«Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y, dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros.» Artículo 1, La Declaración Universal de Derechos Humanos.
La Declaración Universal de Derechos Humanos, debe ser unos de los textos más fundamentales para guiar y orientar una convivencia democrática. Es complejo pensar que esta declaración pueda acercarse a la realidad cuando existen regímenes que inhiben los mecanismos para procesar conflictos de forma pacífica. Por tanto, esta Declaración requiere de regímenes democráticos fortalecidos y con altos grados de legitimidad.
Los Derechos Humanos desde el 18 de octubre han sido citados, mencionados y reclamados fervientemente en nuestro país. Lo que es innegable, es la crisis que hemos demostrado en esta materia y por tanto, la necesidad imperiosa de ensanchar nuestra democracia hacia márgenes que permitan en primer lugar evitar el atropello de agentes del estado y en especial, que la violación de los Derechos Humanos no sea parte de los procesos institucionales, doctrinales y formativos de las instituciones que detentan el uso de la fuerza. Pero en un segundo lugar y siguiendo el primer artículo de la Declaración, es fundamental que estos Derechos y sus principios tengan raíces profundas en la sociedad. La necesidad de construir sociedad a partir de principios de fraternidad, nos recuerda que muchas veces la violencia ejercida por grupos e individuos contra otros/as destruye los fundamentos de la convivencia social en democracia.
¿Qué pasa cuando la violencia se ha instalado como el lenguaje principal tanto del Estado como de ciertos grupos sociales? Podemos pensar que cuando la ciudadanía pierde poder, todos/as perdemos poder.
«Una de las distinciones más obvias entre poder y violencia es que el poder siempre precisa el número, mientras que la violencia, hasta cierto punto, puede prescindir del numero porque descansa en sus instrumentos.» Sobre la violencia, Hannah Arendt
Hannah Arendt en su búsqueda por distinguir y diferenciar «poder» y «violencia» permite visualizar en parte, el riesgo que se tiene cuando la violencia se convierte en protagonista. En tanto, la presencia de violencia acusa una ausencia de poder.
Lo anterior se ha dado progresivamente en nuestro país, a partir de un lenguaje que ha tendido a poner la violencia «legítima» o «ilegítima» como el centro del debate en el espacio público. Quizás el proceso constitucional puede ser una de las pocas respuestas reales que apunta a la posibilidad de construir poder desde la democracia. Sin embargo, el debate, los eventos, los sucesos, las acusaciones y acciones al parecer tienden a posicionarse más cerca de los instrumentos (violencia) que de la legitimidad del poder.
Sin lugar a dudas, el Gobierno de turno (que detenta el principal poder de ejecución del Estado) tiene el mayor desafío, desde las palabras iniciales que instalaron el concepto «guerra», y hasta las víctimas de la brutalidad policial, se requiere que reformulen sus respuestas, esperando que demuestren mayor presencia de poder y menos uso de los instrumentos de la violencia a la hora de gobernar. También aparece un desafío para nosotros/as la ciudadanía, en tanto, debe existir un reconocimiento legítimo de la diversidad, pluralidad de opiniones y concepciones de cómo construir sociedad, así como una coherencia a la hora de reclamar principios democráticos.
Tal como indica la Declaración de Derechos Humanos, el reconocimiento de estos, no tienen sentido sin un acuerdo de fraternidad fundamental que debe inhibir que los instrumentos de la violencia se constituyan como el gran producto de un estallido de descontento que a partir del concepto «dignidad» no hace más que reclamar la carencia de un sistema de protección social que asegure ciertos mínimos que le den espacio real a todos/as para declarar con certeza, implícita o explícitamente:
«Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y, dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros.»
En definitiva y volviendo a Hannah Arendt, el gran desafío para el gobernante (los que detentan la mayor responsabilidad) y los gobernados, es tomar decisiones que sean coherentes con ese concepto que todos/as decimos anhelar, pero que requiere acciones concretas y comprometidas. Ese concepto es «paz», fundada en el poder y no en el uso de la violencia.