En pocos días más, el 22, se conmemorarán los cuarenta años de la cuasi guerra entre Chile y Argentina, por la posesión de las islas Picton Nueva y Lenox, en el estratégico Canal Beagle, que el Laudo Arbitral encabezado por SM la Reina Isabel II había otorgado a Chile pero que Argentina desconoció totalmente, era la razón de una guerra que habría tenido consecuencias insospechadas para ambos países y para la frágil frontera de los países sudamericanos. La siguiente es la crónica-análisis de la alemana DW que da una visión distinta a la serie de reportajes y crónicas emitidas por medios locales sobre este conflicto.
En diciembre de 1978 estaba todo listo para que se desatara una guerra que habría sido catastrófica. La intervención sobre la hora de Juan Pablo II evitó una tragedia que pudo marcar para siempre a dos países hermanos, señala un a crónica de la alemana DW.
Todos los testimonios históricos coinciden: apenas unos minutos separaron a Chile y Argentina de enfrascarse en una guerra que seguramente habría lastrado el desarrollo de ambos países y que, muy probablemente, se habría convertido en el conflicto más sangriento del siglo XX en el continente. Había una fecha establecida y una «razón». Había dos dictaduras y, por suerte, también había un sentido religioso que permitió la mediación del papa Juan Pablo II.
Es 22 de diciembre de 1978 y en el extremo austral del planeta la Armada de Argentina avanza con el fin de tomar las islas Picton, Nueva y Lennox. La escuadra chilena detecta el movimiento y sale a su encuentro. La tensión en la frontera es elevada y en algunos sectores del sur los soldados se ven las caras. De pronto, a las 18.30 horas, la Armada argentina retorna. La guerra, que debía comenzar el 23 de diciembre, no se concreta.
Guerra total con muchos muertos
Esta historia comenzó en 1971, cuando ambos países firmaron un compromiso de arbitraje para zanjar la soberanía de las islas. Una corte arbitral determinó el 22 de mayo de 1977 que la soberanía era chilena, lo que a la dictadura argentina, encabezada por el general Jorge Rafael Videla, no le hizo gracia. De allí que el 25 de enero de 1978 Buenos Aires considerara «insanablemente nulo” el fallo e intentara, mediante la presión diplomática basada en su poderío militar, forzar a Chile a negociar. Fracasado dicho plan, se dio paso a la «Operación Soberanía”, cuyo objetivo era invadir Chile y tomar las islas por la fuerza.
Para una parte del alto mando argentino el ataque sería un paseo. La historiadora chilena Patricia Arancibia, coautora –junto a Francisco Bulnes– del libro «La escuadra en acción” (Grijalbo, 2004), no está tan segura. Si bien es cierto que el Ejército y la Fuerza Aérea de Chile estaban mermadas, ambos estamentos «poseían un mejor entrenamiento, y, más importante aún, una férrea voluntad de triunfo. Hubo mucha motivación dado el convencimiento que las islas en disputa eran chilenas”, dice la experta a DW.
El periodista argentino Bruno Passarelli, autor de «El delirio armado” (Sudamericana, 1998), coincide en que el conflicto distaría de ser un trámite, y revela que el embajador de EE. UU. en Buenos Aires, Raúl Castro, dijo al general argentino Carlos Suárez, uno de los más duros impulsores de una guerra con Chile, que «no va a ser una guerrita circunscripta a la posesión de las islas, sino una guerra total en la que los muertos de ambas partes, solo en la primera semana, se ha calculado que serán unos 20.000”. Para Passarelli, «esto da una idea de la catástrofe que estaba por desencadenarse”.
Se esperaba un conflicto a lo largo de toda la frontera, y los planes chilenos eran luchar también en el norte, invadiendo territorios que luego servirían para canjear los que pudieran perderse en el sur. En Argentina, los ciudadanos salían a despedir a los soldados y se hacían ejercicios de oscurecimiento de ciudades. En Chile se hablaba bastante menos del asunto. Para Arancibia, esa fue «una de las mejores decisiones que tomó el Gobierno militar. No se generó pánico y se logró el apoyo de la prensa tanto de gobierno como de oposición. A diferencia de Argentina, Chile mantuvo la calma”.
La importancia del Papa
Passarelli describe a DW cómo se vivía la posibilidad de un conflicto armado en Argentina. «Los vientos de guerra fueron compartidos por la mayoría de los argentinos con un entusiasmo inconsciente, porque el país vivía una etapa de irresponsable euforia. Argentina había ganado ese año el Mundial de fútbol. Del tema ‘desaparecidos’ se hablaba poco o nada. En suma, en 1978 estaba en su apogeo la fisiológica arrogancia argentina que empujaba a ‘darles una lección’ a estos chilenos que habían osado poner en cuestionamiento, con la posesión de las tres islas, su liderazgo en el Cono Sur”.
Esos vientos de guerra eran un problema para Chile. Con un embargo de armas por las violaciones a los derechos humanos, el país debió recurrir al mercado negro para abastecerse. Argentina, pese a tener una dictadura tanto o más terrible que la chilena, disponía de libre acceso a material bélico. El único problema que podía frenar a los argentinos era que quedarían, ante la comunidad internacional, como los agresores. Además, el papa Juan Pablo II ofreció a última hora actuar como mediador.
«La ONU intentó, pero al final fue el líder religioso el único que tuvo autoridad ante los gobiernos, especialmente el argentino, para ser escuchado. Esa autoridad, por supuesto, no residía en la religiosidad de la Junta Militar, sino en la sociedad. El gobierno argentino no habría podido justificar internamente no haber recibido al enviado del papa, el cardenal Antonio Samoré”, explica a DW Markus Weingardt, autor del libro «Religion, Macht, Frieden” («Religión, poder, paz», Kohlhammer, 2007).
«El hecho de que ambos países estuviesen gobernados por regímenes militares tuvo un peso decisivo en la escalada bélica que llevó a un paso (y a horas) de la guerra”, dice Passarelli. Weingardt coincide, y añade que es muy importante que los mediadores estén legitimados y que generen confianza en los líderes políticos. Samoré reunía esas condiciones a los ojos de Pinochet y Videla y, tras largas negociaciones, consiguió que en 1984 ambos países firmaran el Tratado de Paz y Amistad que puso término al conflicto del Beagle, como se llamó a la cuasiguerra por tener como escenario principal el canal del Beagle, y disipó el riesgo de una masacre entre países hermanos.
Con este acuerdo, Chile y Argentina libraron a todo el subcontinente de una fuente de problemas. Arancibia dice a DW que «siempre estuvo la hipótesis de que Perú y Bolivia podrían sumarse (a favor de Argentina) y replicar una guerra como la de 1879. Ecuador, se hubiera aprovechado de disputar territorio a Perú, lo que lo hacía un posible aliado con Chile” y, con ello, se habría regionalizado un conflicto local. Pero, más allá de eso, para la historiadora hay un hecho cierto: si Argentina y Chile se enfrascaban en una guerra, ambos se condenaban «a un siglo de pobreza e incapacidad de salir del subdesarrollo”. Además, con seguridad habrían sufrido «muchos muertos, destrucción de infraestructura y se habría generado una odiosidad difícil de revertir entre dos pueblos hermanos”.
El archivo argentino