Como un golpe a la ignorancia de quienes abrazan el conservadurismo de este país y un triunfo de los derechos humanos catalogó el rector de la Universidad Diego Portales, Carlos Peña, la reciente aprobación de la ley de Identidad de Género.
Así lo establece y desarrolla en su habitual columna en El Mercurio, afirmando que “una vez que la ley se promulgue y se publique, existirá el derecho de las personas a que su identidad legal corresponda al género con que ella se concibe a sí misma. Es difícil exagerar la relevancia cultural y política que este derecho posee para la democracia y los derechos humanos. Un breve repaso de la concepción liberal de esos derechos lo muestra”.
“Subyace a los derechos humanos la idea que cada persona es responsable de sus actos voluntarios y nada más que de sus actos voluntarios (por eso viola esos derechos atribuir consecuencias desfavorables a la etnia o el aspecto físico); que nadie puede ser empleado como recurso para la obtención de mayor bienestar social (de ahí que las convicciones y la tranquilidad de la mayoría no sean un argumento para infringirlos); y que el estado debe ser neutral a la hora de tratar los planes de vida de las personas (sin considerar a ninguno de ellos como intrínsecamente mejor que cualquier otro)”, explica.
Peña señala que “salta a la vista que la situación en que se encuentran las personas trans en tanto la ley no se publique resulta contradictoria contra esas tres dimensiones que poseen los derechos humanos. Desde luego, la genitalidad o la corporalidad no es un acto voluntario, y por lo mismo atar a ella una definición social que la persona rechaza (es el caso de quien se siente hombre en un cuerpo de mujer, o viceversa) es gravemente violatorio de la concepción que subyace a esos derechos”.
“Es verdad que muchas personas que creen en los dictados definitivos de la naturaleza (concebida como legislador) o de Dios se sentirán ofendidas por esa ley; pero tratándose de los derechos de las personas, el sentimiento de la mayoría no debe contar (como es obvio, decir que usted tiene un derecho salvo cuando la mayoría se muestre incómoda cuando usted lo ejerza, es un simple absurdo o un engaño)”, añade el académico.
Asimismo, precisa que una vez que la ley de identidad de género entre en vigencia, “el respeto a los derechos humanos en Chile (a pesar del debate habido sobre la acusación constitucional) se habrá incrementado, y ello no porque las personas trans sean muchas (de hecho se trata de una minoría), sino por el hecho de que gracias a su empeño y a su permanente lucha por el reconocimiento el espacio público chileno habrá ganado desde el punto de vista de la moralidad pública”.
En ese sentido, explica que tras la promulgación de la normativa “habrán ganado también las personas trans, quienes desde siempre habían estado expuestas a la invisibilidad y la experiencia vergonzante de portar una identidad que no reconocían como suya. Como sugiere Hegel (nada menos que en la Fenomenología del Espíritu), en la base de la condición humana se encuentra el deseo de reconocimiento. Cada persona, cada individuo, abriga el anhelo de que la forma en que se concibe a sí mismo, la identidad que organiza sus sueños y su quehacer cotidiano, y el valor que se atribuye, sea reconocido por otra conciencia que no es la suya. A diferencia de lo que suele creer una larga tradición, no es el hambre (como creyó Locke) o el miedo (como pensó Hobbes) la pulsión básica de la política, sino el deseo de reconocimiento. Buena parte de los conflictos sociales que parecen nimios o resultan inexplicables (desde las luchas étnicas a las estudiantiles) suelen ser parte de un conflicto puramente simbólico, el deseo de ser acogido por la conciencia ajena como única forma de contar con un lugar en este mundo”.
“El conservadurismo (cuando no está animado por el fervor de la ignorancia) suele sostener que en este tipo de leyes hay algo antropológicamente erróneo, una forma casi luciferina de torcer la naturaleza, negando a voluntad aspectos de la condición humana que son intransitivos e incondicionales, anclas de nuestra existencia que si se arrojan de la vida social, la dejan al garete, sin orientación normativa alguna”, sostiene.
Al respecto, Peña se pregunta si eso ¿será así?, a lo que su respuesta es “no lo parece, especialmente si se tiene en cuenta que la naturaleza del ser humano, antes que ser alguien atado definitivamente a su genitalidad o corporalidad, parece alguien aferrado a una dimensión simbólica que se estructura mediante el lenguaje en sus múltiples formas, desde gramaticales a corporales. Los seres humanos poseen la extraña condición de que se hacen desde el lenguaje, se configuran a sí mismos nombrándose, y nombrando a otros, motivo por el cual (como sugirió en un brillante ensayo Octavio Paz) si puede sostenerse que descienden del mono, ha de ser de algún mono gramático, un extraño ser que creyó aquello de la Sagrada Escritura: la palabra hizo al mundo. Y si es así, ¿por qué sería erróneo (y no en cambio un avance) favorecer que el nombre refleje la identidad con que el individuo organiza sus vivencias?”.
El rector de la UDP concluye su análisis indicando que “no cabe duda, hay que agradecer la lucha y el esfuerzo, que con lágrimas y casi siempre soportando el escarnio y la burla, cuando no la condena al fuego eterno, llevaron adelante las personas trans, las que, al conseguir la ley que prontamente se publicará, ayudaron a que el respeto por los derechos humanos y las concepciones que le subyacen vayan permeando poco a poco la cultura pública de Chile”.