lunes, diciembre 23, 2024

Carlos Peña advierte que la trama de Pariste es una realidad en Chile: «Las líneas invisibles de la desigualdad son las que más irritan»

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Este domingo Carlos Peña, analiza la trama de la cinca coreana Parasitos, y se adentra en los laberintos de los mensajes sociopolíticos, antropológicos y descifra los códigos que hacen de esta cinta una clase del más de los realismos que viven las sociedades que han fijado su estrategia de desarrollo en el modelo de «bienestar-consumo-educación» que permiten la manoseada «movilidad social.

Peña explica con maestría: «Se trata de una sociedad en la que el ideal educativo, como mecanismo de movilidad, se expandió muy rápidamente. Ello dio lugar a lo que la literatura llamó alguna vez credencialismo, la idea de que obtener certificados educativos aseguraba un alto sitio en la escala invisible del prestigio y del poder. El resultado fue que Corea del Sur es hoy una de las sociedades más educadas, con una de las tasas de graduados universitarios más altas del mundo. Pero este logro, al revés de lo que se pudiera creer, no trajo satisfacción, sino que una alta frustración».

El siguiente es el análisis completo del abogado:

strong>¿Hay algo en común entre la situación descrita en “Parasite” —la reciente ganadora de cuatro Oscar— y lo que ocurre en Chile?

En la película se retrata la relación entre una familia rica, que habita una casa de autor, plagada de diseño, con amplia luz y jardines, y otra pobre que vive en un sótano alguna vez diseñado para escapar de ataques enemigos, cuyos miembros se ganan la vida doblando cajas de pizzas. Mediante diversas argucias, la familia pobre logra relacionarse con la familia rica, mostrando la inocente inconsciencia de una y la frustración resentida de la otra.

La película puede ser vista como un retrato rocambolesco, una historieta cuya anécdota es cercana a la caricatura, de la desigualdad de clases coreana, una sociedad que, sin embargo, como consecuencia de un muy rápido proceso de modernización capitalista, está situada entre las quince economías más grandes del mundo. Allí la mitad de su población cuenta con educación superior y un alto nivel cultural (en la película los hijos de la familia pobre pueden enseñar inglés y arte a los hijos de la rica); la tasa de desempleo es de las más bajas del mundo, y el índice Gini (donde el cero indica igualdad absoluta y el 1 desigualdad completa) es de 0,35 (en tanto que en Chile se empina al 0,46). Se trata de una sociedad más igualitaria que Estados Unidos o Inglaterra, y desde luego más que todas las de América Latina. La literatura sugiere que hacia 1980 apareció una nueva clase media en Corea del Sur.

Pero así y todo —si le creemos a “Parasite”—, cabe preguntarse por qué podría poseer altos niveles de insatisfacción.

Aquí van algunas conjeturas.

Desde luego, se trata de una sociedad en la que el ideal educativo, como mecanismo de movilidad, se expandió muy rápidamente. Ello dio lugar a lo que la literatura llamó alguna vez credencialismo, la idea de que obtener certificados educativos aseguraba un alto sitio en la escala invisible del prestigio y del poder. El resultado fue que Corea del Sur es hoy una de las sociedades más educadas, con una de las tasas de graduados universitarios más altas del mundo. Pero este logro, al revés de lo que se pudiera creer, no trajo satisfacción, sino que una alta frustración.

¿Por qué?

La razón deriva del carácter que poseen los certificados educacionales. Se trata de bienes que pueden llamarse posicionales. La función de utilidad, el nivel de satisfacción que este tipo de bienes provee, está en relación inversa a la cantidad de personas que lo tiene. Su utilidad decrece mientras más personas lo tienen. Así se produce lo que suele llamarse la paradoja del bienestar: al crecer o aumentar el acceso a niveles universitarios, aparece una importante fuente de frustración. Las personas —como se ha dicho otras veces— esperan encontrar en los certificados universitarios la alta renta, el aura de prestigio que poseían cuando ellos los miraban a la distancia; pero ahora que los alcanzan es para comprobar que esos bienes se han evaporado. Cuando los bienes posicionales se masifican producen inevitablemente desaliento y frustración. Y la experiencia del acceso se vive como estafa, como un simple timo. ¿No hay algo de eso insinuándose ya en Chile donde la generación más educada de todas las que ha habido es, al mismo tiempo, la más insatisfecha?

Mientras la versión ingenua del ideal meritocrático enseña que la educación asegura la movilidad social y una alta posición en la escala invisible del prestigio y del poder, el caso de Corea del Sur parece insinuar que no es así. La estratificación social opera mediante múltiples códigos subterráneos, uno solo de los cuales es el educativo (en la película el dueño de la casa elegante suele percibir una línea que llama “invisible” entre él y quienes le sirven, y en los momentos más dramáticos esa tarea divisoria la cumple el simple olor). ¿No es eso lo que se observa también en Chile: que las líneas invisibles de la desigualdad son las que más irritan?

La anécdota de esta película, como otras del mismo director, puede verse como una historieta anticapitalista, pero también como una lección acerca de cuán porfiada es la desigualdad y cuán ubicuas y móviles son las fuentes que la producen. Allí donde se creía que era solo la educación (¿no es eso también parte del simplismo chileno?), se descubre que la fuente de la desigualdad muy pronto se desplaza a factores puramente adscriptivos, invisibles, distintos del desempeño.

El caso de Corea del Sur es una muestra de la dialéctica de progreso y desilusión que acompaña a toda modernización y, sobre todo —especialmente en esta hora de Chile—, una lección contra el buenismo, esa tontería moral a la hora de mirar, e intentar curar, la desigualdad».

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