Este domingo se conmemora un año del 18-O y los análisis son diversos y en este abanico de opiniones, el rector y abogado Carlos Peña, apunta -nuevamente- al rol del Presidente de la República de turno que le tocó enfrentar esta situación señalando que: Una de las lecciones que deja el 18 de octubre —el de entonces y el de ahora— es la debilidad gubernamental» y más adelante sostiene: «El Presidente no ha sido un títere de las circunstancias. Es simplemente un mal político, un político que no supo estar a la altura que le tocó».

Pero Peña, además responsabiliza de toda esta hecatombe al Presidente degradandolo a un figura titiretesca insignificante: «El Presidente se ha transformado en un personaje de televisión que, con la regularidad de un programa de entretención, distribuye lugares comunes y relata esta o aquella medida a la hora del almuerzo a los televidentes, o al atardecer, como queriendo suplir con la pantalla la ausencia de su voluntad».

El siguiente es es texto completo de Peña que título: ¡Qué fiasco!.

«Una de las lecciones que deja el 18 de octubre —el de entonces y el de ahora— es la debilidad gubernamental.

Las crisis sociales siempre necesitan de un entorno de oportunidad para manifestarse. En tanto ese entorno no se configure las crisis se mantienen larvadas, son por decirlo así, proyectos de crisis o de revueltas. Pero cuando la política se pone débil, confusa y es incapaz de atender a las expectativas de los ciudadanos o, lo que es peor, cuando quienes están a cargo se dejan consumir por sí mismos —el viejo narcisismo—, la molestia queda sin cura, la conducta sin orientación y se transforma rápidamente en crisis.

Es lo que ocurrió en Chile hace un año y lo que aún sigue ocurriendo.

Se ha derramado ya suficiente tinta describiendo las causas sociológicas de la crisis; pero se ha reparado poco en sus causas políticas. Y es hora, en la estela de esos acontecimientos, de ponerse a la tarea de examinar críticamente el fenómeno y el papel que cupo en él al desempeño presidencial.

Las crisis siempre son de raíces sociológicas; pero la oportunidad que catalicen en revueltas es casi siempre política.

Para advertirlo hay que reparar en lo fundamental. Apenas 18 meses antes de los hechos que hoy cumplen un año, el Presidente Piñera había sido elegido con amplia mayoría. Fue un hecho inédito en la historia política de Chile. Durante la vigencia de la Constitución del 25, apenas gobernó una vez la derecha y, en cambio, a los inicios del siglo XXI había logrado hacerlo dos veces ¿Qué pudo pasar para que a poco andar fracasara tan rotundamente, de manera tan estrepitosa?

Sería tonto —aunque habrá quien esté tentado a hacerlo— exculpar al Presidente Piñera de lo que ocurrió. Hacerlo importaría tratarlo como un juguete de las circunstancias, un muñeco sacudido para allá y para acá por el vendaval del tiempo que le ha tocado vivir. Pero algo así sería ofensivo.

El Presidente no ha sido un títere de las circunstancias. Es simplemente un mal político, un político que no supo estar a la altura que le tocó.

Pretender que un gobierno puede experimentar una crisis de esta envergadura apenas alcanzado el triunfo, sin que la voluntad presidencial o su falta de voluntad, hubiera incidido en ello, como si la ciudadanía en un raro capricho hubiera decidido quemar el 18 de octubre lo que apenas ayer había adorado, es simplemente absurdo. Por supuesto, el Presidente no es el autor de las causas sociológicas de la crisis; pero su desempeño brindó la oportunidad para que ella se desatara. Un acentuado narcisismo, que lo llevó a acariciar el sueño de un liderazgo internacional (¿el retorno de su vieja compulsión competitiva?); la ausencia de un proyecto capaz de conectar con los grupos medios y su trayectoria vital (confundiendo un proyecto de mayorías con un torpe eslogan repetido una y mil veces); la incapacidad de elaborar una narrativa que orientara la conducta de sus partidarios (olvidando aquello de I. Dinesen, que puedes soportar cualquier cosa si logras contar una buena historia acerca de ella); la falta de comprensión de procesos de largo plazo (como la cuestión de La Araucanía o el temor de las mayorías a aquello que la naturaleza distribuye con perversa igualdad, como la vejez o la enfermedad), y la impericia para erigirse en líder de su coalición (vence a quienes están a su lado, pero no los convence) causaron que en 18 meses no lograra gobernar y que en rara compensación decidiera cultivar la ausencia o, mejor, intentara colmarla con la presencia internacional. El momento cúlmine sería el APEC realizado en el oasis latinoamericano que de pronto, es cosa de mirar la Plaza Baquedano, se convirtió en páramo.

Lo que ha seguido ya se conoce. El Presidente se ha transformado en un personaje de televisión que, con la regularidad de un programa de entretención, distribuye lugares comunes y relata esta o aquella medida a la hora del almuerzo a los televidentes, o al atardecer, como queriendo suplir con la pantalla la ausencia de su voluntad. La falta de voluntad disfrazada con una escenografía, la falta de narrativa por la simple verbosidad, la épica por los lugares comunes. En suma, apenas la sombra de una voluntad. Porque ese es el problema. Un Presidente puede estar en pantalla todo el día; pero lo que importa es que su voluntad cuente. Y desgraciadamente, la del Presidente cuenta cada día menos. Y la culpa es, por supuesto, suya, salvo que alguien prefiera caracterizarlo como un títere sacudido por el viento de las circunstancias.

En suma, no vale la pena engañarse.

Cuando sus partidarios hacen las cuentas del debe y el haber, e incluso mientras lo aplauden, se les ve mover levemente la cabeza y se les escucha decir entre dientes: ¡Qué fiasco!», remata Peña.

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