jueves, diciembre 26, 2024

Crisis del Estado: La esquizofrenia del poder político nacional

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La tarde del martes 4 de febrero, tanto el Gobierno como los parlamentarios de Chile Vamos estuvieron exultantes: la acusación constitucional en contra del intendente Felipe Guevara era rechazada.

El cuadro político fue el lógico: para el oficialismo triunfaba el correcto actuar de una autoridad clave en el enfrentamiento a los desórdenes callejeros; para la oposición, en cambio, surgió un cúmulo de culpas propias y ajenas, de acusaciones de deslealtad, en una movida a la que habían apostado un importante capital político previo al receso parlamentario.

Pero para la ciudadanía, fue más bien otro espectáculo ajeno a sus peticiones y urgencias, otro ejemplo más de la desconexión entre el mundo político y la población.

En palabras del analista Gabriel Gaspar, “en el actual contexto llama la atención está precariedad, las autoridades mencionadas tienen legalidad pero cabe preguntar por la legitimidad que le otorga la población “.

En este sentido, el autor germano-británico Ralf Dahrendorf, uno de los autores fundadores de la teoría del conflicto social, considera que la democracia descansa en buena medida en la capacidad de los pueblos de construir la institucionalidad democrática: «sigo convencido de que la crisis actual de la democracia (el autor escribía estas líneas en 2002) es sobre todo una crisis de control y de legitimidad frente a los nuevos desarrollos económicos y políticos». La necesidad de redefinir la democracia requiere de la búsqueda de nuevas formas de conducir el proceso de gobierno, de toma de decisiones y de cambio en las modalidades de ejercicio del poder, que traducidas como postdemocracia comprenden la «época sucesiva a la democracia clásica».

Redefinir la democracia en crisis

De esta forma, la democracia en crisis se nos plantea como un modelo que necesita de una redefinición, en virtud de que sus mecanismos tradicionales lucen débiles para garantizar el equilibrio de sus estructuras, reconoce la autora venezolana María Isabel Puerta en 2015. El método democrático es el sustituto funcional del uso de la fuerza para la solución de los conflictos sociales según plantea el intelectual italiano Norberto Bobbio. Es por ello que encontramos en el planteamiento de Bobbio sobre los tres estadios del Estado, naturaleza, de derecho y democrático, aportes para la comprensión de la crisis de la democracia, en razón de las motivaciones que incidieron en su evolución de una etapa a otra. Para Bobbio, las amenazas a la democracia vienen de su propio seno, a saber: la ingobernabilidad, la privatización de los espacios públicos y el poder oculto.

Pero viendo nuestro cercano y vivencial ejemplo chileno, podemos interpretar aquí el  debilitamiento de nuestra democracia en términos del agotamiento de su lucha, ya no contra los nacionalismos o por la religión o la ideología: cuando el propósito común parece desaparecer, la democracia se debilita, perdiendo su impulso, por lo que el sistema se convierte en una democracia anómica, en la que la política democrática deviene más en una arena para la afirmación de intereses en conflicto que en un proceso para la construcción de propósitos comunes. Así, las disfunciones de la democracia nacional se reflejan en la deslegitimación de la autoridad, la sobrecarga del Gobierno, la desagregación de intereses y al parroquialismo –es decir, las personas y comunidades “mirándose el ombligo”, desechando todo aporte o crítica que provenga del exterior a ellos-  en el manejo de las relaciones internacionales como los factores que debilitan la democracia.

Una errada redefinición

Peor aún. En este escenario, nos comenta el analista nacional Guillermo Holzmann, “el Gobierno actúa en virtud de que tiene una crisis de gobierno y no una crisis de Estado. En virtud de esa crisis de gobierno, ha optado por generar una suerte de mal entendida alianza con el Congreso, que ha llevado a que el Congreso tenga primacía sobre el ejecutivo, y en esa perspectiva todo  proyecto de ley, más allá de su contenido a valor, de su aporte, terminan siendo invisibilizados en virtud de que el Ejecutivo no tiene la credibilidad y además el Congreso se toma de ello para hacerle una cantidad de modificaciones pero que, al momento de terminar su aprobación, terminan siendo contextualizados dentro de lo que es el escenario de demandas, protestas y violencia”.

Producto de lo anterior entendemos un planteamiento como el del autor francés Marcel Gauchet, quien concibe razonable entender como crisis de la democracia la resistencia de sectores de la sociedad a las instituciones tradicionales y la búsqueda de una salida alternativa, que puede verse reflejada en opciones extremas, como en el caso de algunos gobiernos totalitarios que alcanzaron el poder por esta vía. Aludiendo a que la crisis de la democracia se produce en su propio seno, también puede verse como una crisis de crecimiento, pues lo que le ocurre son un conjunto de transformaciones -crecimiento- que, al no producirse de forma orgánica, desencadenan una serie de profundos desequilibrios, afectando su desempeño.

En dicho contexto, las instituciones nacionales no están funcionando de acuerdo a las expectativas de la población, y en medio de las luchas estériles de poder entre los poderes del Estado, los partidos políticos que debieran servir de motor para solucionar los conflictos, simplemente han perdido relevancia, en medio de sus propias contradicciones, ambiciones y divisiones internas. Richard Katz, cientista político de la universidad Johns Hopkins, ha señalado que los partidos no solo son un ingrediente irremplazable de la democracia, sino que además “la salud y el carácter de los partidos se halla entre los principales determinantes de la salud y el carácter de la democracia”. En nuestro triste ejemplo, la miríada de partidos políticos nacionales se ha transformado en el más elocuente ejemplo de una democracia enferma.

En paralelo, nos reitera Holzmann, los “proyectos que se envían del Ejecutivo en la idea de poder manejar una crisis de Gobierno cuando no lo es, en definitiva no tienen el efecto esperado porque la ciudadanía no los apoya, no los conoce, se invisibilizan y, en cambio, se transforman, con la urgencia con que se tramitan, en una suerte de obstáculos o espadas de Dámocles para una democracia en normalidad, con la posibilidad de que se vaya a transformar en un gran problema futuro en virtud de que son leyes de emergencia que no constituyen la conducción de un país para poder sacarlo de esta complejidad en la cual vive”.

Un escenario de este tipo no es primera vez que ocurre. Gaspar comenta que “en los años 20 del siglo pasado el Congreso al escuchar ruido de sables, aprobó un conjunto de leyes sociales que tramitaba desde hacía mucho. ¿Será que esta vez al ruido de la calle reemplazo al ruido de sables del siglo pasado? En ambos casos, fueron las nuevas generaciones las protagonistas, ayer los oficiales jóvenes, hoy los estudiantes”.

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