Este domingo, el abogado y gran juez dominical Carlos Peña, sienta en el banquillo a los magistrados indagados por posibles irregualridades o en buen chileno, a los jueces corruptos de la Corte de Apelaciones de Rancagua y las redes políticas involucradas: «En una palabra, vendían sus resoluciones o, si se prefiere, se vendían a sí mismos (porque, después de todo, un individuo, y para qué decir un juez, es la suma de sus decisiones).
El siguientes es el realista análisis de Peña: «Un trío de jueces acaba de ser suspendido por la Corte Suprema. Pesan sobre ellos indicios severos de haber aceptado pagos y dádivas a cambio de decisiones.
¿Cuán grave es esto y cómo se compara con los desfalcos de Carabineros o el desvío de fondos del Ejército?
Para saberlo, hay que dar un rodeo y explicar el papel de los jueces.
Una sociedad es básicamente un sistema de reglas, un conjunto de decisiones que regulan la interacción entre las personas y establecen las bases de la cooperación social. Y como las reglas son mudas —se trata de simples grafías en un papel—, todas las sociedades cuentan con un cuerpo profesional encargado de transmitir la lectura que debe dárseles: estos son los jueces.
Los jueces, en rigor, no tienen como tarea administrar justicia, sino, más precisamente, su tarea es la de interpretar las reglas. Si un observador externo —un visitante de otro mundo— quisiera saber cuáles son las reglas que disciplinan la cooperación social en un sistema legal como el chileno, sacaría poco con leer las reglas. Aprendería más leyendo las sentencias, puesto que en ellas se contiene la manera en que los jueces las interpretan.
Los jueces son los custodios de las reglas, enseñan con sus decisiones lo que es lícito y lo que no. Tienen la última palabra a la hora de decir qué es derecho y qué no.
Por esas importantes funciones que cumplen —tan importantes que es posible imaginar un país sin Congreso, pero no es posible imaginarlo sin jueces, como lo prueba el hecho de que hasta las dictaduras simulan tenerlos— es difícil exagerar la gravedad de lo que se está investigando en la Corte de Rancagua.
Allí, algunos ministros de la Corte —si le creemos a la denuncia— acostumbraban intercambiar decisiones por dinero. En una palabra, vendían sus resoluciones o, si se prefiere, se vendían a sí mismos (porque, después de todo, un individuo, y para qué decir un juez, es la suma de sus decisiones).
Pero eso quizá no sea lo único grave.
También es grave que, según se acaba de revelar, un senador de la república, Juan Pablo Letelier, solicitara, de manera más o menos eufemística, que se aligerara el escrutinio sobre esos jueces cuando se comenzó a investigar alguna de sus irregularidades.
Cuando los jueces abandonan su papel —es lo que el senador advierte antes de solicitar al fiscal que modificara su conducta—, es el conjunto de la vida social la que comienza a quedar al garete. La reglas, que estaban diseñadas para ordenar la vida social y favorecer la cooperación entre las personas, de pronto desaparecen. Sin jueces —es decir, sin personas que estabilicen su significado y de esa forma dibujen la línea que divide lo lícito de lo ilícito— ya no hay reglas, hay simples grafías en un papel al que se le puede hacer decir cualquier cosa.
Si un político intercambia su voluntad por dinero (algo de lo que están acusados Jaime Orpis y Pablo Longueira), el problema compromete al proceso político; si un militar se apropia de recursos públicos, desviándolos del destino previsto por la ley (como se acusa al general Fuente-Alba), su conducta ensucia el prestigio de la institución a que pertenece y el del poder civil que debía controlarlo; pero si un juez vende su voluntad, la negocia con los litigantes y la transforma en mercancía, y hace todo esto en connivencia con abogados, entonces no es ni el proceso político el comprometido, ni una institución en especial la ensuciada, sino que son el conjunto de las reglas, las bases de la vida social, la garantía que los ciudadanos tienen de saber lo que es lícito y lo que es ilícito, lo que principia a desaparecer.
En una sociedad como la chilena, en la que conviven distintos puntos de vista acerca de lo que es bueno o correcto, el único parámetro compartido para guiar la vida común es la ley. Pero si los encargados de decir qué es lo que ella dice, cuál es el sentido o significado que posee, abdican de su deber por codicia, motivos alimentarios o lo que fuera, entonces ese único patrón de conducta compartido, el que permite que personas diversas puedan cooperar entre sí, se deteriora poco a poco y arriesga el peligro de desaparecer.
Y es que en manos de los jueces (y de los abogados) la sociedad ha puesto el principio que la constituye: un conjunto de reglas que deben ser administradas imparcialmente, sin consideración a los intereses individuales en juego y, en cambio, solo intentando discernir lo que ellas quieren decir.
Por eso, la sociedad debe reaccionar severamente si es que es verdad que esos ministros de Rancagua se dejaron seducir por el discreto encanto del dinero o si un senador de la república, Juan Pablo Letelier, solicitó de manera más o menos oblicua que la investigación respecto de un comportamiento irregular de esos jueces (un signo de lo que vendría) se aligerara. La opinión pública aún recuerda el caso de E. Matte intercediendo ante la fiscalía a favor de Karadima (en su favor hay que decir que de inmediato reconoció su error ) y nada justifica aceptar que una conducta semejante, solo porque ahora fue llevada a cabo por un senador, quede en la sombra, al margen del escrutinio y sin crítica alguna. ¿Qué podría explicar que un senador se entreviste con el fiscal nacional para aminorar el escrutinio que el Ministerio Público efectúa sobre unos ministros sospechoso de ejercer torcidamente su papel? Si el empresario respondió prontamente, es de esperar que lo mismo haga ahora Juan Pablo Letelier.
Después de todo, lo que no resultaría aceptable es que hubiera indicios de que un par de jueces traficaban con su voluntad y torcían las reglas y que un senador, el de la región en la que esos jueces ejercían, no haya sido capaz de advertir desde el comienzo la entidad del problema y, en cambio, hubiera sugerido morigerar el escrutinio», remata Peña.