lunes, noviembre 4, 2024

Carlos Peña demuele a Gral. (R.) Cheyre: «Escondía el silencio de una culpa»

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Este domingo el rector de la UDP, Carlos Peña, analiza, enjuicia y sentencia, al a sentenciado ex comandante en jefe del Ejército el general en retiro Juan Emilio Cheyre, a quien califica como «una metáfora de la reciente historia política de Chile: una capa de democracia, buenos modales, dicción cuidada y bienestar, erigida sobre la vergüenza de una culpa», además sostiene que: «Él (Cheyre) era simplemente un sujeto que vestido de uniforme se preocupó de travestir su pasado, creyó en la fragilidad de la memoria y pensó que siempre podía decirse a sí mismo que no tuvo nada que ver en los crímenes y que, habiéndose convencido a sí mismo, los demás algún día acabarían creyéndole también».

«El general Cheyre acaba de ser condenado por encubrimiento de los crímenes de la Caravana de la Muerte.

Imposible obviar el significado simbólico de esa condena.

Y es que Cheyre es casi una metáfora de la reciente historia política de Chile: una capa de democracia, buenos modales, dicción cuidada y bienestar, erigida sobre un crimen que se piensa olvidado, pero que amenaza desde las ruinas de la memoria.

Si hace apenas unos años atrás hubiera que haber escogido a alguien que sintetizara el éxito de la transición chilena y de la disposición de los militares a adherir a la democracia, ese habría sido, sin duda alguna, Juan Emilio Cheyre. Fue el general que pronunció el «Nunca más» (hoy se sabe cuánto sentido personal pudo tener para él esa frase mientras la decía) y quien tendió los puentes, mientras estuvo de agregado en España, hacia la centroizquierda que acabaría gobernando (y lo premiaría erigiéndolo a él en comandante en jefe).

Siempre fue considerado una excepción dentro del Ejército, un militar que a pesar de haberse formado bajo la dictadura poseía vocación democrática; un militar, se dijo, que habría contribuido como ningún otro a la transición. Su prestigio llegó tan alto que, además de convertirse en académico de la Pontificia Universidad Católica y escribir artículos en los que parecía inteligir el acontecer internacional, integró el Servicio Electoral, un organismo al que están confiadas las elecciones, el acto principal de la democracia.

Un ejemplo de hombre público.

Pero detrás de la pátina de los días, debajo de su carrera tallada al compás de la oportunidad que le brindaban los tiempos, se escondía el silencio de una culpa. Cheyre había tomado parte en los acontecimientos de la Caravana de la Muerte, ese viaje infame en el que a pretexto de agilizar procesos se asesinó a sangre fría a prisioneros indefensos -prisioneros que ni siquiera los consejos de guerra habían logrado condenar a penas graves- con el deliberado propósito de infundir miedo, de esparcir el terror entre quienes siquiera soñaran con oponerse a la dictadura. La Caravana de la Muerte de la que Cheyre, según la decisión del juez Carroza, fue encubridor, puesto que con su silencio y sus actos facilitó la impunidad y el disfraz de esos hechos terribles, ni siquiera cuenta con el pretexto mentiroso de la guerra y del enfrentamiento que se ha esgrimido tantas veces; fue simplemente un hecho cobarde y desnudo cometido sobre seguro, sin que mediara la menor amenaza, un crimen planificado por el Ejército y ejecutado por sus miembros a sangre fría.

A juzgar por la sentencia del juez Carroza, Cheyre no participó directamente en esos crímenes, pero los presenció a distancia y a sabiendas colaboró luego con los criminales, y es probable que él mismo haya tranquilizado su conciencia con la niebla de la incertidumbre. Como no apretó el gatillo, y declaró no ver directamente la sangre, ni sentir de cerca los gritos de los asesinados -aunque coligió de inmediato los crímenes, puesto que luego contribuyó a la escena de su disfraz-, pudo decirse una y otra vez a sí mismo que quizá esos crímenes no existieron de esa forma, que quizá su participación en ese horror no fue tal, que como él no apretó el gatillo, aunque más tarde contribuyó a encubrir su sonido y sus cadáveres, siempre podría decir, y decirse a sí mismo, que su participación era tan inocente como la de un sirviente militar que solo cumplía su deber sin preguntar detalles.

Es probable que eso fuera lo que para sus adentros se dijo a sí mismo Cheyre todos estos años cada vez que el recuerdo brotaba de nuevo.

Pero ¿no fue eso mismo, o casi, lo que se dijeron a sí mismos esos chilenos y chilenas, políticos e intelectuales entre ellos, que apoyaron la dictadura a pesar de los crímenes que olían a la distancia? ¿No emplearon siempre la coartada de decirse a sí mismos (y aún todavía lo repiten) que como no habían presenciado directamente ningún crimen quizás ellos pudieron no haber ocurrido? Cheyre, desde este punto de vista, ni siquiera posee la dignidad de haber sido el único; en verdad acabó siendo nada más que una persona cualquiera cogida por el miedo y más tarde, mientras ascendía en su carrera, por la ambición que decidió que aquello que sabía había hecho u omitido, después de todo, pudo no haber ocurrido.

Cheyre representa desde ese punto de vista la medianía de Chile, la misma leve mediocridad con la que la sociedad chilena en su conjunto, y para qué decir la derecha, logró hacer de los crímenes un mal recuerdo que en medio de las nubes del tiempo y el bienestar podía olvidarse.

Durante mucho tiempo, Juan Emilio Cheyre pareció ser el Gutiérrez Mellado de la transición chilena. Gutiérrez Mellado fue el general, cercano a Franco, que después de haberse formado a su sombra acabó, junto con Adolfo Suárez, desmontando al franquismo con tal éxito y valor que derrotó su propio pasado.

Pero no, resultó que Cheyre no era el Gutiérrez Mellado de la transición chilena, y que en él no existía esa dignidad de quien es capaz de mirar de frente su pasado y ayudar a desmontar su propia imagen inmerecida. Él era simplemente un sujeto que vestido de uniforme se preocupó de travestir su pasado, creyó en la fragilidad de la memoria y pensó que siempre podía decirse a sí mismo que no tuvo nada que ver en los crímenes y que, habiéndose convencido a sí mismo, los demás algún día acabarían creyéndole también, remata Peña, sin duda un tiro de gracia para el que fuera el general favorito de la élite de la vieja Concertación y que una vez fuera del Ejérccito, acostumbraba a almorzar solo en el Club de La Unión.

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