Con la designación de Luis Castillo se extingue el modelo de intervención del Gobierno en la Democracia Cristiana, partido que sigue siendo la principal fuerza política de la centroizquierda y un importante activo para la estabilidad y la gobernabilidad del país.
Hace ocho años la alta popularidad del primer gobierno de Sebastián Piñera hacía pensar que la derecha perduraría en el poder a lo menos hasta marzo de 2018. Michelle Bachelet había partido a Naciones Unidas y no daba señales de volver a ser candidata. No constituía una amenaza, y en la antigua Concertación no surgían alternativas.
En septiembre de 2010, gracias al exitoso y mediático rescate de los 33 mineros atrapados en la mina San José, la adhesión del jefe de estado había saltado súbitamente del 45 al 56 por ciento según registró entonces la encuesta Adimark. Tan bien iba todo, que Piñera pudo avizorar incluso quién podría ser su sucesor cuando un desconocido ministro de Minería, Laurence Golborne, se perfiló como presidenciable tras concitar más del 90 por ciento de respaldo de la opinión. Hoy el sondeo de Cadem revela que la desaprobación a Piñera, que la gente atribuye al desencanto con la marcha de la economía —pero que también es imputable a la falta de diseño político y estratégico―, asciende al 40 por ciento de los encuestados, mientras la aceptación de su liderazgo no supera el 45 por ciento.
Ocho años atrás el precio del dólar era de 500 pesos con una tendencia a la baja que demandaba el cuidadoso monitoreo del Banco Central, mientras que hoy la divisa se eleva por encima de los 670 pesos. Por otra parte, en 2010 la libra de cobre estaba en 4,5 dólares; actualmente se transa en 2,6 dólares. Y para fines de aquel año la autoridad monetaria proyectaba una tasa de crecimiento de 4 a 5 por ciento, superior a la actual previsión de 3 a 4 por ciento.
Esta combinación de factores políticos y económicos configura un panorama poco auspicioso para el oficialismo y pone a la oposición, que hasta ahora se había mostrado desordenada, en un decisivo punto de inflexión camino a las elecciones regionales y comunales de 2020.
El shock aplicado por Piñera a la Democracia Cristiana al designar a Luis Castillo como subsecretario de Redes Asistenciales, marca un antes y un después en las relaciones del Ejecutivo con el Legislativo, que, indudablemente, pasan por el entendimiento con el partido de Leighton, Frei, Tomic y Palma.
Que Chile Vamos, la coalición oficialista, es minoritaria en el Parlamento, es un hecho real, como real es que sin el Congreso no se puede gobernar… Hasta la dictadura necesitó de su junta de gobierno.
Con este episodio se extingue el modelo de intervención de Piñera en la Democracia Cristiana, un partido que, desde el punto de vista de la correlación de fuerzas entre gobierno y oposición, sigue siendo la principal colectividad política de la centroizquierda y, por consiguiente, un importante activo a la hora de garantizar estabilidad y gobernabilidad.
Si sus reiterados esfuerzos por dividirla generaron erosiones marginales, como fueron las de Mariana Aylwin, Gutenberg Martínez y Soledad Alvear, no consiguieron vulnerar su núcleo vital, que salió fortalecido tras las recientes elecciones internas. Tampoco arrojó resultados pródigos su intento de reeditar la política de los acuerdos bajo la conocida figura de la oposición constructiva y propositiva emprendida desde La Moneda, valiéndose para ello de canales paralelos a los oficiales del partido. Ni hablar de los especiales desvelos de su ministro de Agricultura por captar a los desencantados. El puñado de comisiones a las que se integraron DC y ex DC (y todavía más menguadas las instancias que realmente funcionaron), su votación dividida tanto en la acusación constitucional al ministro de Salud como en el estatuto laboral juvenil, no lograron satisfacer las expectativas de colaboración que Piñera cifró en su diseño injerencista.
Resignado a seguir gobernando con quienes lo llevaron a La Moneda, incluido Evópoli cuyo matiz en pro de los derechos humanos ha despertado sospechas acerca de su lealtad, Piñera ha optado por sacrificar los escasos vínculos que lo conectan con la Democracia Cristiana.
Su decisión de cerrar filas en torno al subsecretario es un paso mucho más audaz y crucial que la remoción de su ministro de las Culturas, quien, es cierto, ha emitido opiniones reñidas con el rango de un secretario de estado cuya función es velar por la memoria y el patrimonio del país, pero que no tiene parangón con Castillo, cómplice de ocultar información valiosa para esclarecer la verdad y hacer justicia en el magnicidio del expresidente Eduardo Frei Montalva. No es irrelevante que Carmen Frei Ruiz-Tagle, primera vicepresidenta del partido, lo haya sindicado como encubridor del delito de lesa humanidad contra su padre.
Piñera ha golpeado el corazón de la Democracia Cristiana, el sustrato moral y espiritual sobre el que se sustenta su testimonio de servicio y su legitimidad política ante el país. Al hacerlo ha generado las condiciones para que la centroizquierda reconozca, sin distinciones, en el pasado de sus víctimas los valores comunes e imperecederos que dan sentido a sus luchas futuras.