metro, los que silenciosamente buscan, arriesgan, dan la vida por un mundo distinto, todas y todos tenemos algo de Dios; de soñadores, constructores de equívocos y sueños, capaces de bailar, cantar, crear, construir belleza, colocando canto-teatro-vida-amor”[3].
La inconsistencia del discurso de Puga es ostensible. Carente del don de los signos, no sólo desrealiza los efectos concretos y reales de la acción de “los que rompen el metro” o “los que deben taparse la cara para contribuir con su cuota de violencia”, sino que, además, pretende ver en ellos “algo de Dios”, en cuanto constructores de “belleza, colocando canto-teatro-vida-amor”. Para él, sólo existen víctimas, ante cuya incapacidad de hacerse cargo de sí mismas, el resto debiera postrarse embargado por la culpa, como ante Dios mismo.
Al cabo, propone una deificación de la violencia popular, que legitima en términos arbitrarios e inapelables: “Ese pueblo tiene el derecho a destruirlo todo porque todo le han destruido (…)”. Este argumento sólo revela la absoluta dependencia de ese pueblo respecto de sus opresores, y es equivalente al siguiente, subyacente al de Puga: “Si los poderosos pueden destruir, saquear y robar, ¿por qué no nosotros?” Según esto, sabotajes, saqueos, incendios, y sus consecuencias en el largo plazo, están plenamente justificados. Y, sin embargo, Puga apela a la conciliación, el amor y la comprensión.
¿Será esta inconsistencia, esta desconexión con la realidad, un síntoma más de la psicopatización, descomposición y hundimiento de la Iglesia Católica, en otro nivel y de otra manera? Por otro lado, para Salazar, uno de los factores que ha determinado la acción destructiva de este movimiento social, es la histórica postergación -extendida durante siglos- de quienes constituyen el “pueblo mestizo”, según sus términos. Carente de tradiciones, territorio y derechos, éste fue “increíblemente marginado, maltratado y como no tenían derechos podían ser abusados, hombres, mujeres y niños a lo largo de la historia”[1]. De ahí que, cada vez que puede, saquee las ciudades en que vive: “Estos saqueos han sido recurrentes a lo largo del siglo XX chileno: en 1903, con la ocupación e incendio total de Valparaíso por el ‘bajo pueblo’; en 1905, en Santiago, con lo mismo, y en 1957”[2].
Ahora bien, investigaciones psicológicas han establecido que los traumas sufridos por una generación se transmiten a las siguientes. Sobre la base de esta teoría, Salazar afirma: “este pueblo tiene un daño transgeneracional, es una memoria subconsciente, de exclusión, de rabia, de no integración, de ignorancia de su condición de ciudadanos, etc., que le lleva a realizar estas ocupaciones de la ciudad con saqueos, violentas, porque no tiene mecanismos de integración real a la sociedad central, ni económicos, ni culturales y, menos, políticos”[3].
Éste no es el lugar para discutir la tesis de Salazar. No obstante, por lo pronto, si ella es correcta, pudiera proporcionar elementos para un estudio acerca de los orígenes inconscientes del fascismo como brotación de lo siniestro surgida desde abajo. Pero el punto no es el contenido de su tesis, sino su comparecencia en un momento aciago como éste, y su ostensible carácter de afrenta. Incluso, su corrección política lo lleva a proponer un lenguaje referido a las acciones destructivas de esa juventud marginal y mestiza, que debiera excluir el calificativo de “vandálicas”, usado por el gobierno.
¿A quién pretende Salazar defender y promover con su discurso políticamente correcto? ¿Qué espera que hagan los directa e indirectamente afectados por los sabotajes, saqueos e incendios, frente a su tesis, que legitima histórica y retrospectivamente la victimización de los agentes de acciones tan violentas, y que concede todo a su falta de responsabilidad personal, encubierta por su carácter anónimo e indiferenciado?
