Hace rato -por no decir años- que los matinales de la TV y que no alcanzan los 10 puntos de rating se han transoformado en una suerte de «covachas» del chismorreo, el pelambre y la nota estridente sacando partido de la desgracia y el sufrimiento humano y desde algun tiemo descubrieron que llevando a políticos y alcaldes podían hacer un show más «elevado» lo que por cierto se han transformado en un show propio de las cortes bananeras, y es esta realidad la que desnuda el abogado Carlos Peña, que en su magistral columna e este domingo titula «El circo en llamas» y que desnuda la miseria de la producción de los matinales y por cierto la pobreza de los políticos que en ellos participan como actores estelares de esta preocupante realidad: La decadencia. Y tal como publicó Infogate el 12 de mayo pasado: «Política de Matinales o el Penoso Show Nuestro de Cada Día en programas que apenas logran 8,1 puntos del mal endiosado rating».
A continuación el texto completo de Peña:
Uno de los rasgos más llamativos de la actual esfera pública lo constituye la transformación de los matinales y la presencia de los políticos profesionales en ellos. El caso más notorio, que resume el fenómeno, lo constituye el sketch de este viernes en que, para celebrar las Fiestas Patrias, participaron Lavín, Vidal, la exministra Cubillos, Moreira y alguien más. Un día antes Lavín y Vidal, convenientemente ataviados, habían escenificado el abrazo de Maipú.
Los políticos y políticas haciendo de comentaristas livianos y de bufones de circunstancia.
El fenómeno principió los días de octubre en que los mismos personajes que hacían de comentaristas livianos de la vida ajena y del show business local se transformaron en detectores de la injusticia social y en promotores de la igualdad, personas que chorrean simplezas y buenismo. No pasó mucho antes que sumaran al espectáculo a alcaldes y a algunos políticos profesionales transitoriamente desempleados. Ellos, más dos o tres médicos -adornados con un perpetuo gesto de bondad que en las clínicas disfrazan de soberbia- completan el elenco.
¿Qué consecuencias podrían seguirse para la vida pública de fenómenos como ese?
Desde luego, el más obvio es la banalización total de los problemas públicos. Banalizar algo no deriva de las liviandades que se dicen acerca de él sino de la escena en medio de la que se la dice. Y es que la comunicación no es una cuestión puramente proposicional, relativa al contenido de lo que se transmite o se intenta transmitir, es también un asunto performativo. Es como si en medio de las risas del público se encargara al administrador del circo que se vistiera de payaso para que, sin sacarse el maquillaje y con el mismo tono estentóreo con que se dicen los chistes, gritara advirtiendo que la carpa está en llamas. El público acabaría riéndose y pocos le creerían.
Ese es el primer efecto de este fenómeno: al poner a los políticos en la escena del matinal, se les desprovee de cualquier aguijón crítico y, digan lo que digan, serán como el payaso que grita incendio. Así la política se acerca a la gente -la audiencia del matinal-, pero a cambio deja de ser lo que debiera ser.
Todo eso, desde luego, descontado que también se desdibuja hasta hacerse irreconocible el papel del periodista, el que de pronto transita de ser alguien que indaga en los actos y los dichos del político profesional, en la mera comparsa y consueta de este último, en alguien que a falta de risas grabadas que animen la escena (todavía no se llega a tanto, pero ya ocurrirá) se esmera y se esfuerza por prestarle las suyas. Alguna vez, en la dictadura, se criticó con toda razón el triste papel de los periodistas reducidos a altavoces de las conferencias de prensa. ¿No hay acaso un fenómeno harto parecido hoy en esos programas en que quienes debieran averiguar e interrogar se ríen y palmotean a quienes debían ser interrogados?
Uno de los efectos de la pandemia -estos días desgraciados por los que aún se transita- es que ha tendido a borrar líneas que separaban actividades incompatibles entre sí. La línea que separaba el trabajo del hogar; el trazo que distinguía a la familia de la escuela, etcétera. Entre esos trazos que la pandemia ha borroneado, se encuentra la distinción entre el entretenimiento que satisface la avidez de novedades y el escrutinio de los asuntos públicos. Así como el hogar tiene sus códigos de interacción que son distintos a los del trabajo (en aquel imperan relaciones afectivas y en este, utilitarias), así también una cosa es ser espectador de una entretención y otra muy distinta ser un ciudadano que discierne los problemas de la vida en común. La pandemia ha borrado esas fronteras y quizá esto sea incluso más dañino que los síntomas que causa.
Por supuesto, se dirá que ese tipo de observaciones son propias de una grave tontería, de personas que no saben aliñar la vida cotidiana con la indispensable liviandad. El problema es que el fenómeno este de los matinales convertidos en sucedáneos del foro público no tiene nada de liviano (si lo fuera, no merecería una sola línea), sino que se trata de un asunto de la mayor gravedad, puesto que a pretexto de mantener despierta a las audiencias y enteradas de sus problemas, involuntariamente se las adormece y se las distrae usando de anestésico y de payasos a quienes deberían, si quisieran ser fieles a su quehacer, mantenerlas despiertas.
Todo esto es malo, salvo, claro, para quienes desempeñan con talento el papel que el director del matinal les asigna: Francisco Vidal acaba de anunciar mientras se limpiaba el maquillaje y se sacaba el disfraz -como quien comunica el próximo papel que escogerá- que está decidiendo entre ser candidato presidencial o gobernador regional», remata con maestría Peña.