Carlos Peña se mete al «corazón» del Matrimonio Igualitario que remeció la política: «Merece igual respeto y consideración»

"Somos dignos porque somos un centro único de imaginación y esfuerzo a la hora de vivir la propia vida. Y ese esfuerzo merece igual respeto y consideración", sostiene Peña.

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Este domingo, Carlos Peña analiza lo que ha sido la «noticia» o el «escándalo» de a semana -según como quiera verlo cada cual- el Matrimonio Igualitario anunciado por el Presidente Piñera en su última cuenta del 1 de junio y que provocó el enojo e incluso la ira principalmente de la UDI y también de las maltrechas iglesias -católica y protestante- y el reclamo tiene que ver -en parte- con el cambio de posición del Mandatario ya que en agosto de 2017 dijo: “El matrimonio por su esencia”, “está íntimamente ligado con la fertilidad, fecundidad, la vida”. Y es en este escenario que Peña analiza el corazón de esta figura que se resumen en:

«Somos dignos porque somos un centro único de imaginación y esfuerzo a la hora de vivir la propia vida. Y ese esfuerzo merece igual respeto y consideración. Esa es la idea que late detrás del matrimonio igualitario: una cierta idea de la tarea que cabe al derecho, del propósito que ha de inspirarlo en una sociedad abierta y de la manera en que ha de orientar el resto de la vida cívica».

A continuación el texto completo del análisis de Peña:

«Hay ocasiones en que el aspecto más obvio de una iniciativa oculta su verdadero significado.

Es lo que ha ocurrido con el matrimonio igualitario.

Aparentemente se trata de una querella de esas que se llaman valóricas, donde las personas entrecruzan sus convicciones religiosas o éticas más profundas. Hay quienes piensan que se trata de reconocer que la alianza entre un hombre y una mujer es en todo igual a una alianza entre personas del mismo sexo. Y se indignan (es lo que ocurre a los conservadores) o se alegran por ello (como ocurre a los progresistas).

En ambos casos se trata de simplismos.

Porque es probable que si se detienen en el sentido más profundo de la iniciativa –en la idea a través de esa propuesta se realiza– encuentren puntos de convergencia. Y como esos puntos pueden ser muy importantes en el debate constitucional que viene, vale la pena detenerse en ellos.

Ante todo, es necesario reparar en el hecho que la sociedad moderna es una sociedad plural, en la que coexisten formas de vida y convicciones que son muy disímiles entre sí. Puede llamarse a esta condición de la vida contemporánea el hecho de la pluralidad. El problema que se plantea entonces al derecho es cómo regular esa pluralidad, si acaso ahogando algunas de las opciones en juego o, en cambio, entregando la decisión final a la esfera de la cultura.

La pregunta fundamental es entonces si es la tarea del derecho zanjar esas profundas discrepancias que forman parte de la vida en común, esas “cargas del juicio” que todos portan sobre sus hombros. O si, en cambio, la tarea del derecho consiste en asegurarse que cada uno pueda discernir la mejor forma de realizar lo que cree mejor o más justo en su vida personal. La primera alternativa no es compatible con una sociedad abierta, porque supone que en aspectos que solo atingen a la esfera íntima –el reconocimiento de su sexualidad o la forma en que organiza su vida afectiva, piense usted– el Estado tiene derecho de coacción. Y es evidente que ello lesiona la libertad. El Estado no debe intervenir en aquello que solo atinge a usted. ¿Significa entonces que el Estado debe ser relativista, aceptando sin chistar todos los puntos de vista y todas las formas de vida?

No exactamente.

Porque el Estado que acepta el hecho de la pluralidad –y emplea el derecho para gestionarla–, no es necesariamente un Estado que ignore lo que sea mejor para los ciudadanos, o un Estado al que sea indiferente lo que ocurra con sus vidas. No. Un Estado respetuoso de las personas y sus formas de vida lo es no porque ignore lo que es bueno o porque todas las opciones les parezcan equivalentes. Lo es porque piensa que la autonomía, el hecho de que cada hombre o mujer pueda discernir cómo hacer de su vida lo mejor y lo más bueno, es algo valioso que vale la pena promover. Se trata de un Estado que sabe que cada vida humana es una “improvisación que toca a mil puertas” sin que sepamos quién acierta y quién no, aunque sabemos que el hecho de que improvisar con honestidad en la búsqueda de lo más bueno y lo mejor es valioso y es la fuente de la dignidad humana. Después de todo, si cada uno no debiera tomar la carga de la vida y discernir cómo vivirla, si usted o yo fuéramos, sin saberlo, marionetas de un titiritero amoroso o cruel que juega con cada uno, moviendo los hilos, hilos que el Estado aspira a adivinar, ¿en qué sentido podríamos llamarnos dignos?

Somos dignos porque somos un centro único de imaginación y esfuerzo a la hora de vivir la propia vida. Y ese esfuerzo merece igual respeto y consideración.

Esa es la idea que late detrás del matrimonio igualitario: una cierta idea de la tarea que cabe al derecho, del propósito que ha de inspirarlo en una sociedad abierta y de la manera en que ha de orientar el resto de la vida cívica.

Porque si es verdad que la autonomía es un valor, si es cierto que una vida bien vivida es la que procura por sí misma realizar para ella lo mejor y lo más bueno, entonces parece evidente que todas las personas debieran tener derecho a ejercitar esa dimensión que es la base de la dignidad. A potenciar que sean sus decisiones y no las ajenas las que conduzcan su vida y a disponer de los bienes básicos que lo hagan posible.

No es esa, por supuesto, una idea puramente abstracta.

La distribución igual de las capacidades básicas –por ejemplo, mediante la educación o la distribución del riesgo, de las “flechas del destino”– es la única forma de expandir la idea de responsabilidad personal, lograr que su vida sea sensible a lo que usted decidió para ella y no en cambio a lo que decidieron fuerzas que usted ni conoció, ni controló, que su vida sea el resultado relevante de lo que quiso y no de lo que simplemente le pasó.

Tal vez una de las virtudes de la decisión presidencial sea que apoyó una idea que, cuando se la mira con calma, es todo un proyecto hacia el que podría converger parte de la derecha y de la izquierda, escapando a las ideas globales –Estado versus mercado, público versus privado, que esta subsidiariedad sí, que esta no–, que suelen ser una forma habitual de disfrazar la falta de principios que puedan orientar la acción»remata Peña.

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