Este domingo, en medio de la venezualitis que vive el país, con un Presidente verdaderamente desatado por el conflicto interno de ese país, el abogado columnista sempiterno Carlos Peña, publica su tradicional columna que esta vez dedica al ex comandante en Jefe el Ejército, Juan Miguel Fuente-Alba, procesado por mal uso de fondos públicos y de los hoy ya cuestionados Gastos Reservados.
Pero más allá del reproche al retirado general, Peña pone la atención -en su análisis- en el Ministerio de Defensa, que -según él- ha tenido una actitud permisiva al dejar hacer y más bien limitarse a la pomposidad que ofrece el cargo que regalonea en demasía a la autoridad de turno: «Es de esperar que el Ministerio de Defensa, de aquí en adelante, ejerza deberes más rigurosos que participar de juegos de guerra, vestir de camuflaje, manejar tanques y disfrutar del rito mentiroso de la genuflexión y el saludo metálico».
«El caso del general Fuente-Alba va mucho, muchísimo, más allá de una ambición doméstica, de una simple crónica de arribismo, picaresca y ambición.
Si fuera eso, carecería de verdadero interés público.
El real problema que plantea este caso, y lo que lo hace digno de interés y aconseja el escrutinio de la ciudadanía, es que a juzgar por las declaraciones del general, la suya fue una conducta relativamente pautada (si bien con más modestia y contención) al interior de la corporación militar, una de esas rutinas que poco a poco van torciendo el espíritu de la ley hasta hacer olvidar su letra y transformarla en simple disfraz, en algo prescindible que no es necesario tomarse en serio. Porque, ¿en qué lugar del Estado, y con cargo a rentas generales, se dispone en el propio domicilio de mayordomo, servicio doméstico, cocineros, chofer, jardinero y, siquiera en parte, pago del supermercado?
Y es que lo que revela este caso es que la función de comandante en jefe estaba, en los hechos, concebida no como una función o un trabajo, sino como una dignidad, un sucedáneo de título de nobleza que, por el tiempo que duraba, autorizaba, sin control alguno, a emplear los recursos públicos como un patrimonio privado del que se podía hacer uso y empleo bajo cualquier pretexto. Sí, es verdad, el general Fuente-Alba -cuya conducta desmiente lo que su apellido anuncia- llevó las cosas a un extremo que arriesga hacer de él más que un militar, un simple pícaro; alguien que en vez de pensar estrategias, ocupaba su tiempo en imaginar viajes, revisar catálogos de lujos, y elaborar argucias y trampas para gastar un dinero que no le pertenecía; pero, así y todo, la suya no es una conducta que en el fondo sea puramente idiosincrásica, personal, el resultado de una simple ambición casi patológica de raíz individual. Su conducta es la exageración de otra que se ha tolerado por mucho tiempo y que ejecutaron otros comandantes en jefe, y que consiste en concebir el cargo como una dignidad que lleva consigo, como en los viejos tiempos feudales, el derecho a tomar para sí un impuesto y a contar con una servidumbre destinada a su servicio.
Por eso no es correcto equiparar este caso al caso MOP Gate. Este último fue también reprochable, desde luego, pero allí no se reveló lo que en este: una cierta concepción de un cargo del Estado como un usufructo sucesivo del que podía disponer quien ejercía la Comandancia en Jefe.
Así, lo que este caso muestra con elocuencia, vale la pena insistir y subrayarlo, es que una parte del Estado se desenvolvía no como una institución del Estado, sino como una parte del Estado concebida al modo feudal.
¿Qué pudo ocurrir en la corporación militar para que los generales y quienes administraban el presupuesto sintieran que podían disponer de él hasta alcanzar las dimensiones de que Fuente-Alba fue capaz, llegando incluso al extremo de repartir prebendas a otros generales y excomandantes?
La pregunta anterior admite una respuesta jurídico-penal de la índole de la que está elaborando la ministra Rutherford; pero al mismo tiempo exige una respuesta de índole política, porque, hasta donde se sabe, el Ejército es una corporación subordinada al poder político a través del Ministerio de Defensa.
No vaya a ocurrir que por enfatizarse la responsabilidad jurídico-penal de Fuente-Alba, las autoridades civiles que se dejaron cooptar por los juegos de guerra, los desfiles, los uniformes, las genuflexiones y el saludo metálico, hasta permitir que los generales creyeran que se mandaban solos y que el presupuesto era suyo y podía ser empleado en necesidades domésticas e incluso (como al parecer ha ocurrido con los excomandantes) como un auxilio a la hora del retiro, no den ninguna explicación plausible de cómo algo así pudo verificarse ante sus narices. No se trata, por supuesto, de reprochar a quienes ejercieron el cargo de ministro o ministra no haber revisado las cuentas, puesto que eso era algo que no les correspondía; pero pretender que carecen de toda responsabilidad en la conducta de quienes debían subordinárseles (y hasta cierto punto temerles) es simplemente pueril y no debe ser aceptado. Creer que la conducta de la corporación militar (porque, como ya se dijo, de eso se trata en este caso que involucra a varios comandantes) es independiente de la actitud y el comportamiento de quien ejerce el poder civil, es simplemente inaceptable, equivale a concebir el cargo de ministro, ministra como una distinción que si bien no cuenta con mayordomo y servicio doméstico, tampoco impone responsabilidades de veras.
Habrá, es cierto, que regular mejor el empleo de los gastos reservados y establecer procedimientos para vigilar el patrimonio de quienes ejercen la comandancia y cosas así; pero sobre todo, hay que establecer una rutina de relaciones con el poder civil que disipe en los militares la idea de que habitan un espacio privado al interior del Estado, un ámbito que les corresponde solo a ellos y en el que nadie puede entrometerse.
Porque es de esperar que el Ministerio de Defensa, de aquí en adelante, ejerza deberes más rigurosos que participar de juegos de guerra, vestir de camuflaje, manejar tanques y disfrutar del rito mentiroso de la genuflexión y el saludo metálico», remata Peña.