viernes, diciembre 27, 2024

Carlos Peña analiza los efectos políticos del CORONAVIRUS y alerta «peor que las pestes es el abandono de las libertades individuales»

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Este domingo Carlos Peña analiza los efectos políticos que está dejando el Coronavirus y destaca -entre tras cosas- que: «La sociedad contemporánea ha deteriorado la cultura comunitaria y estimulado el individualismo, es verdad, pero a estas alturas hay que agradecerlo», pero al mismo tiempo advierte que «desde ese punto de vista, el verdadero peligro del coronavirus, si se lo mira políticamente, es que, aliñado con el miedo, puede estimular la creencia de que de aquí en adelante se requiere abandonar los ideales liberales para que la vida no se encuentre con el desastre a la vuelta de la esquina y que, de pronto, se mire a China, que parece haber esquivado por ahora el desastre, como el estilo de comportamiento y de gobierno que habría que consentir, olvidando que, a veces, peor que las pestes es el abandono de las libertades individuales que solo la democracia liberal hace posible y que la globalización poco a poco ha logrado expandir», reflexiona el abogado, que para algunos es el «abogado del diablo».

Entre las muchas tonterías que se han dicho en estos días —puede llamársela una dimensión intelectual de la peste— se encuentra aquella según la cual el neoliberalismo ha acentuado los efectos del coronavirus al estimular el individualismo, el egoísmo y deteriorar la solidaridad y los vínculos.

Si bien lo que se ha dado en llamar neoliberalismo (la denominación informal que ha asumido el capitalismo contemporáneo) tiene muchos defectos, entre ellos no se cuenta ese.

La sociedad contemporánea ha deteriorado la cultura comunitaria y estimulado el individualismo, es verdad, pero a estas alturas hay que agradecerlo.

Basta pensar lo que ocurriría en una sociedad donde el calor de la comunidad abrigara a las personas, para darse cuenta que el individualismo, la preocupación por sí mismo e incluso la tendencia a prescindir del contacto frecuente con los otros, es en estos días más benigno que dañino. La cultura colectiva y la práctica tribal (que bajo tantos respectos la condición humana reclama) acarrearía, con su estela de contactos, reuniones, conducta asociativa, abrazos y guitarreos, daños inimaginables en estos tiempos en que el mejor gesto hacia el prójimo es tratarlo como lejano, practicando una solidaridad meramente abstracta y distante, contenida. Porque eso es lo que hoy día se requiere: una cooperación formal y a distancia, y una confianza en los sistemas abstractos (en el intercambio del mercado, en la planificación del Gobierno, en el diseño organizacional) para evitar el desastre.

Así entonces, hay que dejar de lado esas argumentaciones (si es que merecen ese calificativo) conforme a las cuales el coronavirus es una muestra de cuán frágil y cuán equivocado, cuán torcido, es el rumbo de las sociedades actuales, de la globalización y la cultura contemporánea.

La verdad es que ese tipo de argumentos son una nueva versión de la búsqueda del chivo expiatorio con que los seres humanos suelen hacer frente a la irrupción de lo imprevisto, lo inefable, aquello que escapa a cualquier simbolización. Si en la Edad Media fue el pecado, el abandono del camino señalado por los mandamientos, lo que explicaba el desastre y servía para anestesiar el miedo (y por la vía de la creencia eximirse por momentos de él), hoy día es una nueva forma de pecado (el torcido individualismo del capitalismo contemporáneo, la cultura inoculada por el consumismo, etcétera) lo que acentuaría el desastre.

Hay que abandonar todas esas explicaciones que intentan simbolizar lo que simplemente escapa a toda simbolización.

La condición humana está siempre rodeada de un mar de incertidumbres y de acontecimientos cuyas olas irrumpen de pronto desordenándolo todo, sin que haya sistema cultural o político que pueda detenerlas.

En cambio, si hubiera que relacionar el sistema político y cultural con las pestes, lo que en verdad habría que decir es que la humanidad debe más desastres y sufrimientos a la locura ideológica, al utopismo y a las narraciones que inflaman la conducta colectiva y tribal que a las pestes.

Desde ese punto de vista, el verdadero peligro del coronavirus, si se lo mira políticamente, es que, aliñado con el miedo, puede estimular la creencia de que de aquí en adelante se requiere abandonar los ideales liberales para que la vida no se encuentre con el desastre a la vuelta de la esquina y que, de pronto, se mire a China, que parece haber esquivado por ahora el desastre, como el estilo de comportamiento y de gobierno que habría que consentir, olvidando que, a veces, peor que las pestes es el abandono de las libertades individuales que solo la democracia liberal hace posible y que la globalización poco a poco ha logrado expandir. El abandono de esos ideales puede proteger la vida biológica mejor que cualquier otro régimen —se puede a efectos de la argumentación conceder—, pero apaga la vida cívica y marchita la libertad.

Habría tal vez que recordar todo eso a quienes, sirviéndose de este desastre, hacen hoy el papel de Jeremías —el profeta bíblico que atribuía las desgracias al mal comportamiento— y se esmeran en tejer argumentos que en momentos más calmos nadie tomaría, ni por un momento, en serio.

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