Por: Clery L. Neyra, Vicerrectora de Transformación y Nuevas Soluciones de AIEP
Como seres humanos estamos afectos a un sin fin de procesos mentales. Uno de los procesos cognitivos más complejos es la creatividad, la habilidad innata del hombre que le permite conectar una serie de conceptos sencillos hasta la creación de una idea totalmente nueva.
En el 2012, el doctor en psicología, Keith Sawyer (EE. UU) fue un paso más allá. Expuso la idea de que la creatividad tiene un fuerte componente colectivo y de colaboración que desemboca en la innovación. Antes, las organizaciones se centraban en la contratación de individuos muy creativos que tendrían mejores ideas y por tanto podrían generar más ingresos. Sin embargo, hoy se reconoce que mientras los equipos colaboran más, resultan siendo más creativos e innovadores.
Toda idea nueva viene de la creatividad. Si queremos que esa idea se convierta en un número o resultado medible, estamos hablando de innovación.
En el desarrollo de mi trabajo entendí que la principal diferencia entre la creatividad y la innovación radica en el enfoque. La creatividad es exclusiva de los humanos, la innovación lo es de las organizaciones o proyectos. La creatividad suele ser subjetiva, por tanto, difícil de medir. La innovación al ser objetiva, siempre demanda medición. La creatividad es un proceso cognitivo que intenta resolver un problema existente; la innovación consiste en introducir cambios dentro de un sistema existente.
Al identificar un problema o necesidad no satisfecha, una persona u organización puede utilizar la innovación para aplicar sus capacidades creativas y diseñar una solución adecuada que aporte valor. Por lo tanto, la innovación siempre implica creatividad, pero la creatividad no siempre implica innovación.
EL ROL DE LA EDUCACIÓN EN EL DESARROLLO DE LA CREATIVIDAD
La educación es el aspecto más potenciador de la creatividad y la innovación, o debería serlo. Para lograrlo, debemos fomentar que los estudiantes refuercen su voluntad de cuestionar el conocimiento existente. Johnson – Laird, psicólogo de la Universidad de Princeton, explica que “la creatividad representa un equilibrio entre el conocimiento y liberarse de ese conocimiento”.
Así mismo, durante la segunda mitad del siglo pasado, para muchos educadores, surgió la pregunta de ¿cuáles son los procesos cognitivos implícitos en la adquisición de nuevos conocimientos? y ¿cómo se desarrolla la creatividad en los estudiantes?. Para dar respuesta a estas interrogantes, surgió la Taxonomía de Bloom (1956). Una herramienta cuya clasificación de objetivos educativos está basada en la naturaleza del proceso cognitivo.
La jerarquía se estableció en forma de pirámide, donde la parte de abajo muestra los procesos menos complejos y hasta arriba los más complejos. La clave es desarrollar todos y cada uno de los objetivos para que el estudiante logre trascender más allá de las etapas de escuchar, memorizar y comprender el conocimiento, y finalmente pueda crear nuevos conocimientos que le aporten mayor conciencia de su propio aprendizaje.
También existen hábitos de aprendizaje que afectan la disposición y motivación personal del alumno por ser creativo, como la resiliencia, el hecho de no tener miedo a cometer errores y la capacidad de suspender el juicio mientras se generan las ideas, evitando la cultura de «solo respuestas correctas» que impide que los estudiantes estén dispuestos a cometer errores, a explorar.
Crear un ambiente creativo, ya sea en las escuelas u organizaciones, resulta muy poderoso. Los ambientes creativos más exitosos comparten algunos comportamientos clave como:
-Valoran y celebran las contribuciones creativas e innovadoras.
-Se centran en la profundidad y amplitud de las tareas (evitan saturarlas)
-Crean oportunidades y tiempo de exploración.
-Desarrollan códigos de comportamiento que valoran y promueven la creatividad.
-Fomentan la toma de riesgos sensatos.
Es importante entender que todas las actividades de pensamiento creativo requieren tiempo y colaboración, en especial en las etapas exploratorias.