Con una satisfacción indisimulada y risueña, y con una abierta autocomplacencia, en una reciente entrevista ofrecida a Fernando Paulsen, Salazar observa que el “pueblo vandálico” -como él sí se permite designarlo, según su conveniencia- ha realizado la “preciosa oportunidad que han tenido en su vida para saquear en grande el modelo más (…) consumista que existe”. Más aún, da por sentado que, si el actual movimiento llega a diluirse, dicho pueblo vandálico continuará con los saqueos -como parte de una colectiva “voluntad de cambiar todo”. Y, refiriéndose a sí mismo, Salazar expresa, ambiguamente: “Algunos vamos a continuar por ahí, transmitiendo, de todas maneras”[4]. Tanto Puga como Salazar legitiman de modo inaceptable esta violencia, desrealizando el alcance de sus efectos. Puga, a través de su deificación idolátrica de la violencia popular. Y Salazar, desde su justificación histórica y retrospectiva, a través de la victimización, infantilización e indiferenciación de sus agentes, las cuales encubren una abierta legitimación y propaganda del llamado pueblo vandálico.
3. Eslóganes populacheros: “Chile despertó”, “Chile cambió”
“Chile despertó” y “Chile cambió” se han convertido en eslóganes populacheros y oportunistas. Pero Chile no ha despertado, ni ha cambiado. Lo acontecido el 18 de octubre de 2019, con la destrucción concertada y coordinada de varias estaciones del metro de Santiago, fue el punto de arranque de una crisis social largamente preparada desde las sombras: una incubación de contenidos y procesos inconscientes que, finalmente, han brotado a la luz en toda su obscenidad e impudicia latentes durante décadas, si no durante siglos.
No obstante, las causas mediatas e inmediatas de esta crisis son difíciles de establecer, más allá de la especulación. No hay certeza alguna acerca de esto, aunque es evidente que la destrucción inicial fue planificada. Pero, ¿por quiénes?
En lo concerniente a sus causas mediatas, esto es, la incubación de procesos inconscientes indeterminados y anteriores a cualesquiera contingencias, pudiera tratarse de la putrefacción enconada derivada de la impunidad de la dictadura civil-militar, en materia de derechos humanos, consagrada por la Concertación de Partidos por la Democracia durante la postdictadura. Según la neuropsiquiatra Paz Rojas Baeza, la impunidad constituye un crimen contra la humanidad per se[1], el cual ahora exhibe la carnicería estructural inherente a las relaciones sociales en Chile, desmintiendo la farsa de su “imagen país”.
No, no es un despertar, sino una peligrosa irrupción de imágenes arquetípicas, sombrías y malignas de disolución, asociadas a crímenes inexpiados y crímenes imperceptibles. Tal vez, el preludio al hundimiento de Chile en una última oscuridad, en lo indiferenciado materno originario o las fauces de la madre terrible, cuyo efecto manifiesto sería la locura, la aniquilación y la entrega a la barbarie. O bien, el renacimiento. Pero, para que esto último pudiera darse, para remontar ese abismo, son necesarias enormes fuerzas espirituales y morales, así como una disciplina y fidelidad al espíritu irrestrictas, que Chile no ha demostrado tener.
Por lo demás, quienes excepcionalmente han encarnado esas fuerzas luminosas y benignas, han muerto en forma violenta o prematura, o han acabado excluidos de todo: Violeta Parra, Gabriela Mistral, Jorge Millas, Salvador Allende, Sergio Salinas Roco, entre otros. Pues Chile no ha abandonado su impronta autodestructiva y sacrificadora de todo aquello que trasunta nobleza. ¿Y por qué ahora dejaría de ser el país que liquida a sus mejores elementos?
En lo inmediato, la destrucción que dio inicio a esta crisis estuvo precedida por la paulatina autodestrucción del Instituto Nacional, colegio público reconocido, hasta no hace mucho, por su excelencia académica e importancia histórica. Y, pocos días antes del 18 de octubre, por la evasión masiva del pago del pasaje del metro de Santiago por una horda de jóvenes, en protesta contra su última alza. Ahora bien, la naturaleza de esta crisis social en curso requiere un estudio más profundo. Sin embargo, anteriormente ya había signos de un proceso de descomposición y disolución social cada vez más virulento y siniestro, acelerado sobre todo a partir de los gobiernos de Bachelet.
Entre otros, fenómenos naturales como terremotos, tsunamis, megaincendios, aluviones, y sequía extrema, seguida por la muerte masiva de animales en zonas rurales.
