Este domingo en el diario cada vez menos leído, incluso por la también menos lectora élite criolla, el abogado y rector de la UDP, Carlos Peña, analiza el show de la semana, que protagonizó el también abogado Matías Pérez Cruz, que saltó a la «fama» tras difundirse el video en que saca de lo que el creía su jardín a tres mueres que intentaban descansar a la orilla del lago Ranco. El siguiente es el análisis de Peña que termina de hundir la actuación del empresario asegurando que: «Con su reacción arrogante y presuntuosa, Pérez Cruz muestra el ánimo que poseen todos quienes se han hecho de riberas de mares y de lagos: una voluntad de aislarse de un sector de la sociedad que lo más probable les recuerda el lado oscuro de sí mismos, porque, al margen de la fe, la filantropía y los desplantes, saben que, como decía Balzac, en el origen de su fortuna siempre será posible encontrar un crimen, un abuso de esas otras personas que trabajaron para ellos y gracias a cuyo esfuerzo disfrutan hoy de ese jardín, ese remedo tosco del edén».
«El caso en que se vio envuelto Matías Pérez Cruz -fuera de la vergüenza que debe provocarle a su protagonista- es un retrato breve, pero intenso, del tipo de racionalidades que se entrecruzan en el Chile de hoy.
De una parte, una minoría que se siente amenazada; de otra, una mayoría que se siente excluida.
La primera, representada por Pérez Cruz, siente que el derecho de propiedad es la fuente que legitima su lugar y su autoridad en la escena social. No necesitan haber leído a Locke (casi con seguridad no lo han hecho, ocupados como estaban en rezar, sacar cuentas, saborear música) para compartir su idea de que la propiedad privada es una extensión de sí mismos, una forma casi mágica de extender la propia personalidad, las redes familiares y el anhelo de exclusión hasta donde ella, llena de sí misma, alcanza. Así se explica que todos los fenómenos que experimenta el Chile contemporáneo, la masificación, la movilidad, la emancipación de los grupos medios y el acceso a paisajes ante negados, constituyan una amenaza para las personas que Pérez Cruz de ahora en adelante representará. Porque, ¿sabrá Matías Pérez Cruz que con su conducta acaba de erigirse en arquetipo? ¿Estará consciente de que de aquí en adelante sus apellidos serán una forma abreviada de llamar todo comportamiento similar al que él ejecutó?
La mayoría, en cambio, siente que hay espacios comunes que le pertenecen, ámbitos, paisajes, para cuyo acceso no es la propiedad el título necesario sino la simple condición de ciudadanía, bienes que, a pesar de eso, les son negados. En la escena que acaba de hacer famoso a Pérez Cruz («se me van de aquí», dice, mostrando su arrogancia, su ridícula conciencia feudal), esas tres mujeres, simplemente, reclaman su derecho a permanecer en un bien nacional de uso público, cuyo deslinde conocen bien y esgrimen ante el propietario que intenta expulsarlas. No se trata de personas alérgicas a la propiedad privada, sino de personas que saben que al lado de la propiedad privada hay bienes comunes que es necesario compartir. Y reclaman su derecho a hacerlo.
El propietario frente al ciudadano.
La paradoja de esta escena deriva del hecho de que la misma circunstancia que hace posible la fortuna de Pérez Cruz -el capitalismo y su modernización- es la que ha hecho posible, como predijeron Marx o Tocqueville, que otros millones de personas que no tienen su fortuna, pero que han accedido al consumo, sientan que son individuos que, en algún nivel, siquiera mínimo, el nivel de la ley que Pérez Cruz desconoce, poseen una condición de igualdad con otros y que, por lo mismo, no se dejan atropellar tan fácilmente por este tipo de persona que sustituyen el criterio por el simple desparpajo. En la discusión con esas mujeres que estropean su vista, Pérez Cruz se despacha un alarde risible y pueril («no me discuta, soy abogado», les dice) para contradecir el argumento que una de ellas, con tranquilidad y sin arrogancia alguna, formula.
Pero lo más interesante de la escena es que a Matías Pérez Cruz, con casi total seguridad, lo que le inquieta y desasosiega no es el supuesto daño a la propiedad privada concebida como patrimonio (el tipo de molestia de una persona sencilla que ve que le estropean su auto o le pintarrajean el muro de su casa); lo que de veras le molesta es la simple presencia de esas tres mujeres que no pertenecen ni a su clase, ni a su familia, ni a su círculo (su inconsciente le hace esgrimir como razón para expulsarlas que «tiene visitas», que «está con su familia»). Es la simple presencia del otro lo que desata su irritación y por eso su esfuerzo no está dirigido a expulsar a esas tres mujeres de su predio, sino a alejarlas de su vista.
Con su reacción arrogante y presuntuosa, Pérez Cruz muestra el ánimo que poseen todos quienes se han hecho de riberas de mares y de lagos: una voluntad de aislarse de un sector de la sociedad que lo más probable les recuerda el lado oscuro de sí mismos, porque, al margen de la fe, la filantropía y los desplantes, saben que, como decía Balzac, en el origen de su fortuna siempre será posible encontrar un crimen, un abuso de esas otras personas que trabajaron para ellos y gracias a cuyo esfuerzo disfrutan hoy de ese jardín, ese remedo tosco del edén.
¿Cómo llamar a esa actitud que exhibió sin quererlo ante el país Matías Pérez Cruz, esa actitud que reclama para sí un horizonte socialmente despejado, sin el otro a la vista?
No hay otra forma que llamarla una moral del kitsch, una forma de concebir la vida social en que el otro es negado y en la que el ideal de la propia vida consiste en rodearse de cosas y de amplios jardines que permitan vivir y comportarse como si no existiera», remata el también abogado Carlos Peña.