En un acertado comentario, el ex guerrillero salvadoreño Joaquín Villalobos, hace poco mas de un año, en medio de las fallidas negociaciones entre gobierno y oposición venezolanas, me hizo ver este fenómeno socio – político: la emergencia en nuestros días de un nuevo tipo de delito de lesa humanidad.
Villalobos sostiene –con mucha razón- que tanto en la pos guerra en Centro América, como en las transiciones a la democracia en Sudamérica se presentó un desafío común: el tratamiento a la violación de los DDHH. En ese punto el realismo político que buscaba la estabilidad se enfrentó a la demanda de Verdad y Justicia de amplios sectores de la población. Surgieron diversas Comisiones Verdad, regímenes de Justicia Transicional, Museos de la Memoria y también leyes de amnistía, o plebiscitos destinados a enfrentar el tema. No fue fácil, ni tampoco la herida quedó totalmente cicatrizada, pero si es efectivo que fue uno de los mayores desafíos en esas diversas transiciones.
En suma, vastos sectores de la opinión pública podían tener amplia disposición a transiciones pactadas, aceptar diversos mecanismos de sucesión, etc., pero los crímenes de lesa humanidad no podían pasar por el arco de la impunidad.
Eso fue hace 30 años. Villalobos me comentaba hace pocos meses que hoy en día, existe en las diversas sociedades latinoamericanas un nuevo delito de lesa humanidad. “Es la matanza de dólares” me decía, aludiendo a los diversos casos de corrupción que desgraciadamente conocemos en la mayoría de los países de la región.
La corrupción no es una práctica nueva en la región, desgraciadamente. Pero hoy es inaceptable para la amplia mayoría. Entre otras cosas, porque la revolución de las nuevas tecnologías han establecido nuevos parámetros de transparencia. Tiene razón esa vieja frase de la nostalgia franquista que señalaba que “en tiempos del Generalísimo esto no se veía”, porque en la España de Franco no había libertad de prensa, no existían las redes sociales ni mucho menos una ciudadanía impaciente y empoderada, en suma, en tiempos del Generalísimo no se veía nada, salvo lo que el régimen quería que se viese.
La corrupción se ha transformado en uno de los ejes de formación de opinión pública, y también en un elemento clave de la legitimidad política. Su combate permite ganar elecciones, independiente del signo: Bolsonaro y López Obrador arrasaron en sus respectivos países, entre otros factores, por la común indignación de los ciudadanos mexicanos y brasileños ante la corrupción imperante, especialmente la de los políticos tradicionales. No hay propiedad ideológica de estos tsunamis electorales, uno de es derecha dura y el otro un histórico líder de centro izquierda. Miremos el caso del Perú, donde los pagos de Odebrecht fueron virtualmente a todos los partidos, sin sectarismos. La indignación contra este “crimen de lesa humanidad” ya derribó a PPK y de paso, desmoronó el poder del fujimorismo en el congreso.
En Chile no hemos escapado de este flagelo. Lo mas preocupante es que la corrupción ha erosionado la confianza en las instituciones. En los últimos tiempos hemos conocido indignantes casos de corrupción judicial, en Carabineros, colusiones empresariales, financiamiento ilegal a la política, en el Ejército, hasta la Asociación de Fútbol no escapó a este flagelo. En una dimensión no lucrativa, pero igualmente indignante, la Iglesia también ha sido escenario de abusos de poder.
El combate a la corrupción requiere de transparencia y fortalecer la institucionalidad. Para ello es preciso hacer revisiones profundas, pero siempre en el entendido que las reformas deben ser hechas con las instituciones y no en contra de ellas, como sospechando de todos.
Por lo mismo es valorable que de las propias instituciones surjan voces e iniciativas destinadas a superar estas graves irregularidades. Mas aún cuando es de parte de quienes las comandan. Es el caso de las recientes palabras del general Ricardo Martínez, comandante en jefe del Ejército, quien reconoció públicamente la pérdida de confianza en la institución de parte de vastos sectores de la ciudadanía. Junto a ello ha puesto en practica un conjunto de medidas de corrección.
