El 11 de Septiembre de 1973 fue el parte aguas de la historia contemporánea de Chile. Marcó profundamente el derrotero posterior que siguió nuestra Nación. Ese día cambió súbitamente el sistema político y se crearon las condiciones de poder para modificar drásticamente la economía y las prácticas sociales. No hay otra fecha que haya provocado impacto similar a lo que vivimos ese día.
Será tema de los historiadores reconstruir con mirada no incumbente tanto lo que algunos llaman “el contexto”, o dilucide el enigma de si el Golpe se dio porque no había otra salida, o, si se hizo para neutralizar una salida política que estaba en gestación. En otra interpretación, la decisión del golpe incluso era previa y su primer intento lo representó el asesinato del general Rene Schneider en septiembre de 1970.
También es una verdad histórica –reconocida mas allá de nuestras fronteras- que 17 años mas tarde, los chilenos fuimos capaces de reconstruir los caminos para alcanzar un Chile donde cupiéramos todos, donde mediante múltiples mecanismos, pudimos avanzar hacia una convivencia donde el poder no se dirimiese por la fuerza. Pero la transición a la democracia no solo fue una operación de equilibrios políticos, también se intento sanar el alma de la sociedad chilena, por eso el presidente Alwyn en su calidad de Jefe de Estado pidió perdón a todos los ofendidos.
Las heridas en el alma nacional por la sistemática violación de los derechos humanos es un capitulo lacerante de nuestra historia reciente. Aquí no hay ambigüedades ni contextos que valgan. Pueden existir visiones diferentes sobre el rumbo que el país debía seguir, pero nada puede justificar la vulneración de derechos que sufrió buena parte de la población.
Sobre esas bases avanzamos a partir de 1990 en la reconstrucción de nuestra convivencia.
Por ello es muy decepcionante que hoy día se pretenda instaurar el Negacionismo como actitud ante nuestros dramas. No hablar de ello, no extraer lecciones, no conmemorar. Peor aún cuando esta actitud es la que vimos en algunas de las mas altas autoridades, que olvidan que son de autoridades de Estado y no sólo de la formula política que las eligió.
En estos días también asistimos a gestos de ingerencismo coincidentes, como lo fueron las lamentables declaraciones de Jair Bolsonaro. Pero en ellas no sólo se manifestaron inaceptables agravios en la persona de la ex presidenta Michelle Bachelet y su familia. También se hizo un elogio del golpe de Estado. Para ello se recurrió a desgastadas fórmulas de tiempos de la Guerra Fría.
Por ello, esas declaraciones no sólo son una ofensa para la familia Bachelet. Son también una ofensa para la historia de Chile, para los miles de víctimas y sus respectivas familias. Además, constituyen una exhortación al odio y la división. Ante ello, desazona el silencio de nuestras autoridades por no rechazar esta parte de los agravios, silencio coherente con la practica negacionista que se pretende instalar.
Sin embargo, todo indica que muchas de estas actitudes rabiosas y defensoras de lo indefendible no son algo nuevo. Lo que sucede es que todos estos años de reconstrucción democrática permanecieron ocultas, agazapadas al interior del closet de la vergüenza. Hoy, en el contexto de renacimientos de odios, de practicas racistas y fundamentalistas, empiezan a salir.
Enfrentar a lo que incluso el propio Mario Vargas Llosa denominó una vez como una “derecha cavernaria” requiere de una profunda coherencia democrática. Sostener los pilares del consenso democrático que nos han permitido reconstruir Chile en estas ultimas décadas, superando capítulos de división y exclusiones. Para ello no sirve ni ayuda el Negacionismo. ¡Que diferencia con la condena a los “cómplices pasivos”¡ que escuchamos no hace mucho. Chile necesita credibilidad en sus autoridades, consistencia y defensa de su cultura democrática.