Por: Viviana Rada – Doctora en Educación – Vivir y transformar
En la cotidianidad de la crianza, es fácil olvidar que el cerebro infantil no funciona como el de un adulto. Como padres, a menudo hablamos con nuestros hijos esperando que comprendan y procesen la información de la misma manera que lo hacemos nosotros. Sin embargo, esta suposición es equivocada y puede resultar en frustración tanto para los adultos como para los niños. La clave para entender esta desconexión radica en una simple pero poderosa distinción: la diferencia entre el pensamiento concreto y el pensamiento abstracto.
Desde la neurociencia y la educación, se reconoce que los niños, especialmente en sus primeros años, piensan en términos concretos. Es decir, su comprensión del mundo está profundamente arraigada en lo que pueden ver, tocar y experimentar directamente. Por ejemplo, un niño pequeño entenderá fácilmente lo que significa tener dos galletas porque puede verlas y contarlas. Pero pedirle que comprenda la importancia de las matemáticas para su vida futura es un concepto que, aunque lógico para un adulto, se escapa de su capacidad de pensamiento en esta etapa de desarrollo.
Este desajuste entre la forma en que los adultos pensamos y la manera en que los niños procesan la información tiene consecuencias prácticas. Cuando usamos lenguaje abstracto para motivar a nuestros hijos, como al decirles que «el estudio es importante para su futuro», estamos hablando en un lenguaje que simplemente no comprenden. Lo que para nosotros es una verdad evidente y lógica, para ellos es una frase sin mucho significado. Por ello, es esencial que adaptemos nuestra comunicación a su nivel de desarrollo cognitivo.
La importancia de esta adaptación no puede subestimarse. Al hablar con los niños en términos concretos, no solo facilitamos su comprensión, sino que también fomentamos un entorno en el que se sienten seguros y comprendidos. En lugar de pedirles que estudien matemáticas por su valor futuro, podríamos decirles: «Vamos a contar cuántas galletas hay para asegurarnos de que cada persona en la familia reciba la misma cantidad». Este tipo de ejemplos tangibles no solo hacen que el concepto sea accesible para ellos, sino que también les muestra cómo el aprendizaje se aplica en su vida diaria.
Además, este enfoque tiene profundas implicaciones para la educación y la crianza. Debemos ser conscientes de que los niños aprenden mejor a través de la experiencia directa y la interacción con su entorno. Las actividades prácticas y las experiencias concretas no son solo formas efectivas de enseñarles; son esenciales para su desarrollo cognitivo.
Como padres y educadores, nuestro desafío es ser los puentes entre el mundo concreto en el que viven nuestros hijos y el mundo abstracto en el que eventualmente deberán desenvolverse. Esta tarea requiere paciencia, comprensión y, sobre todo, una comunicación efectiva que respete y refleje el estadio de desarrollo en el que se encuentran.
La clave para un aprendizaje efectivo y una crianza exitosa está en reconocer y abrazar esta diferencia. Al hablar el lenguaje del pensamiento concreto, no solo estamos enseñando mejor, sino que estamos creando un vínculo más fuerte con nuestros hijos, un vínculo basado en la comprensión, el respeto y la paciencia. Con este enfoque, preparamos a nuestros niños no solo para enfrentar el mundo que vendrá, sino para comprenderlo desde sus cimientos más sólidos.