Este domingo el abogado Carlos Peña, repasa los esfuerzos comunicacionales que viene haciendo el Presidente Sebastián Piñera para intentar no desaparecer de la escena como figura principal de esa suerte de opereta protagoniza el Gobierno con un coro que siempre da notas altas y desafinadas como el Congreso Nacional. en este contexto Peña artero sostiene en su columna: «Al ver al Presidente haciendo discursos intrascendentes sobre los más diversos temas a la hora del almuerzo se tiene la impresión de que en verdad él no tiene nada de veras que comunicar«
A continuación el texto completo del análisis de Peña:
Presidente citando a Ercilla para subrayar la importancia de la Antártica; el Presidente haciendo un discurso a propósito de la ley que eleva las penas para quienes agredan a los bomberos; el Presidente reiniciando el campeonato de fútbol y ensayándose de arquero; el Presidente haciendo sugerencias sobre mascarillas y cosas así para el autocuidado en tiempos de pandemia; el Presidente visitando las Torres del Paine y destacando la importancia del turismo; el Presidente en Ñuble preocupado del estado de una carretera; el Presidente anunciando, con el adorno de detalles técnicos, la licitación de la red 5G; el Presidente en el Día de la Solidaridad informando de la fragilidad de la vida y anunciando el Comité de Protección Social.
Todo eso en los últimos diez o quince días, acompañado de largos discursos imperfectos, aliñados de lugares comunes y de esfuerzos inútiles por poner unas gotas de humor, pronunciados a la hora del almuerzo.
En cambio, en todo lo controversial, allí donde se espera que un gobierno asuma un punto de vista y oriente, siquiera por defecto, a la opinión pública o a sus partidarios, si aún los tuviere —tomando posición en el debate constitucional o en la relación entre cultura originaria y derechos humanos, por ejemplo—, el Presidente o guarda silencio o apenas pronuncia un sí, que se le parece mucho.
¿A qué se debe todo esto?
Se lo puede llamar sublimación.
«El Presidente no tenía voluntad de poder; en cambio, tenía un profundo anhelo de reconocimiento; un deseo no de poder sino de aplauso; no de conducir sino de mostrarse», sostiene Peña.
Los analistas llaman sublimación a un mecanismo de defensa consistente en desviar la energía libidinal hacia zonas lejanas de su propósito original, zonas que pasan a ser sustitutos simbólicos, formas de gratificación que guardan una simple asociación fantasiosa con el objeto inicial del deseo. Para el político, el objeto del deseo es el poder, la capacidad de modelar la vida ajena desde la propia voluntad y desde las propias ideas (cuando las tiene). Justo lo que hoy el Presidente ni quiere, ni puede. En su caso, ejercer el poder y conferir predominio a la propia voluntad ya no es posible, y entonces las energías destinadas a lograrlo se contentan ahora con ese sustituto imperfecto, y brevemente lastimoso, de los discursos a la hora del almuerzo. Hablando sobre cosas no controversiales, cosas que no suscitan adhesión, pero tampoco rechazo y le proveen la experiencia fantasiosa, puramente escénica, de que está gobernando. ¿No es equivalente a eso —a una fantasía compensatoria— la escena del Presidente flanqueado por futbolistas, explicando la importancia del deporte mientras allá afuera los problemas de veras, Celestino Córdova entre ellos, ardían? ¿No hay algo de soledad y de abandono (el poder abandonando a quien hasta ahora no supo usarlo) en esas escenas a la hora del almuerzo con el Presidente hablando de turismo, redes 5G, la carretera de Ñuble y cosas así importantes, sin duda, pero propias de un ministro? ¿No se observa una resignada derrota en un Presidente que, sin otra cosa que decir, sin al parecer nada que decir en tanto Presidente, acaba suplantando a sus ministros e hilando discursos a la hora del almuerzo?
Los lingüistas —Jakobson entre ellos— al describir las funciones del lenguaje identifican una que llamaron función fática. Cuando las personas emplean el lenguaje en esa función no es que estén interesados en transmitir nada, sino que les preocupa simplemente cerciorarse de que hay un interlocutor al otro lado, alguien que escucha o simula hacerlo. Al ver al Presidente haciendo discursos intrascendentes sobre los más diversos temas a la hora del almuerzo se tiene la impresión de que en verdad él no tiene nada de veras que comunicar (o que no se atreve a comunicar lo que debiera) y que las puestas en escena en el estadio, en las Torres del Paine, en una carretera, o donde fuera, las tiene simplemente para mantener la ilusión de que hay una ciudadanía al otro lado, alguien que le escucha y que en vez de bostezos le presta atención. Esta función fática, este ejercicio de hablar de todo, no para decir algo sino simplemente para aparecer diciéndolo, es una forma de sublimar un deseo cuya satisfacción a estas alturas parece imposible: el deseo de gobernar de veras.
Alguna vez habrá que hacer la disección tranquila de cómo pudo ocurrir que en apenas unos meses quedara al descubierto esta verdad incómoda: el Presidente no tenía voluntad de poder; en cambio, tenía un profundo anhelo de reconocimiento; un deseo no de poder sino de aplauso; no de conducir sino de mostrarse. Un objetivo para cuya consecución parece estar incluso dispuesto a participar de la mera escenografía del poder y dar discursos sobre esto y lo otro, intervenir sobre esto o aquello, para así contar con un sucedáneo que le permita sentir, siquiera bajo la forma de una fantasía, que está de veras al mando.