Este viernes un carabinero murió tras recibir un balazo en una emboscada en el sector de Metrenco, región de La Araucanía, generando una serie de reacciones políticas y la respuesta de «manual» del gobierno de turno con el anuncio de una querella, pero este crimen se suma a una seguidilla de crímenes a plena luz del día en céntricas calles de la capital y de otras ciudades donde ciudadanos nacionales y extranjeros son ultimados a balazos, develando lo qe hoy Carlos Peña analiza y que define como que «es el Estado el que entra en crisis«, por cierto una crisis que se arrasta hace tiempo primero con la negación oficial que no existe delincuencia desatada y que actos que en too el muno occidental son calificados o terroristas en Chile son «actos violentos».
A continuación el análisis completo que hace Carlos Peña:
¿Hay algo digno de ser pensado a propósito de la muerte este viernes de un carabinero o las reacciones de la esfera pública deben limitarse a lamentar lo que ocurrió como si fuera un evento más de la crónica roja, una de esas vicisitudes inevitables del trabajo policial? ¿Tendrá algo que decir el Gobierno, más allá de anunciar querellas?, ¿deberá decir algo la oposición, más allá de lamentar la suerte de ese policía? ¿Quienes aspiran a la conducción del Estado —los abundantes candidatos y candidatas— mirarán este crimen con fingida preocupación o con genuina alarma?
Por supuesto, hay algo que el asesinato de ese carabinero comparte con cualquier otro asesinato: la estela de dolor de sus cercanos y la insensatez de la violencia. Pero hay algo que le es peculiar y que debe ser motivo de examen y de diálogo ciudadano.
Se trata de lo siguiente.
El rasgo más propio del Estado lo constituye el hecho de que sus agencias —Carabineros, entre ellas— reclaman para sí con éxito el monopolio de la fuerza o, si se prefiere de la violencia, una violencia que por ejercitarse en base a lo previsto en la ley merece que se le adjetive de legítima. Hay Estado allí donde ese monopolio de la fuerza o de la violencia existe y no se le disputa de manera relevante o notoria. Cuando, en cambio, ese monopolio arriesga dejar de ser tal, es el Estado el que entra en crisis.
El asesinato de este carabinero amenaza con ser una muestra —otra más— de que esa crisis podría estar insinuándose.
Los incidentes violentos con armas largas, cada vez más frecuentes, en el sur; las prácticas de la cultura narco a las que se asiste como quien mira un reality, con interés y sin sorpresa; los asaltos a comisarías; el desprestigio y la falta de reconocimiento a la labor policial que ha llegado a ser un gesto cotidiano; la práctica de excusar la conducta delictual sobre la base de explicaciones sociológicas que eximen de culpa, y, desde luego, el propio comportamiento policial, que a veces pretende exonerarse de las reglas que lo legitiman, son todas circunstancias que deterioran poco a poco ese monopolio que, sin exageración, está a la base de la misma existencia del Estado.
El monopolio de la fuerza que constituye al Estado no descansa, paradójicamente, en la fuerza, sino en un elemento, por decirlo así, espiritual o de prestigio que hace que la posesión de la fuerza, y no su ejercicio cotidiano, permita espantar la violencia entre los particulares. Es la vieja receta, mil veces repetida de Maquiavelo a Marx, según la cual el Estado se erige sobre una homeopatía de la violencia: la violencia que el Estado reclama para sí despoja de violencia a las relaciones sociales. Pero para hacerlo, cabría insistir, es imprescindible el prestigio, ese elemento inmaterial sobre el que se erige toda autoridad y que en el Chile contemporáneo parece estar decaído. Y el prestigio es resultado no solo de la conducta de quien lo recibe, sino también de quien lo reconoce y lo presta.
Pero hoy se le reconoce y presta poco.
Es sorprendente que en tiempos en los que se reclama, con razón, una mayor presencia del Estado, no se repare, al mismo tiempo, en el lento deterioro que una de sus dimensiones básicas está, como lo muestra el caso de este carabinero asesinado con armas al parecer de guerra, padeciendo. Y es sorprendente porque el Estado no es una asociación de socorros mutuos que descanse sobre la cooperación voluntaria de los ciudadanos; no es un contrato al que se accede y que se sostiene sobre la espontaneidad de sus miembros, ni una agencia de ayuda a la que se podrá recurrir en cualquiera circunstancia. Es una agencia que monopoliza la fuerza. Como todo en la vida, el Estado posee un revés algo incómodo que interesa cuidar, porque si se le deteriora por simplismo, tontería o simple dejación, o lo que es peor por convicción ideológica, nada de lo que se espera de él será posible. Es necesario recordar, en otras palabras, que el Estado social de derechos es un Estado; que un Estado plurinacional es, también, y ante todo un Estado; que un Estado subsidiario o solidario, o como usted prefiera, para disponer de esas características debe ser antes un Estado, es decir, una agencia —vale la pena repetirlo— capaz, gracias al monopolio de la fuerza, de espantar la fuerza de las relaciones sociales.
Así (y aunque suela olvidarse en tiempos intelectualmente nublados), la paz requiere de la violencia legítima que el Estado reclama para sí.
La muerte de este carabinero no es, claro está, la primera ni será la última. Pero ocurre con la violencia y la crisis del Estado lo que sucede con la paradoja del montón: usted no puede saber ex ante qué grano de arroz adicional hará que el puñado se transforme en un montón hasta que, de pronto, el último grano lo pone de manera flagrante delante de sus ojos», remata Peña.