Y, por otro lado, fenómenos humanos colectivos como el conflicto chileno-mapuche, de alta destructividad, extendido durante años, y sin solución hasta ahora. Destrucción y abuso de niños abandonados en el Servicio Nacional de Menores. Corrupción y colusión del gran empresariado, de Carabineros de Chile y del Ejército de Chile. Elevadas estadísticas en materia de consumo de drogas, alcoholismo, enfermedades mentales y suicidios. Crímenes atroces cometidos por psicópatas, como el infanticidio ritual de la secta de Colliguay. Contaminación ambiental incompatible con la vida, sin solución hasta ahora. Expansión de la impunidad a todo nivel. Derrumbamiento de la Iglesia Católica debido a los escandalosos casos de pedofilia y, luego, debido al siniestro caso de abusos sexuales y violaciones cometidos durante cuarenta años por el sacerdote Renato Poblete, de connotaciones psicopáticas, satánicas y blasfemas. Permisividad institucional frente a un fenómeno ostensible en los últimos años: la expansión del narcotráfico y el sicariato, cuya pseudoestética se manifiesta a través de los llamados “narcovelorios”, en que los narcotraficantes celebran la muerte de uno de los suyos, exhibiendo su poder de fuego de manera ostentosa, ruidosa, vulgar, y a mansalva, demostrando así su pertenencia grupal y expansión territorial como metástasis y expresión de su psicopatía megalómana de consumidores consagrados.
Cabe, por último, destacar un acontecimiento acaecido el 9 de junio de 2016, en Santiago, en que unos encapuchados profanaron una figura de Cristo crucificado, sacándola de la Iglesia de la Gratitud Nacional a la calle, donde la destruyeron con furia. Parecía el descuartizamiento de una persona viva. Uno de los detenidos, estudiante del Internado Nacional Barros Arana, de 18 años, declaró al ser formalizado: “Tomé el Cristo y lo saqué sin motivación, actué por impulso, no pensé que a alguien le pudiera molestar, porque sólo es una figura de yeso. Lo saqué por euforia, como un animal de horda”[1].
La pasmosa inconsciencia y desafección de este joven no lo exculpa de la gravedad de estos hechos, de connotación satánica, en razón del peso simbólico y cultural de la imagen de Cristo. Pues con esta acción, él y sus demás perpetradores se pusieron del lado de los poderes de este mundo que escarnecieron, torturaron y crucificaron a Cristo. Su conducta irracional, mimética, meramente impulsiva, irreflexiva y, peor aún, de renuncia a su capacidad de pensar, los sitúa como representantes del fascismo, y no de un “despertar” social.
¿Ésta es la juventud “nacida sin miedo” ante la que tantos adultos irresponsables, cómodos, ignorantes y sin autoridad, se postran como hipnotizados? ¿Ésta es la juventud que “se ofrenda”, como declaró una mujer durante un ritual callejero en estos días? ¿Qué haría esa juventud enfrentada a una guerra regular? ¿En qué acabará convertida cuando alcance la edad adulta?
4. Lumpenfascismo y lumpenconsumismo
“Lo material no importa; total, se recupera” es otro eslogan populachero y oportunista, difundido desde hace tiempo, que pretende expresar un aparente desapego de lo material. Pero se trata de otra impostura, que busca encubrir el entreguismo de la sociedad chilena al hedonismo de la sociedad de consumo, impulsado por la Concertación de Partidos por la Democracia, uno de cuyos orgullos declarados ha sido, precisamente, la llamada democratización del consumo.
Peor aún, este eslogan encubre no precisamente un apego a lo material, sino, más bien, la imposibilidad de una espiritualización de la materia. De la familiaridad que un ser humano puede establecer con la materia orgánica e inorgánica, tanto con entes naturales como con objetos o lugares, por ejemplo, deriva una serie de significados y asociaciones. Esto indica que la materia no se agota en su concreción inmediata, sino que puede espiritualizarse y, de ese modo, permanecer y trascenderse a sí misma, en términos simbólicos y afectivos.
Pues bien, con la desertificación del alma que provoca la sociedad de consumo, esa espiritualización se torna imposible. De ahí que todo lo material sea considerado desechable. Esta actitud ha acabado extendiéndose a los seres humanos mismos y sus relaciones, consideradas sólo desde el prisma de una utilidad contingente, circunstancial, efímera y descartable.
