Este domingo, el abogado Carlos Peña, se mete en un «berenjenal» llamado Palacio de La Moneda y Gabinete, en el que analiza la profunda crisis que afecta al principal poder de la Nación y -según su análisi- los principales responsables son el Presidente y su gabiente: «El Presidente —con la ansiedad que confiesan sus uñas— tiene la tendencia a intentar resolver él los problemas, saliendo al paso de cada uno, incrementando su presencia en los medios, efectuando los análisis, haciendo los anuncios. Esa tendencia, que tanto daño le causa, acaba de mostrarla nuevamente dando una charla sobre el coronavirus el viernes por la noche (¿no era posible que lo hiciera el ministro Mañalich, más competente en el tema y sin duda elocuente?)» y respecto a sus ministros «el gabinete desgraciadamente, en el gabinete directamente político —Blumel, Rubilar, Ward— hay poco de todo eso. En vez de elocuencia, hay vacilación; en vez de indicar un rumbo, hay una conducta puramente reactiva; en vez de voluntad firme, se nota demasiado el ánimo de contemporizar. En su conjunto, parece un elenco de funcionarios, un conjunto que no desata la sensación de tranquila autoridad que demanda la tarea del Estado».
La crisis total que enfrenta el actual gobierno debe ser enfrentada por titanes intelectuales y titanes políticos, algo muy distinto y distante de lo que tenemos hoy, por ello es relevante el análisis de Peña que -nuevamente desnuda la precariedad, pobreza de las máximas autoridades de la República. A continuación el análisis completo:
«La salida del Gobierno de Isabel Plá, y antes de Marcela Cubillos, parecen sugerir algo obvio: es necesario un cambio de gabinete.
El gabinete hoy día existente (en el que ninguna de las dos debió sentirse cómoda) era para otros tiempos, para aquellos días cuando los ministros y ministras conformaban una especie de audiencia, un pequeño público semanal ante la cual el Presidente se solazaba haciendo gala de conocer todos, o casi todos, los intersticios del Estado. Algo así no era tan extraño en quien por mandato constitucional es, a la vez, jefe de Estado y jefe de gobierno. Nunca la suma de tareas fue tan funcional a una personalidad como en este caso.
Pero los tiempos han cambiado.
Y ese diseño que reúne en el Presidente casi todos los quehaceres arriesga el fracaso cotidiano.
Por eso es mejor para el Presidente asumir un quehacer y una actitud más cercana a la de un jefe de Estado, dejando a otros, por ejemplo a quien se desempeña en Interior, la tarea más propia de un jefe de gobierno, alguien que se inmiscuye en los quehaceres cotidianos del Gobierno, negocia, transmite mensajes y detiene críticas.
El Presidente —con la ansiedad que confiesan sus uñas— tiene la tendencia a intentar resolver él los problemas, saliendo al paso de cada uno, incrementando su presencia en los medios, efectuando los análisis, haciendo los anuncios. Esa tendencia, que tanto daño le causa, acaba de mostrarla nuevamente dando una charla sobre el coronavirus el viernes por la noche (¿no era posible que lo hiciera el ministro Mañalich, más competente en el tema y sin duda elocuente?). La principal de las virtudes de un político, hay que recordarle al Presidente, consiste en mandarse a sí mismo, en no en ceder a su tendencia natural, sino en domeñarla atendiendo a lo que demanden las circunstancias. Y las circunstancias de hoy son alérgicas a la omnipresencia presidencial.
Esa es la verdad.
Por razones que el tiempo ayudará a dilucidar, se viven hoy tiempos de fuerte resistencia a la autoridad. Y la figura del Presidente Piñera se ha transformado en la figura transferencial por excelencia, aquella que atrae, como una pantalla magnética, como un imán, todas las rabias y aversiones de la época. No tiene sentido —habría que decirle al Presidente— detenerse a pensar cuánta justicia o injusticia hay en esa aversión que desata. Algo así sería tan inútil como si un analista ocupara tiempo en revisar sus actos preguntándose qué habrá hecho él para que el paciente se enfade de esa manera. Es la escena la que produce esa reacción, no este o aquel acto.
Si lo anterior es así, entonces parece que lo razonable es que el Presidente, dominándose a sí mismo, se contenga y se retire a la posición de un jefe de Estado, que entrega y supervisa las grandes líneas del quehacer gubernamental, sin atosigar una y otra vez a los ciudadanos, sin intentar infructuosamente que su próxima acción disminuya el rechazo.
Pero aquí surge el problema.
Una vez que el Presidente se persuada de que esa es la actitud correcta, la única que permitirá que la figura presidencial poco a poco se reestablezca, brota la pregunta: ¿está el gabinete a la altura de un decisión semejante? ¿Son los ministros Blumel, Rubilar, Ward, una primera línea a la altura de los desafíos que plantea la hora presente?
Desgraciadamente, la respuesta a esa pregunta es no. Salta a la vista que no.
La política requiere elocuencia, capacidad de trazar un rumbo, voluntad firme. Y, desgraciadamente, en el gabinete directamente político —Blumel, Rubilar, Ward— hay poco de todo eso. En vez de elocuencia, hay vacilación; en vez de indicar un rumbo, hay una conducta puramente reactiva; en vez de voluntad firme, se nota demasiado el ánimo de contemporizar. En su conjunto, parece un elenco de funcionarios, un conjunto que no desata la sensación de tranquila autoridad que demanda la tarea del Estado.
El gabinete acentúa así el problema: la necesidad del Presidente —que es también su anhelo— de estar presente, de mostrar que él conoce, sabe o adivina todo lo que ocurre. Flanqueado por el gabinete de hoy, ese rasgo que ha dañado la figura presidencial se acentúa. La debilidad del gabinete hace que si el Presidente se retira de la escena inmediata, el asunto sea peor: la escena transferencial queda sustituida por el vacío.
Hay, pues, que cambiar el gabinete.
Un detalle histórico puede ayudar. Cuando De Gaulle enfrentó los acontecimientos de mayo (cuando pasó el tiempo, los franceses dejaron de hablar de revolución y comenzaron a hablar simplemente de los acontecimientos), salió de ellos teniendo en la primera línea a Pompidou, quien acabó sucediéndolo. Por supuesto, la situación y las figuras son incomparables; pero hay algo que retener: hay momentos en que el Presidente no debe contar con un gabinete para ensalzar su figura, sino más bien para ponerla en lontananza. Esa es la única forma en los malos tiempos de hacer que adquiera el aura de la autoridad, esa aura que en el caso del Presidente Piñera solo puede, a estas alturas, dibujar la distancia, remata el abogado Carlos Peña.