Cuando asumió su cargo el 11 de marzo de 2018, el Presidente Sebastián Piñera estaba absolutamente enfocado en mejorar los números de su primera administración, y superar el dubitativo gobierno de su predecesora, Michelle Bachelet.
Pero cuando estamos en los descuentos de su Gobierno, el balance de Piñera y compañía no puede ser más desolador. Tras un 2019 y la mitad de 2020 acosado por las movilizaciones populares, la irrupción de la pandemia llegó en su ayuda. Pero sus éxitos varios en este período terminaron opacados por una parte por su obsesión de colgarse de ellos a cada instante (las reminiscencias del mensaje de los 33 mineros en su primer período no dejan de llamar a la ironía en este punto), como por un manejo político absolutamente deficiente, que lo llevaron a este año con una suma de fracasos catastróficos pese al enorme éxito de la campaña de vacunación.
El año partió con el surgimiento del «síndrome del pato cojo» en el palacio presidencial, y la salida de titulares de ministerios y subsecretarías, con Ignacio Briones y Cristián Monckeberg encabezando la estampida. Ello, en paralelo con los esfuerzos del Mandatario de mantener la unidad de la alianza oficialista en la que ya surgían tensiones de cara a las primarias presidenciales del sector y la conformación de listas de cara al intenso calendario electoral del año.
Y si febrero sería el puntapié inicial de la campaña masiva de vacunación a nivel nacional (que en estricto sentido había comenzado a cuentagotas en diciembre) que le valdría recuperar puntos en el favor popular y capacidad de maniobra, seguido de un mes de marzo copado por la campaña electoral, en abril la administración Piñera recibiría dos verdaderos golpes de knockout.
El primero de ellos sería la inapelable paliza recibida en la elección de convencionales y las municipales, donde el oficialismo sufriría un desastre de proporciones. El segundo acto del desastre sería la tozudez del Ejecutivo por impedir el avance del tercer retiro de fondos previsionales aprobado en el Congreso incluso con votos de parlamentarios gobiernistas. La decisión de acudir en última instancia al Tribunal Constitucional terminó por agotar el poco capital político que aún le restaba al Jefe de Estado, y en una semana llena de dimes y diretes en un ambiente de máxima tensión con la oposición y el Parlamente, Piñera recibió el aplastante dictamen del TC y debió reconocer su derrota final.
Para efectos prácticos, la capacidad del Ejecutivo para efectivamente gobernar se acabó en ese punto y, desde entonces, pasó a ser prácticamente un mero administrador, cayendo en un virtual estado de irrelevancia.
El que los fantasmas de sus errores y actuaciones poco claras del pasado lo siguieran para vivir una compleja acusación constitucional a causa de la venta de Dominga, llevarían a Piñera a vivir su última gran crisis. Y aunque finalmente se librara en el Senado por falta de quórum -después de una mediática y maratónica sesión previa de la Cámara- sería en definitiva una victoria vacía, siempre teniendo sobre él la amenaza de una acusación judicial internacional, denegada de momento, pero no definitivamente archivada.
Las elecciones parlamentarias y presidenciales reflejaron la irrelevancia absoluta de La Moneda en uno de los procesos más definitorios de las últimas décadas en el país.
La carta de Palacio (y, sobre todo del Segundo Piso), Sebastián Sichel, fracasó estrepitosamente por sus propios errores que terminaron alienando a buena parte de los votantes del oficialismo en su contra y alimentando la postulación de José Antonio Kast. El paso de este a la segunda vuelta llevó a algunas polémicas como el apoyo de ministros a la carta Republicana (y que terminó con la salida de la subsecretaria Paula Daza del gabinete para trabajar en su campaña).
La victoria de Gabriel Boric terminó de poner la lápida a la recta final del Gobierno de Piñera. La masiva puesta de urgencia a a más de 40 proyectos trabados en el Congreso en diversas etapas, con énfasis en sus maltratadas agendas de Seguridad y Previsional, solo dejaron en evidencia la necesidad del Gobierno por terminar con algún punto a favor, aunque la polémica en torno al financiamiento de la Pensión Garantizada Universal amenaza con desatar la última crisis legislativa de La Moneda en el Parlamento.
En definitiva, un Gobierno maltratado en extremo por la oposición y circunstancias impredecibles y/o fuera de su control, pero que ha terminado hundiéndose por sus sucesivos errores y porfía en decisiones que desafiaban la (triste) realidad de sus esfuerzos.
En este escenario, el recuerdo de los éxitos en el combate a la pandemia, la recuperación del empleo (por más que no sea en su mayoría gracias a sus esfuerzos) y el plan de apoyo social (que alcanzó su verdadera expansión gracias precisamente a la derrota de los esfuerzos gubernamentales de retrasar y contener las transferencias monetarias a la ciudadanía para contener efectos nocivos en la economía nacional), seguirán encabezando los últimos discursos presidenciales, pero a la hora de los balances finales no podrán ocultar su debacle política, su incapacidad de sacar adelante sus agendas de seguridad y previsión social (entre otras), y el que, en definitiva, la administración de Sebastián Piñera termine siendo recordada como una de las más lamentables del último siglo.