Éste es otro elemento que ha determinado la actitud de persistente banalización y negación, cuando no de implícita justificación, de sabotajes, saqueos e incendios, y a preferir, en cambio, la aparente vitalidad carnavalesca, festiva y fraterna de las marchas y concentraciones, como si se tratara de una hipnosis colectiva. De ahí la repetición, hasta la náusea, de dos términos propios de un discurso bienpensante: “pacífica” y “familiar”, aplicados a su despliegue, aunque éste acabe siendo el preludio a la inevitable barbarie posterior, que comienza con la represión -cada vez más irracional- y termina con la permisividad de saqueos e incendios por parte de la fuerza pública. Estos tres momentos conforman la imagen en movimiento de una brotación de lo siniestro, encubierta por el aparente carácter pacífico, familiar o festivo de la legítima protesta “ciudadana”[1]. Casi se diría que tanto quienes mayoritariamente protestan como quienes intervienen en las acciones destructivas posteriores, necesitan a la fuerza pública para validarse y justificarse. ¿Acaso esperan secreta y oscuramente que haya una masacre?
De otra parte, ¿es este comportamiento de la fuerza pública una expresión de la anomia imperante, sin más? ¿Es verdad que su capacidad ha sido superada por el poder de la horda? ¿O acaso libra una especie de guerra privada, como una manifestación más de la corrupción y quiebra institucional en que está sumida?
Por lo demás, el término “familiar” remite a otro poder fáctico, otra condición arbitraria e implícita, para tener derecho a existir y no ser destruido por depredadores oportunistas. Hasta para participar en una protesta hay que tener familia: el gran pilar de la nación, según la Constitución de 1980, la gran validación social, siempre prepotente en su impronta de mafia, horda o barra brava, incapaz de diferenciación y de conciencia. Incluso los saqueadores han validado su impudicia de esta manera, asistiendo con sus familias a depredar los supermercados, sólo para tener más.
Lo anterior puede ser definido en relación con los conceptos de lumpenización, lumpenfascismo y lumpenconsumismo. Éstos describen la transversalidad de la dominación y sus lacras, más allá de las clases y cualesquiera redes sociales y hordas. Respecto de los dos primeros: “La lumpenización es, primero, un proceso de decadencia moral y espiritual y, segundo, de decadencia y descomposición social, como signos de un orden socavado desde dentro. Mientras que el lumpenfascismo corresponde a un tipo específico humano constitutivamente degradado, así como a las manifestaciones de su forma de vida, cuyo foco es una forma transversal de ejercer el poder, o de reproducir el ejercicio del poder del vencedor”[1].
En este marco, el lumpenconsumismo define la imposibilidad de una espiritualización de la materia, así como la transformación de ésta en desecho o basura. Esto se extiende tanto a seres vivientes en general como a seres humanos en particular, cuyas sórdidas relaciones interpersonales son determinantes en cuanto impronta de una forma de vida naturalizada y normalizada para la manipulación, utilización, cosificación y muerte del prójimo en su calidad de desecho o basura.
El lumpenfascismo y el lumpenconsumismo abarcan desde los grandes depredadores y saqueadores, los amos, incluidos el crimen organizado y el narcotráfico, pasando por los sectores llamados “aspiracionales”, hasta el último de los “pobres y oprimidos”, conformando un sistema que se retroalimenta como en un juego de espejos.
5. Impostura insurreccional
La impulsividad manifestada en esta crisis social arraiga, en gran medida, en las siniestras apetencias de la sociedad de consumo. Antes de ser asesinado, Pier Paolo Pasolini sintetizó lo que pudiera ser descrito como el teorema de la sociedad de consumo: tener, poseer, destruir.
Pasolini se refiere en los siguientes términos a la educación común y obligatoria impartida en la Italia de su tiempo. Ésta “nos empuja a todos a la competición por tenerlo todo a toda costa. (…) en cierto sentido, todos son los débiles, porque todos son víctimas. Y todos son los culpables, porque todos están listos para el juego de la masacre. Con tal de tener. La educación recibida ha sido: tener, poseer, destruir”[2].
Los conceptos de lumpenización, lumpenfascismo y lumpenconsumismo recogen éstos y otros elementos, como parte de su estructura. En consecuencia, la crisis social actualmente en curso sólo en apariencia sería una insurrección basada en las legítimas demandas sociales, en términos de pensiones y salarios dignos, acceso a la salud, transporte y demás. Tales necesidades son reales, pero incluso éstas han acabado pervertidas por el cataclismo antropológico implicado en el hedonismo de la sociedad de consumo, que para Pasolini constituía el verdadero fascismo, en razón de la homogeneización, nivelación, destructividad y deshumanización emanadas de aquél como efecto permanente, enquistado y recalcitrante.