Los civiles conocemos poco a los militares (lo que deberíamos corregir). Quizás eso limite apreciar lo valorables que son las palabras del general Martínez, porque en la cultura militar, la institución habla por boca de sus mandos. Por lo mismo llama también la atención las referencias al cuidado del Honor Militar, y en especial cuando subraya que siendo esta una obligación de todos los uniformados, lo es más cuando se trata de sus mandos, y en especial, de su Alto Mando. Puede que a los civiles estas palabras nos parezcan algo crípticas, pero son elocuentes dentro de las filas. En pocas palabras, está diciendo que para el Ejército es inaceptable que algunos de sus mandos hayan cometido estos delitos.
Pero el tema no solo es la lucha contra la corrupción, también esta presente la relación civil militar. Elemento esencial de toda repÚblica. En nuestro ordenamiento, las FFAA se rigen por una Ley Orgánica Constitucional que establece el riguroso ascenso exclusivamente por el escalafón de méritos, con una sola excepción: el grado de general.
En efecto, en tiempos de democracia, todos los ascensos a general son decisión del poder político a través de un mecanismo: las Instituciones presentan una propuesta de Alto Mando al poder político, y este es quien aprueba (o rechaza) las nominaciones que estime.
Es por ello que resulta muy sano que una Institución, en este caso el Ejército, enfrente autocríticamente los casos de corrupción conocidos, y además, proponga nuevos mecanismos para superarlos. Una opinión personal al respecto, tampoco olvidemos los viejos mecanismos y hagámoslo funcionar como corresponde: la rotación del personal en cargos sensibles junto a la necesaria y permanente labor de contra inteligencia.
En esa misma dirección la propia Corte Suprema ha asumido la condena de los casos de corrupción detectados en la magistratura de la Región de O’Higgins, evitando caer en defensas corporativas. Sería altamente sanador que los responsables de todas las organizaciones involucradas en estas graves denuncias asumiesen o reiterasen su condena.
Sin embargo, entre la violación a los DDHH y los delitos de corrupción y abuso de poder hay una fuerte diferencia. En los primeros las víctimas tienen nombre y apellido, rostro y huella. En el caso de la corrupción la victima es la sociedad toda, lo que se afecta es la fe publica, lo que se daña es el patrimonio material y moral de la Nación. No puede haber impunidad en todo esto: ni en el cohecho a parlamentarios, ni en las pensiones millonarias auto concedidas, ni en el uso abusivo e inexplicable de los fondos públicos, por cierto, en la administración de justicia.
Al igual que en el caso de los DDHH los estándares deben ser parejos, como todo lo legal. También sus sanciones, los niveles de prescripción y la penalidad en general. Cuando delitos menores llevan a ciudadanos al presidio cuesta asumir que otros delitos de cuello y corbata se sancionen con clases de ética.
Así como ya no es posible pensar en una sociedad donde se toleren abusos y delitos en materias de DDHH, hoy debemos asumir que la concordia social requiere que no exista impunidad en materia de corrupción y abusos de autoridad. Son los nuevos delitos de les humanidad.
Asimismo, el combate a la corrupción no solo requiere de la necesaria y legitima denuncia. Si queremos construir bases sólidas para también tener un Nunca Mas en estas materias, debemos de esforzarnos por fortalecer la institucionalidad.
La labor del poder político, expresión de la voluntad soberana de la cual emana, es conducir a las instituciones, liderarlas. Ello requiere visión de Estado y competencia en el ejercicio de sus funciones. No se agota en el “control”. Esa es una función permanente y aplicable a todos los estamentos del Estado, de lo que se trata es de liderarlas tras las metas de largo plazo que la planificación impone. En democracia, todos, civiles y militares, empresarios y trabajadores, hombres y mujeres, estamos subordinados al poder civil, porque este como dijimos, emana del soberano, es decir, de la ciudadanía.
Por tanto, tiene toda la razón mi amigo Joaquín Villalobos, hoy convertido en experimentado consultor, asesor de la oposición venezolana. Ha surgido un “nuevo delito de lesa humanidad” que es preciso atender en toda su extensión, sobre todo atendiendo que si bien alguien puede decir que la corrupción no es nueva, lo que emerge con fuerza son sociedades –Chile incluido- que no las acepta, en suma, no aceptan la impunidad.