miércoles, abril 24, 2024

Peña alerta sobre el avance de la corrupción y traición que ello significa sumando fiscales

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Este domingo el abogado y rector dela UDP, Carlos Peña en un descarado análisis revisa las acusaciones en contra del fiscal Arias, bajo el título de: «¿Y ahora los fiscales?, sostiene que ésta es especialmente grave. «Cuando los jueces están acusados o son sospechosos de corrupción y los fiscales se contagian —es de esperar que no, que sea una falsa alarma—, las instituciones no son instituciones, se transforman en un remedo, un engaño del que todos acaban participando». sostiene, agregando: «Todo eso es lo que hace particularmente grave lo que está ocurriendo. Y todos —el Colegio de Abogados, el primero, pero también las asociaciones de jueces y las organizaciones de fiscales— debieran preocuparse (pero preocuparse quiere decir emitir opiniones razonadas y agudas, no modosas), porque la ley, el intelecto sin deseo y sin pasión, arriesga el peligro de quedar mañana al garete si es que los jueces y los fiscales, que son sus custodios, empiezan también a abandonarla o se niegan a emplearla con rigor».

A continuación el análisis completo de Carlos Peña:

«Generales de Carabineros, oficiales del Ejército, ministros de Corte, senadores, curas, obispos. Y ahora un fiscal.

Todos sindicados o sospechosos de cometer delito, de infringir la ley.

¿A qué puede deberse que algo así se revele, de pronto, tan generalizado?

La literatura, desde antiguo, provee varias explicaciones posibles para lo que, en un sentido amplio, podría llamarse corrupción. La palabra se emplea desde muy antiguo (ya se la encuentra en uno de los libros físicos de Aristóteles, “De la generación y la corrupción”) y si bien allí Aristóteles la emplea en un sentido puramente descriptivo, llama la atención acerca de un aspecto de la corrupción que pervive hasta hoy: la corrupción es el paso del ser al no ser.

Por lo mismo, allí donde la corrupción brota y se la tolera, la institución de que se trata arriesga su propia existencia. La corrupción, en efecto, consiste en el abandono o la traición, por interés propio, de los deberes posicionales, los deberes que le corresponden a una persona en razón del cargo que ejercita. Y como las instituciones no son más que la suma de deberes posicionales, tejidos de roles que equivalen a obligaciones, es fácil comprender que si ellos principian a torcerse o abandonarse es la institución en su conjunto la que se tuerce o se abandona.

Las causas de que las personas abandonen sus deberes posicionales —descontado el interés propio que siempre acecha— son múltiples y un vistazo a la literatura ayuda a comprender el problema.

Una explicación frecuente sugiere que en los procesos de modernización social, cuando las pautas de consumo cambian y las instituciones están en tránsito, las reglas se vuelven más borrosas, gaseosas y las posibilidades de que se las abandone o se usen los intersticios que poseen son más altas. Una sociedad en tránsito debilita las pautas previas de comportamiento y aún no logra convertir en ethos —en una pauta firme de conducta— las nuevas.

Ferguson, en el siglo XVIII, formula otra tesis que, estando relacionada con la anterior, es distinta. Para él, la causa principal de la corrupción es lo que llama el hedonismo, el anhelo de placeres o de éxitos inmediatos y a la vuelta de la esquina. Auri Sacra Fames, dice Virgilio en la “Eneida” (3.56, 57, libro III). Maldito deseo de dinero, dice el verso; pero como el dinero es un equivalente universal, en realidad la corrupción se produce, o suele producirse, por todas las cosas que se anhelan con intensidad, fama, éxito inmediato, cámaras, conversaciones gratas con periodistas complacientes, etcétera.

Para un liberal como Adam Smith, la fuente de la corrupción no es la modernización, sino los elementos premodernos, que todavía subsisten en ella, la existencia de obstáculos legales e institucionales que impiden el desarrollo de un carácter moral independiente y responsable. Smith no lo menciona, pero habría que incluir aquí la endogamia, las redes, las formas más o menos camaleónicas de influencia entre los diversos sectores del Estado. Las entrevistas de senadores con fiscales, el paso de fiscales al Parlamento, etcétera, no son casos de corrupción en sentido estricto, por supuesto; pero lo que las hace graves (aunque todos parezcan no advertirlo, creyendo que la presunción de inocencia es un principio de interacción personal, algo que hace enmudecer el escrutinio) es que ella equivale a una pérdida de formas que ayudan a la delicuescencia de las instituciones que son —vale la pena insistir— un puñado de deberes posicionales.

Pero de todas las explicaciones, quizás la más relevante para el momento actual sea la que sugiere Aristóteles. El problema (algo en lo que Spinoza estaría de acuerdo) son las pasiones humanas, y por eso hay que aferrarse como una tabla de salvación a la ley. Y es que la ley, cualquiera sea su contenido, carece de pasiones, motivo por el cual el apego a la ley, hacerla cumplir con imparcialidad, es el mejor remedio contra la corrupción. El mal uso de las leyes por parte de jueces o de fiscales es la causa de la corrupción política (un tema que está también en el libro VIII de “La República”) y su remedio son las leyes, porque las leyes son “el intelecto sin deseo”.

Todo eso es lo que hace particularmente grave lo que está ocurriendo. Y todos —el Colegio de Abogados, el primero, pero también las asociaciones de jueces y las organizaciones de fiscales— debieran preocuparse (pero preocuparse quiere decir emitir opiniones razonadas y agudas, no modosas), porque la ley, el intelecto sin deseo y sin pasión, arriesga el peligro de quedar mañana al garete si es que los jueces y los fiscales, que son sus custodios, empiezan también a abandonarla o se niegan a emplearla con rigor, sine ira et studio, y en vez de hacer abstracción de las pasiones, la amistad, las influencias, dejan que crezca en ellos el anhelo de tener redes que alguna vez aminoren el dolor de la caída o en el futuro eviten el desempleo», sentencia Peña.

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