Este domingo el abogado y «sensor» Carlos Peña, entra al debate por la libertad de los llamados presos políticos de 18-O, y que justamente se está debatiendo en el Congreso, Peña sostiene que: «Esas personas no están presas por sus ideas, están presas por actos que la democracia no puede aceptar».
Se suma así al coro de políticos que están en esta misma línea como el Director de Human Rights Watch, afirmó que “no hay presos políticos en Chile” y que proyecto de indulto es “un grave error”; tal coo lo sostiene también el ahora ex senador PPD, Felipe Harboe que dijo “Me parece una falta de respeto que se compare a esta gente con los verdaderos presos políticos que hubo en la Dictadura”.
El análisis de Peña dice: «La solicitud de la Lista del Pueblo de liberar a quienes han cometido delitos en los sucesos de octubre no es sorprendente; pero sí lo es el apoyo que ha recibido de Insulza, Huenchumilla y Quintana.
Están cometiendo un error. Se evitarán problemas —funas, insultos, cosas así—, pero cometen un error. Están de salida, es cierto; pero la salida no es digna repitiendo el coro que al mismo tiempo los abuchea.
¿Cuáles son sus errores?
Desde luego, no se trata de presos políticos. Se llaman presos políticos a quienes están coactivamente privados de libertad por sus creencias o ideas. Por supuesto las personas presas por las que hoy se reclama han de tener ideas, pero no es por ellas que están privadas de libertad. Es por sus actos. La única posibilidad de que a pesar de haber incendiado y destruido sean presos de conciencia sería una hipótesis de telekinesis, que en estos tiempos dislocados alguien en algún momento podría elaborar. Consistiría en que con el simple odio transferencial a Piñera, los Carabineros, las Iglesias y los Partidos, hayan logrado, involuntariamente y a distancia, quemar Iglesias, Bancos, Hoteles, comercios varios y bienes públicos, en días y horas prefijadas. Pero obviamente no fue así. Esas personas no están presas por sus ideas, están presas por actos que la democracia no puede aceptar. La democracia admite la prosecución de cualquier fin (incluso, como lo probó la franja, desear la muerte del Presidente); pero excluye la violencia, la coacción física en cualquiera de sus modalidades como medio para alcanzarlo. Este es un principio que la democracia no debe abandonar. Un principio es un enunciado incondicional y la democracia tiene pocos de esos. Este es uno: en ella las ideas se promueven pacíficamente.
Así, entonces, en Chile no existen presos políticos o de conciencia.
El senador Huenchumilla tejió otra razón. Dijo que el “encarcelamiento de esas personas es una situación política, por tanto, son presos políticos”. Es difícil creer que un senador haga una inferencia semejante sin risa ni sonrojo. Suena como si un futbolista incendia un estadio porque el partido se le da mal a su equipo. Y se crea un conflicto de fanatismo deportivo. Luego, los culpables serían presos deportivos. Los abusadores de la Iglesia, presos eclesiásticos. Los que incendiaron una universidad, presos estudiantiles. Y así. El derecho no conoce esa calificación de delito político. Quizá el senador tenga aquí un futuro: el de elaborar la dogmática del delito político (sería el continuador del difunto Peter Bennenson).
Tampoco puede concebirse un indulto, en realidad una amnistía, a esas personas por razones de causalidad histórica. El argumento rezaría como sigue. Sin la protesta violenta de esas personas, el 18 de octubre no se habría producido y sin ello ni el plebiscito, ni el acuerdo ni la Convención. Este sí que es un argumento novedoso. Basta desde luego un contrafáctico para dudar: si en 1923 alguien hubiera decidido asesinar en una cervecería de Múnich a un austríaco oscuro, de bigotito incipiente, discurso estentóreo, chasquilla porfiada y aficionado a la pintura que peroraba contra los judíos, ¿el derecho no lo habría condenado por homicidio? Atribuir sentido histórico a los actos de individuos actualmente identificados es absurdo. Ningún marxista lo aceptaría, menos en cosas como las de octubre (Marx no miró con gran entusiasmo la Comuna de París). El argumento histórico con fines jurídicos se hizo famoso con Stalin y el Fascismo, no con la democracia. Permitir un argumento así en democracia no es razonable. Acabaría haciendo de la política la peor versión de la conducta humana: fomentaría en las personas la creencia de que con sus actos hace historia y sabe qué historia hace (y los hombres, dijo Marx, hacen la historia, pero no saben la historia que hacen).
El renacimiento de esta iniciativa manifiesta, entonces, tres peligros que acechan a las instituciones democráticas (no porque las actuales sean buenas, sino porque el deber se muestra cuando usted cumple una regla legítima que no le gusta. El deber de cumplir solo lo que le parece bueno no es deber).
¿Cuáles son esos peligros?
El primero es una infatuación de la voluntad, la idea de que por fin la realidad —el otro nombre de la escasez y del límite— comienza a desaparecer; la segunda es que si esa actitud persiste no habrá la necesaria conversación que el diseño constitucional requiere. La Convención Constitucional tiene un mandato de deliberación, no de simple agregación de voluntades. Por supuesto cada integrante tiene ideas; pero su obligación es deliberar en torno a ellas; y el tercer peligro y el peor es que el Congreso principie a transformarse en mandatario de la Convención o de alguna fuerza de la Convención, en un suprapoder al que todo se subordina.
Si esto último ocurre, no solo las instituciones estarán maltrechas, habrá ocurrido algo peor: el sentido del deber, que es lo único que sostiene las reglas, estas y las futuras, ya nunca más será incondicional, dependerá de lo que convenga en el momento o no» advierte Carlos Peña.