En suma, la crisis social actualmente en curso no es un trasunto de la brotación incipiente de una nueva forma de vida debida a una auténtica transformación espiritual, ni una recuperación de auténticos y elevados valores humanos y culturales -si aún cabe invocarlos o declarar su existencia-, sino una impostura insurreccional, cuyo horizonte último y subyacente es la satisfacción de las apetencias de la sociedad de consumo y su barbarie: tener, poseer, destruir.
6. Las fauces de la madre terrible: el alma negra de Chile
Lo más real, auténtico y patente en su horror, es el hecho de esta irrupción y avalancha de contenidos inconscientes, largamente incubada. Es un poder operando desde las sombras, casi inhumano, precipitado por las tensiones sociales y los crímenes inexpiados de Chile, cuyo colapso ha acabado revelando la oscuridad y podredumbre del alma chilena. Un alma negra y vacía, vomitada en toda su obscenidad, descaro, impudicia, indecencia y prepotencia fascistoides y sin límites: tener, poseer, destruir, como desesperado horizonte último y vital.
Así se derrumba la falsa “imagen país” de Chile, vendida como producto de consumo al extranjero.
Así termina de extinguirse el ya fantasmal estado de derecho, que antes de esta crisis otorgara plenos poderes al lumpenfascismo y sus agentes, diseminados en distintos estratos: el gran empresariado, el narcotráfico y sus ostentaciones asquerosas y pseudoestéticas; corrupción institucional, corrupción y envilecimiento del pueblo, convertido en una autocomplaciente horda de consumidores voraces, ya madura para una barbarie abierta e impune, como en el huevo de la serpiente. Es así cómo, con ocasión de este hundimiento en lo indiferenciado, los saqueadores anónimos han terminado de realizar su más violento deseo: consolidar su acceso al privilegio de la impunidad de los amos, consagrando su pertenencia a la psicopatía estructural de la sociedad. Pues ellos no son marginales a las estructuras del sistema, sino el sistema mismo.
Pero la naturaleza última de ese poder en las sombras es difícil de elucidar, pues precede a la contingencia que lo hizo manifiesto, en cuanto proceso del inconsciente colectivo. Es un momento arquetípico extremadamente peligroso, que conmina individualmente a decidir entre hundirse festivamente en las fauces de la madre terrible para enloquecer, morir y entregarse a la barbarie, o intentar realizar un esfuerzo moral para renacer lúcido y purificado de ese abismo.
El futuro es incierto. Todo dependerá de la disposición de la conciencia individual frente a la amenaza que significa su inminente posesión por esos contenidos inconscientes, lo cual exige ingentes fuerzas espirituales y morales, que Chile ha demostrado escasamente anhelar y cultivar con autenticidad y rigor, comprado por los prestigios de la industria del envilecimiento, que supone su propia voluntad de envilecimiento y la de los suyos.
El neoliberalismo encarnado como una metástasis, la peste negra de Chile en alma y cuerpo, supura asquerosamente a la luz de esta crisis. “Cada opresor es una máquina de muerte”, expresó Juan de Quintil en su inmortal Inxilio (1992), sentencia que ahora abarca desde los dueños de Chile y su obscena impunidad, hasta los pobres que esquilman a otros pobres, que abusan de otros pobres, que saquean a otros pobres, incluida la dueña de casa que endosa sus hijos, sus mascotas y su basura (en el mismo nivel) cotidiana y banalmente, esperando que sean el problema de alguien más, como si se tratase de un derecho ganado.
¿Qué hará Chile en esta encrucijada, ante los peligros del alma y los saqueos del alma?
6. Farewell
deja que los muertos entierren a sus muertos.
Mt 8, 22
A estas alturas, las legítimas reivindicaciones sociales en materia de pensiones, salario mínimo, transporte y demás, no son más que excusas, banalizadas y políticamente correctas, que encubren la violenta avidez inherente a los prestigios de la sociedad de consumo, incluida la administración de vínculos utilitarios calculados en vistas a lo conveniente. La dimensión social de gravísimos hechos -sabotajes, saqueos e incendios, y la tortura moral causada por éstos-, cuyos efectos permanecerán largamente cuando las marchas y concentraciones “pacíficas” y “familiares” se acaben, no es considerada. Pues se trata de hechos poco reconocidos en todo el peso de su realidad. Lo políticamente correcto es ignorarlos en favor de una pretendida comunidad política preocupada sólo por la represión policial y sus fatales consecuencias, como si aquéllos fuesen ficciones manipuladas por una televisión para descerebrados.
