***Por: Gaspar Tagliati
“Yo soy un servidor público” mientras ponen su mano derecha a la altura del corazón, es frecuente escuchar esta muletilla tan socorrida en los medios por quienes ostentan algún cargo de carácter público tras algún tipo de elección popular, es sin duda la monserga para asegurar y consolidar un abierto e incorruptible altruismo social semejante como cuando alguien se autodefine de cristiano en analogía a la humanidad y sabiduría del elegido de la Iglesia Católica para presentarse como un ser integro a todo efecto.
Se habla en forma peyorativa que existe una cocina al interior de los pasillos porque la comida preparada -generalmente- resulta de mal gusto para el mundo no político, estos ‘chef’ no son particularmente master en legislar en beneficio de los anónimos de quienes representan; en breve las trincheras políticas se han transformado en verdaderos bunkers de partisanos que no conocen la palabra acuerdo aún más después de la pandemia ya ni siquiera se da la mano para sellar un acuerdo y a posterior respetar; sin más no es de extrañar un “seig Heil” entre ellos y sin citar a una bancada en particular, la intransigencia e individualismo es derechamente transversal a todo el espectro de estos servidores públicos donde la filantropía queda solo para Tomas Moro por allá en el siglo XVI llenando de incertidumbre a la población que nuevamente en Octubre debe volver a las urnas para elegir cargos cuestionados no precisamente por su mala gestión administrativa a mayor abundamiento como la guinda de la torta para honrar a unos particulares servidores públicos toca la cuerda a mejorar “Que falta de respeto, que atropello a la razón, cualquiera es un señor cualquiera es un ladrón”– gracias, Enrique Santos Discépolo (1934).
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