miércoles, noviembre 27, 2024

Carlos Peña y Proceso Constituyente: «Debate constitucional debe asegurar la presencia de mujeres y de pueblos originarios»

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Uno de los problemas que el proceso constituyente habrá de resolver es el de la representación.

Como no todos los ciudadanos podrán redactar las reglas, algunos deberán hacerlo en el lugar de todos; pero, ¿cómo seleccionar a esos pocos que representarán a los muchos?

La respuesta depende de la forma en que se conciba a la ciudadanía.

Un primer punto de vista afirma que si bien las personas son muy distintas unas de otras —cada una con su historia, su género, sus fuentes de identidad— todas ellas se igualan por su pertenencia a la comunidad política. En ese momento se desprenden de sus diferencias, se igualan en la abstracción de la ley y se convierten en ciudadanos. El de ciudadano sería un estatus que borra las diferencias.

Bajo esa concepción cualquiera puede representar a cualquiera. Cada uno cuenta como uno y cualquiera vale como cualquier otro. Poco importa si los representantes resultan ser todos del mismo género o poseer la misma identidad étnica. La ciudadanía consistiría, justamente, en borrar por un momento esas diferencias.

Al lado de esa concepción abstracta, hay otra.

Según esta, a la hora de la ciudadanía no debe olvidarse que hay factores mudos de la vida social que clasifican a las personas —ex ante su desempeño— situando a algunas en posiciones de subordinación y otras, en lugares de dominación. Esos factores están alojados en la cultura y se incorporan a la vida cotidiana y a las estructuras hasta hacerse naturales, como la respiración. Y cuando la ciudadanía se define olvidando esos factores, lo que hace es contribuir a reproducirlos.

¿Cuáles serían esos factores que una concepción abstracta de la ciudadanía olvida y, al olvidarlos, reproduce?

El más obvio es el género.

El género produce una distribución de roles o papeles sociales sobre la base de adscribir a los seres humanos la previa calidad de hombre o de mujer. La esfera pública, la del poder y la competitividad, se asigna al hombre; la esfera privada, de la afectividad y la familia, se asigna a la mujer. Y como esa distribución es silenciosa, puesto que opera en el lenguaje, en las prácticas sociales, en la familia, crea las condiciones para su propia realización; produce, por decirlo así, su verdad: las mujeres acaban participando menos del poder y así “los hechos” fortalecen el prejuicio. Y el círculo vicioso continúa girando.

El otro es, desde luego, la etnia originaria.

En este caso se trata de grupos que por generaciones han sido desaventajados y cuya cultura y memoria no han encontrado un lugar en el espacio público, ahogadas por la idea de nación. Al haber sido desaventajados, se han situado por debajo de la escala invisible del poder, lo que, de nuevo, fortalece el prejuicio de que su cultura se extinguió definitivamente.

En la primera concepción la igualdad exige ceguera al género y a la etnia; en la segunda, la igualdad exige compensar las desventajas que esos factores han introducido.

¿Cuál de esas concepciones de ciudadanía habrá de tenerse en cuenta a la hora de decidir la representación en el grupo constituyente?

La segunda.

Hay quienes piensan que esa forma de concebir la ciudadanía atentaría contra los principios de una democracia liberal. Pero se trata de un error. Una democracia liberal no tiene por qué ser ciega a los factores mudos que distribuyen el poder. Por el contrario, una democracia liberal interesada de veras en la autonomía de las personas debe preocuparse de que ella se realice efectivamente, tomando las medidas para espantar el prejuicio que es producto del género o compensando las desventajas históricas que afectan a un cierto grupo. Hay, desde luego, muchas otras formas de desventajas heredadas, pero ninguna de ellas es tan fuerte ni transversal como el género o tan injusta como la relativa a los pueblos originarios.

El debate constitucional en una sociedad moderna exige entonces asegurar ese tipo de representación.

El debate democrático en una sociedad moderna —la chilena ahora lo es y el malestar de estos días es la mejor prueba— debe someter a la reflexión las posiciones sociales que son fruto de la naturaleza o de la historia, y cuando estas son inmerecidas, como las que dibuja el género o la etnia, debe disponerse a corregirlas.

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