Pues bien, no creo en la autenticidad de estas insurrecciones “ciudadanas”, “empoderadas”, carnavalescas y bienpensantes de última hora, tras décadas de entreguismo a la sociedad de consumo, auspiciada y promovida abiertamente por la Concertación de Partidos por la Democracia.
No creo en la autenticidad de esta pretendida y “espontánea antesala de la revolución”, o “prerrevolución” oportunista y sin otro horizonte que la destrucción de todo aquello que el “pueblo soberano”, y los insatisfechos consumidores aspiracionales -ignorantes, codiciosos, espurios simulacros de sí mismos- no pueden tener. El llamado “bajo pueblo”, o los “pobres y oprimidos”, o “los más vulnerables”, o el “pueblo mestizo”, o el “pueblo vandálico”, además de los sectores llamados aspiracionales, que son una derivación de aquéllos, están lejos de guardar alguna autoridad moral para exigir equidad y justicia. Pues el foco de su interés es lo conveniente, y no lo justo.
Y, sobre todo, no creo en la autenticidad de estas insumisiones de última hora, fraternidades de última hora, diálogos de última hora, inclusiones de última hora, conciencia de última hora, dignidades de última hora -como la absurda designación populachera de la Plaza Baquedano en términos de “Plaza de la Dignidad”, luego de haber sido completamente saqueada y destruida-, tras décadas de corrupción moral y competencia por alcanzar algún miserable pequeño poder destruyendo a otros, suprimiendo a otros, abandonando a otros, o vampirizando a otros, sobre la base del cálculo de lo conveniente.
Durante estas décadas he acumulado suficientes evidencias acerca de lo que son, vistos de cerca y en detalle: saqueadores en todos los niveles, saqueadores del alma con sus actitudes viles y depravadas, esquilmadores, explotadores, manipuladores profesionales que operan desde la ambigüedad y el estilo implícito, oportunistas, cínicos, mentirosos, depredadores, extorsionadores, abusadores, cobardes, traidores, orgullosos de su vulgaridad y talento para la impostura y la astucia artera, hipócritas, frívolos, siempre subiéndose al carro de la victoria, siempre calculando cómo sobrevivir a costa de otros, obteniendo ventaja y renta de los más débiles, para después convertirlos en vómito, excremento y basura. Prepotentes, mafiosos, linchadores, incapaces de hacerse cargo de sus actos. Su única pertenencia y validación social es su repugnante posicionamiento en el reino indiferenciado de la psicopatía estructural que retroalimenta la peste negra del neoliberalismo, con su infinito placer de haber podido acceder por fin al privilegio de la impunidad de los amos y su satánica mezquindad organizada.
Aprendieron bien sus lecciones del sistema de antivalores socialmente legitimado, del que son su último o su primer eslabón, y no sus víctimas: siempre ganadores, competitivos, envidiosos, complacidos y empoderados en su ignorancia (que es una eficiencia), siempre victimizándose, siempre justificando y reivindicando su miseria moral y espiritual, su indecencia, descaro y voluntad de envilecimiento.
¿Es que de pronto se volvieron buenos, solidarios, responsables de sí mismos, nobles y autoconscientes?
Se requieren fuerzas espirituales y morales muy superiores, sobriedad y silencio, además de una disciplina y fidelidad al espíritu irrestrictas, para poder realizar cambios profundos, tanto internos como externos. Y el chileno no ha demostrado hasta ahora tener esa capacidad.Siempre habrá alguno dispuesto a vender a su amigo o a su hermano por treinta monedas de plata. Y siempre habrá una horda mentirosa, extorsionadora, depredadora y asesina, dispuesta a sacrificar al más débil para validarse a sí misma, reintegrarse a sí misma y reconciliarse consigo misma, como en el festivo, humillante y divertido juego impuesto a los conductores llamado “El que no baila no pasa”, que es un linchamiento encubierto.
