lunes, noviembre 25, 2024

Carlos Peña apoya medida Presidencial: «Pretender que la vida debe seguir paralizada por mucho tiempo más sería peor»

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Dentro de las múltiples tonterías de estos días (el miedo es levadura de estupidez) se encuentra aquella según la cual hay que escoger entre la economía o la salud.

El dilema es llamativo y resulta seductor (especialmente para los tontos que en las redes escriben sandeces y los abundantes cobardes que formulan amenazas viles como la de que fue víctima la inteligente Izkia Siches), pero es obviamente falso.

No hay que elegir entre la economía y la vida.

La economía, es decir, el trabajo y el intercambio a que él da lugar, mediado por el dinero, salvo que se prefiera el trueque, son la base de la vida humana. Los hombres, dice Marx en el prólogo de la Contribución a la crítica de la economía política (dice “los hombres”, pero se refiere a todos los seres humanos, algo que en estos días es necesario aclarar para que a alguien carente de luces no se le ocurra detectar machismo en ese texto), producen y reproducen materialmente su existencia. La existencia humana no está concedida de una vez y para siempre, sino que se sostiene a sí misma mediante el intercambio con la naturaleza a través del trabajo. Así ha sido siempre o al menos desde que los seres humanos fueron expulsados del jardín del Edén (como se sabe, la Biblia, en una muestra intolerable de machismo, culpa de esa expulsión a Eva, de manera que habría que sugerir que a ese texto no se le leyera nunca más o se exigiera a quien lo inspiró que lo arregle).

En fin, hay que volver al dilema.

Si la actividad económica no existiera, si los seres humanos por miedo o por un repentino arranque místico decidieran unánimemente quedarse quietos como un yogui que mira inmóvil el transcurrir del tiempo (la experiencia que muchos chilenos y chilenas buscaban en la India y de la que ahora tratan desesperadamente de escapar para volver al Chile errado y materialista), a poco andar se extinguirían.

Y entonces lo que no logrará la peste, lo habrá logrado el miedo paralizante.

Es verdad que no se trata de salir de un día para otro a retomar la vida como si la peste fuera, simplemente, el rastro de un mal sueño. Algo así sería obviamente estúpido y riesgoso; pero pretender que la vida debe seguir paralizada por mucho tiempo más sería peor.

No queda otra, entonces, que -mal que pese, hay que coincidir en esto con el Presidente- planificar un retorno seguro, retomar las actividades progresivamente. Volver a comerciar, a vender y comprar cosas, a producir, a intercambiar directamente ideas, a envolverse en esa institución pecaminosa que se llama mercado, a hacer todas esas actividades que hoy día causan razonablemente miedo, pero que si no se realizaran, o no se retomaran dentro de un tiempo razonable, harían que la vida humana se volviera peor que si una peste porfiada e incluso más letal la siguiera arrasando día a día.

No hay pues que elegir, como algunos lerdos querrían, entre la economía y la salud, entre la bolsa y la vida, como si se estuviera en medio de una escena delictual (solo que en esta quien empuña el revólver amenazante sería la naturaleza), sino que se trata de asegurar la vida humana por la vía de sostener la vida social, el esfuerzo compartido y las instituciones sobre las que descansa, puesto que esas instituciones son las únicas, no hay que olvidarlo, que harán posible el control de esta peste (y de otras más visibles y más dañinas).

La búsqueda de una vacuna por los grandes laboratorios; la fabricación de los variados implementos para contener el contagio; la distribución de beneficios para los más golpeados por la crisis (entre ellos los inmigrantes, muchos de ellos víctimas de la xenofobia que desmiente el buenismo y las frases bien pensantes como aquella según la cual la crisis nos recuerda que somos hermanos, etc.); las clases para los niños y niñas, especialmente los de menos recursos que de otra forma quedarán atrás, todo eso, y otras actividades semejantes, son actividades económicas o requieren un esfuerzo económico, recursos, sacrificios de un bien para favorecer otro, trabajo, transpiración, intercambios entre los individuos y la naturaleza y entre ellos y esa otra segunda naturaleza que se llama cultura.

Así que no se trata de elegir entre la bolsa o la vida (o entre el bolso y el vigor, para que nadie ¡Dios no quiera¡ detecte sexismo alguno en este falso dilema), sino entre administrar racionalmente el riesgo retomando los quehaceres económicos que hacen posible la vida o, en cambio, dejarse invadir por el pánico, huir y ocultarse creyendo tontamente que, de esa forma, el peligro se alejará.

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