Desde el 2 de octubre la violencia callejera, gatillada por lo ocurrido en el Puente Pío Nono, se ha instalado nuevamente y con ello los peores fantasmas, tal como lo señala Carlos Peña en su análisis de este domingo:

«Esta semana volvió la violencia callejera. Y cuando se mira el año que ha transcurrido desde que se inició, lo único que cabe concluir, con alarma, es que se ha convertido en rutina.

Los seres humanos no reflexionan todo lo que hacen. Una buena porción la convierten en rutina, en gesto puramente repetido una y otra vez. Evitan así pensar en las cosas menores y liberan tiempo para las que son de veras importantes. La rutina es pues, en la mayor parte de los casos, benigna. Pero puede ser también maligna. Como la rutina suprime la reflexión y es un mero automatismo, ella oculta un gran peligro: lo que se convierte en rutina pasa a funcionar por sí mismo, carente de toda reflexión y control. No da, pues, lo mismo qué es rutina y qué no. Una cosa es ahorrar toda reflexión respecto de la mejor hora de levantarse por las mañanas o la de ir a misa o al trabajo o de estudiar, o vagar, de esta o aquella manera en días y horas prefijados, y otra cosa es, también en días y horas prefijados, destruir o vandalizar lo que está al alcance de la mano, sin detenerse a pensar ni por qué ni para qué.

Algo de eso está ocurriendo en Santiago con las protestas de Plaza Baquedano.

La violencia se está convirtiendo en rutina.

Hay, desgraciadamente, violencia en muchos sitios, La Araucanía entre ellos, pero en ninguno ha llegado a adquirir, como está ocurriendo en esa Plaza, los rasgos de una rutina, algo que se ejecuta ya casi maquinalmente, como un automatismo neurótico, un movimiento que suple la falta de sentido, como esos ritos que su ejecutante teme que, si lo abandona, el mundo se vendrá abajo.

A estas alturas, ya casi un año, se han llenado muchas páginas intentando explicar el fenómeno, esforzándose por dilucidar las causas que lo desatan, los factores que lo aliñan o lo alimentan. Y está también el buenismo, que antes de ubicar las causas se esmera en comprender los motivos. Y es probable que esa tarea deba continuar por mucho tiempo. Pero ocurre que las sociedades no se organizan en torno a explicaciones, comprensivas o no, de lo que ocurre. Las sociedades no funcionan cuando son capaces de dilucidar o comprender lo que en ellas ocurre.

Las sociedades se erigen sobre prohibiciones.

Por decirlo así, no sobre el conocimiento sino sobre un acto de voluntad.

Esa es quizá la más vieja —e incómoda— verdad que arrojan la antropología o el psicoanálisis. Hay sociedad allí donde surge una prohibición. La de comer del árbol del bien y del mal, en la Biblia; la del incesto en todas las culturas, según Levi Strauss; la de apropiarse el trabajador de todos los frutos de su trabajo, según Marx ocurre en el capitalismo; la del tótem erigido en recuerdo del padre asesinado, según Freud.

En suma, no hay cultura (ni orden, ni deseo, ni goce, ni placer, ni trabajo) sin prohibición.

La pregunta que entonces cabe formular es la siguiente: ¿Cuál es la prohibición básica de una sociedad abierta, de una democracia liberal en la que se admite expresar todas las ideas y perseguir todos los propósitos?

Una sociedad abierta, una democracia liberal, se caracteriza por admitir los más diversos fines. Usted puede perseguir lo que le plazca, imaginar un mundo mejor al que tiene ante los ojos, invitar a los demás a sumársele en su esfuerzo porque lo que sueña logre advenir al presente, convencerlos de que el paisaje que brilla en su imaginación está al alcance de la mano. No hay fines excluidos. Pero no ocurre lo mismo con los medios. Usted no puede perseguir lo que anhela o cree, lo que desea o siente o sueña, de cualquier forma. Y ello porque en una sociedad democrática y abierta los medios violentos están prohibidos del todo y son ilegítimos.

Esa es la prohibición sobre la que descansa una sociedad democrática. Su revés es que el Estado monopoliza la fuerza y ha de ejercerla con escrupuloso respeto de los derechos. Sobre los ciudadanos pesa el deber de omitir la violencia; sobre el Estado, el deber de ejercer la fuerza cuidando dejar incólumes los derechos de las personas, atendida la asimetría que media entre este y el ciudadano.

Quizá en Chile se han dado ya demasiadas explicaciones sobre la violencia, y tal vez esa ha sido una forma más o menos inconsciente —en estos tiempos anhelantes de aprobación en las redes y, por lo mismo, temerosos y alérgicos a la claridad— de evitar recordar a los ciudadanos la verdad incómoda, la prohibición fundamental y casi única de una sociedad abierta: que la exclusión de la violencia física, la prohibición de su empleo por los particulares, sea en Plaza Baquedano, en Angol o donde fuera, es la regla básica de la vida democrática y que no hay pretexto que permita admitirla o justificarla.

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