No espero nada de esta “revolución cultural desde abajo”, mentada desde hace años, ni de sus modas asociadas, tras décadas de pequeñas carnicerías privadas, cotidianas, desoladas e impunes.
No espero nada de este país, que nunca ha sido mi país.
Mueran si les place, chilenos, por la patria que tanto les ha dado.
El lumpenconsumismo destella su fuego negro de vacío y muerte del alma.
Sólo un trasunto de belleza e inocencia permanece en medio de esta agonía, este horror, esta oscuridad, y esta inmundicia: la imagen de un joven con una marioneta de Violeta Parra y su guitarra -seguramente hecha por él mismo-, cantando sus composiciones llenas de amor, lucidez y espíritu, en una calle de Valparaíso en ruinas.
Valparaíso, 27 de octubre al 17 de noviembre de 2019
Publicado el 17 de noviembre de 2019, en Escritores y Poetas en Español, Archivo “Chile despertó”, http://letras.mysite.com/lopo171119.html. Y en la revista impresa Dos Años 2019-2020 No 2, edición a cargo de Sabine Drysdale, Matías Rivas y Daniel Rozas.
Citas:
[1] “Violenta manifestación terminó con saqueo de Parroquia de la Asunción”, en cooperativa.cl, 8 de noviembre de 2019.
[2] Mariano Puga, “¡El despertar no tiene que morir nunca más!”, en elmostrador.cl, Santiago de Chile, 23 de octubre de 2019.
[3] Ibíd. [4] Ibíd. Cf. Ez 37, 1-10.
[5] Marco Fajardo, “Historiador Gabriel Salazar: ‘El pueblo mestizo del que nadie habla sufre un daño transgeneracional’”, en elmostrador.cl, Santiago de Chile, 28 de octubre de 2019.
[6] Ibíd.
[7] Ibíd. [8] Entrevista de Fernando Paulsen a Gabriel Salazar, programa Última Mirada, CNN Chile, cnnchile.com, 7 de noviembre de 2019.
[9] Paz Rojas Baeza, La interminable ausencia. Estudio médico, psicológico y político de la desaparición forzada de personas. LOM, Santiago de Chile, 2009.
[10] P. Danton y J. Matus, “Formalizan a joven por ataque a Iglesia de la Gratitud Nacional”, en latercera.com, 6 de agosto de 2016. Lucy Oporto Valencia, “El Cristo roto y el lumpenfascismo”, en www.letras.mysite.com, Escritores y Poetas en Español, junio 2016. Archivo de autores.
[11] Lucy Oporto Valencia, “El postfascismo como brotación de lo siniestro”, Prólogo a Los perros andan sueltos. Imágenes del postfascismo. Editorial Universidad de Santiago de Chile (USACH), 2015.
[12] Lucy Oporto Valencia, “La maduración de la Serpiente”, op. cit., p. 248.
[13] Furio Colombo, “Todos estamos en peligro. Entrevista con Pier Paolo Pasolini”, en Pier Paolo Pasolini. Palabra de corsario. Círculo de Bellas Artes de Madrid, 2005. P. 309. Entrevista publicada en el suplemento Tuttolibri, periódico La Stampa, 8 de noviembre de 1975. Traducción española de Andrea Perciaccante. El título es de Pasolini. Última entrevista ofrecida por el autor, horas antes de morir.
La autora: Lucy Oporto Valencia (Viña del Mar, 1966). Investigadora independiente. Licenciada en filosofía. Autora de Una arqueología del alma. Ciencia, metafísica y religión en Carl Gustav Jung. Editorial USACH, 2012. El Diablo en la música. La muerte del amor en El gavilán, de Violeta Parra. 1ª edición, Altazor, Viña del Mar, 2008. 2ª edición, corregida y aumentada, Editorial USACH, 2013. Los perros andan sueltos. Imágenes del postfascismo. Editorial USACH, 2015. La inteligencia se acrecienta en la Nada. Ediciones Inubicalistas, Valparaíso, 2016. Cine, humanismo, realidad. Textos reunidos, de Sergio Salinas Roco. Tres volúmenes. Introducción, compilación, transcripción y notas críticas, a cargo de Lucy Oporto Valencia. Editorial USACH, 2017. El placer de la destrucción. Carta abierta en respuesta a Franco Berardi. Publicado el 6. 2. 2020, en Escritores y Poetas en Español, Archivo de autores, http://letras.mysite.com/lopo060220.html.