Un sistema que se sostiene en el hiperconsumo, en el sobreendeudamiento, en la creación de necesidades cada vez más artificiales y disociadas de la realidad.
En este escenario donde se ha limitado el instinto más básico y natural del ser humano después del de supervivencia, como lo es el de congregación, hemos vuelto a valorar un abrazo, por sobre la compra de un nuevo smartphone.
Esa es la fragilidad de un sistema que se sostiene en ilusiones, en una quimera social que diluye la conciencia de los individuos y la reemplaza por el deseo egoísta de tener, de comprar, de gastar.
Porque debemos asumirlo, en Chile, tengo, luego existo.
Sin embargo, desde una perspectiva económica, esta pandemia ha demostrado, al costo de un importante sacrificio, que el motor del sistema siempre serán las personas, la clase trabajadora en la que sobre sus hombros se amasa la riqueza empresarial.
Que más prueba se requieren al observar que, tras la ausencia de vehículos particulares en las calles, las compañías distribuidoras de combustible se lamentan y piden desesperadas la ayuda del gobierno tras sufrir caídas del 90% en sus ventas.
Su queja es legítima en el marco de las reglas del modelo, y por lo tanto será escuchada y satisfecha.
Pero qué sucede con el temor de la mayoría a perder sus trabajos, al desamparo y a la incertidumbre de no saber si habrá qué comer al día siguiente.
Solo hay limosnas oportunistas disfrazadas de compromiso social.
Ahora bien, en este escenario, como sociedad nos enfrentaremos, al menos, a dos posibilidades de futuro.
Una es experimentar la degradación del modelo, revelando su pulsión primigenia, la exaltación del capital acosta de la destrucción de la vida, y a pesar de ello reconstruirlo con base en las mismas reglas, en el consumo desenfrenado, en el sobreendeudamiento patológico y en el egoísmo del yo, por sobre el nosotros.
La otra alternativa alberga una humilde esperanza. La de reconocer la brutalidad social en la que descansa el sistema, y rechazarla, aunque sea un paso a la vez, para construir una nueva forma de relacionarnos, una que supere la lógica de suma cero, donde el éxito de unos pocos es la miseria de muchos. Una en que el acaparamiento deje de ser el concepto imperante, en que la competencia deje de ser el leivmotiv social, para darle paso a la solidaridad, a la consciencia y a la colaboración entre individuos. A una verdadera construcción de sociedad.
Es paradójico, al mismo tiempo triste, pero esperanzador, que tuviésemos que experimentar una pandemia, para empezar a darnos cuenta que lo realmente importante, es lo que somos, y no lo que tenemos.
Por Carlos Montoya Ramos, Máster en Comunicación.