La inmigración internacional, como se ha dicho tantas veces en el último tiempo, es un proceso que en términos históricos no es nuevo para Chile, aunque ha asumido recientemente características nuevas. Según los datos del Censo realizado en abril 2017, existen en el país 746.465 extranjeros y extranjeras: un aumento importante (en ningún caso alarmante) respecto a mediciones anteriores, considerando que un 66,7% llegó después del año 2010.
Los datos recientemente liberados permiten hacer algunas lecturas interesantes, ya que explicitan las diversidades propias de este flujo en relación con las macrozonas del país. En primer lugar, cabe señalar que las regiones que contienen un área metropolitana (Valparaíso, Metropolitana y Bío Bío) concentran el 72,8% de los inmigrantes; se trata, además, de una tendencia que parece en aumento, considerando que en el 2014 era el 70%. Este grupo de tres regiones presenta un crecimiento promedio del número de extranjeros del 67% en el período 2014-2017.
Luego, si excluimos las regiones metropolitanas del mapa geográfico, es posible apreciar como el resto de Chile queda subdividido en tres macrozonas claramente marcadas. Las cinco regiones del norte, entre Arica y Parinacota y Coquimbo, donde reside el 19,8% del total de inmigrantes del país, y que aumentó en un 93% la presencia de extranjeros en el período 2014-2017. Luego, el grupo conformado por la Región de O’Higgins y del Maule que, si bien concentra solamente el 3,2% de los extranjeros del país, tiene una tasa de aumento promedio del 129% en el período 2014-2017. Finalmente, las cinco regiones del sur, con baja presencia de migrantes; éstas suman el 4,2% del total de extranjeros del país y presentan un crecimiento promedio del 27% entre el 2014 y el 2017.
Nos parece particularmente interesante subrayar el dato relativo a la Región de O’Higgins y del Maule –territorios que representan el corazón agropecuario exportador del país- ya que explícita el fuerte dinamismo alcanzado en el período 2014-2017, siendo además la primera y cuarta región a nivel nacional que más han aumentado porcentualmente en ese período.
Se trata sin duda de un fenómeno bastante incipiente en relación con otras zonas del país, como la metropolitana y la nortina, donde los procesos migratorios tienen una trayectoria más consolidada, y diferente a los sectores más sureños, donde el auge del flujo se alcanzó en décadas anteriores y se vinculó a los procesos de colonización, produciendo un proceso de mixticidad importante.
Si bien hay que partir de la premisa que en términos absolutos y relativos la presencia de extranjeros en ambas regiones es baja (representan el 1,3% y 1,2%, respectivamente, de la población total), es evidente que estos territorios están viviendo una transformación. Inicialmente, se pueden plantear dos posibles explicaciones en términos gruesos.
Por un lado, la presencia de ciudades intermedias cercanas a la capital, de carácter agrario, vinculadas a su entorno rural, tranquilas y seguras. Aunque conservadoras y poco acostumbradas a la diversidad, parecen ofrecer hoy día una mejor calidad de vida que las metrópolis.
Por otro, la presencia de una importante oferta laboral vinculada al agro en el valle central y al sector forestal en el secano interior y costero. Espacios de trabajo que –si bien abundantes en ciertas épocas del año- sufren la precariedad de la estacionalidad productiva y cierto nivel de informalidad que afecta las trayectorias laborales. No es casualidad, en este sentido, el importante número de casos de trata de personas que se registra en ambas regiones.
Parece relevante, en estos términos, que los actores sociales –tanto públicos, como privados, académicos y de la sociedad civil- asuman la responsabilidad de entender mejor un fenómeno que es global, pero tiene expresiones locales muy particulares. Y por, sobre todo, generar las condiciones para que el proceso de inmigración se acompañe desde la lógica que le corresponde a nivel internacional: los derechos humanos.