Si el 18 de octubre de 2019 partió bajo la consigna «No son 30 pesos sino que 30 años» y con ello una revuelta con características de revolución que nadie, ni los opinólogos, ni «ilustradísimos» analistas y menos la mal llamada clase política, visualizó porque este grupo de «notables» solo viendo una parte de la realidad -la que más les acomodaba- desde su zona de confort, les impidió ver lo que estaba hirviedo en una parte de la sociedad más allá de las ideologías, las supuestas intervenciones de «comandos» ultra preparados de Cuba, Venezuela, Irán y de cuanto país se les ocurriera a estos «pensadores» de los círculos de poder, lo cierto -en parte- es que el estallido partió justamente porque se arrastraba y se sigue arrastrando la desconfianza en una casta política que ha usado y abusado de ese poder, que cayó en las garras de la corrupción donde negocios&política son incompatibles pero se hace vista gorda, donde el narco comenzó carcomer las bases, donde la educación está en crisis desde la mentada reforma que lideró la reina de los amarillos doña Mariana, y así suma y sigue, y no se puede olvidar a los juveniles líderes estudiantiles que en ese momento eran parlamentarios y hoy ministros del Estado, apoyaban esta neorevolución chilena.
Han pasado tres años, con dos de pandemia y las cicatrices -en la forma- se dejan ver en la ciudad y principalmente en el caso histórico de Santiago que se muestra raído, sucio, malholiente -como valparaíso- incluso comparable a sectores la miserable capital de Haití, así de decadente está Santiago de Chile, que a pocos metros del Palacio -que de Palacio en su concepto real no tiene mucho hay que decirlo- de La Moneda, cohabitan indigente -perdón, gente en situación de calle-, las calles y paseos peatonales con tiendas una al lado de otra hoy en su gran mayoría están en arriendo hace meses e incluso años, las talladas puertas de madera de la decena de iglesias del centro y otros edificios siguen cubiertos con latones para evitar ser quemadas como ocurrió en muchos templos y edificios -para los manifestantes- símbolos del poder y del «sistema», así el centro de Santiago es una ruinosa muestra del 18-O de 2019 y cuyo símbolo es lo que fue el orgullo de la capital la Plaza Baquedano que se transformó en la «bastilla» chilena y que obligó al Ejército a retirar los restos del monumento al héroe de la Guerra del Pacífico, una derrota moral para la institución castrense que no fue capaz de sostener un monumento cuyo significado de su caída tendrá profundas repercusiones en el mediano plazo.
En este contexto cabe destacar cómo el presidente de la Nación de la época, Sebastián Piñera, en pleno estallido, desafío a todos tomándose una foto posada en el icono de la revuelta el 3 de abril de 2020: La Plaza Baquedano que le valió la crítica más dura de parte del rector de la UDP, Carlos Peña “Un hecho rocambolesco, estúpido…”, Piñera tuiteó ese día: «Hoy, regresando a mi casa, pasé por Plaza Baquedano, me bajé un par de minutos a saludar a un grupo de Carabineros y Militares que ayudaban a dirigir el tránsito, me saqué una foto y continué mi camino. Lamento si esta acción pudo malinterpretarse».
Pero además de desaparecer el monumento a Baquedano, han y siguen desapareciendo locales comerciales y oficinas de abogados y bancos han comenzado a mudarse a la zona oriente de la Capital que está siendo repoblada por inmigrantes, cadenas de ópticas, tiendas de comidas y accesorios para mascotas, salones de belleza express, y tiendas chinas. En el pasado y bien pasado han quedado tiendas como Gucci, Hermes, salones de té, así que no le extrañe que en un futuro cercano trasladen La Moneda a la «cota mil» y la casa de gobierno sea transformada en algún baratillo departamental.